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El primer día de silencio, y como si nada lo hubiera interrumpido, la casa reanudó su largo y lento proceso de deterioro. Al principio fueron pequeñas cosas: la suciedad empezó a manar de cada grieta de cada objeto en cada habitación, las superficies escupían polvo, las ventanas se cubrieron con la primera capa de mugre. Todos los cambios de Hester habían sido superficiales y su mantenimiento exigía una atención diaria. Por tanto, cuando el programa de limpieza del ama empezó a flaquear y finalmente se vino abajo, la verdadera naturaleza de la casa se impuso de nuevo. Llegó un momento en que no se podía coger nada sin notar la vieja pegajosidad de la mugre en los dedos.

También los objetos recuperaron rápidamente sus antiguos hábitos. Las llaves fueron las primeras en salir andando. De la noche a la mañana se desprendieron de cerraduras y anillas y se juntaron, en polvorienta camaradería, en una cavidad bajo una tabla suelta del suelo. Los candelabros de plata, que todavía conservaban el brillo que les había sacado Hester, viajaron desde la repisa de la chimenea del salón hasta el tesoro que Emmeline guardaba bajo la cama. Los libros salían de los estantes de la biblioteca y subían a otros pisos para descansar en todos los rincones y debajo de los sofás. A las cortinas les dio por correrse y descorrerse a su antojo. Hasta el mobiliario aprovechó la falta de supervisión para desplazarse. Un sofá se alejaba unos centímetros de la pared, una silla se movía medio metro hacía la izquierda. Pruebas, todo ello, de que el fantasma de la casa dominaba de nuevo su territorio.

Un tejado en vías de reparación empeora en lugar de mejorar. Algunos de los agujeros que había dejado el albañil eran más grandes que los que se le había encomendado reparar. No estaba nada mal tumbarse en el suelo del desván y sentir el sol en la cara, pero notar la lluvia era algo muy diferente. Las tablas del suelo empezaron a ablandarse, luego el agua se filtró en las habitaciones inferiores. Había lugares donde sabíamos que no debíamos pisar, lugares donde el suelo se hundía peligrosamente bajo nuestros pies. Pronto se desmoronaría y se podría ver la habitación de abajo. ¿Y cuánto tiempo tendría que pasar para que el suelo de esa habitación cediera y se pudiera ver la biblioteca? ¿Y terminaría cediendo el suelo de la biblioteca? ¿Llenaría el día en que sería posible divisar el cielo desde el sótano a través de las cuatro plantas?

El agua, como Dios, actúa de manera inescrutable. Una vez dentro de una casa, sigue la fuerza de la gravedad indirectamente. Encuentra surcos y cauces secretos dentro de las paredes y debajo de los suelos; penetra y gotea en direcciones inesperadas; emerge en los lugares más insospechados. Había trapos desperdigados por toda la casa para que embebieran el agua, pero nadie se molestaba en escurrirlos; se colocaban ollas y barreños para atrapar las gotas, pero rebosaban antes de que alguien se acordara de vaciarlos. La constante humedad arrancaba el yeso de las paredes y se comía la argamasa. En el desván había paredes tan inestables que, como un diente flojo, podías mecerlas con la mano.

¿Y las gemelas?

La herida que Hester y el médico les habían causado era muy profunda. Las cosas, lógicamente, ya nunca serían como antes. Las gemelas compartirían siempre una cicatriz y los efectos de la separación nunca serían erradicados por completo. No obstante, cada una vivía la cicatriz de forma diferente. Adeline, después de todo, había caído en un estado de amnesia temporal en cuanto comprendió lo que Hester y el médico estaban tramando. Se ausentó de sí misma casi en el mismo instante en que perdió a su gemela y no guardaba recuerdo alguno del tiempo que había pasado separada de ella. Adeline ignoraba si la oscuridad que se había interpuesto entre la pérdida de su hermana y el reencuentro con ella había durado un año o un segundo. Pero eso ya no importaba. Todo había terminado y ella volvía a estar viva.

Para Emmeline la situación era distinta. Ella no había gozado del bálsamo de la amnesia; había sufrido durante más tiempo y con mayor intensidad. Durante las primeras semanas cada segundo había sido un tormento. Parecía una mutilada en los minutos previos a la anestesia, medio enloquecida por el dolor, atónita ante el hecho de que el cuerpo humano pudiera sentir tanto y no morir a causa de ello Pero poco a poco, de célula herida en célula herida, empezó a reponerse. Llegó un momento en que ya no era todo su cuerpo el que ardía de dolor, sino solo su corazón. Y llegó el día en que su corazón fue capaz, al menos durante un tiempo, de sentir otras emociones además de tristeza. En pocas palabras, Emmeline se adaptó a la ausencia de su gemela. Aprendió a vivir separada de ella.

Así y todo, consiguieron conectar de nuevo y volvieron a ser gemelas. Pero Emmeline ya no era la gemela de antes, aunque Adeline no lo percibió de inmediato.

Al principio solo hubo lugar para la dicha del reencuentro. Eran inseparables; a donde iba una, la otra la seguía. Correteaban entre los viejos árboles del jardín de las figuras jugando incansablemente al escondite, una repetición de su reciente experiencia de pérdida y reencuentro de la que Adeline nunca parecía cansarse. Para Emmeline la novedad empezó poco a poco a perder su brillo. Parte del antiguo antagonismo emergió a la superficie. Emmeline quería ir en una dirección, Adeline en la otra, de modo que reñían. Y como antes, era Emmeline quien, por lo general, cedía. Y eso molestaba a su nueva y secreta personalidad.

Aunque al principio Emmeline se había encariñado con Hester, ya no la echaba de menos. Durante el experimento su afecto había disminuido. Después de todo, sabía que era Hester quien la había separado de su hermana. Y no solo eso, sino que Hester había estado tan absorta en sus informes y reuniones científicas que, quizá sin darse cuenta, había descuidado a Emmeline. Durante esa época, envuelta por una soledad desacostumbrada, Emmeline había encontrado formas de evadirse de su dolor. Descubrió pasatiempos y entretenimientos con los que llegó a disfrutar de verdad, juegos a los que no estaba dispuesta a renunciar simplemente porque su hermana hubiera vuelto.

De modo que al tercer día de su reencuentro Emmeline abandonó el juego del escondite en el jardín de las figuras y se marchó a la sala de billar, donde guardaba una baraja de cartas. Tumbada boca abajo en la mesa de paño, se puso a jugar. Era una versión del solitario, pero la más sencilla, la más infantil. Emmeline ganaba siempre; de hecho, el juego estaba ideado para que no pudiera perder, y cada vez que ganaba se alegraba muchísimo.

A media partida ladeó la cabeza. En realidad no podía oírlo, pero su oído interno, constantemente sintonizado con el de su hermana gemela, le dijo que Adeline la estaba llamando. No hizo caso; ya la vería más tarde, cuando terminara la partida.

Una hora después, cuando Adeline irrumpió violentamente en la sala de billar con los ojos encendidos de ira, Emmeline no pudo hacer nada para defenderse. Adeline trepó a la mesa y, enloquecida de furia, se abalanzó sobre su hermana.

Emmeline no levantó un solo dedo para defenderse; tampoco lloró. No emitió sonido alguno, ni durante ni después del ataque.

Tras descargar toda su ira, Adeline se quedó unos minutos contemplando a su hermana. La sangre estaba empapando el paño verde. Había naipes desperdigados por toda la sala. Encogidos en un ovillo, los hombros de Emmeline subían y bajaban entrecortadamente al ritmo de su respiración.

Adeline se dio la vuelta y se marchó.

Emmeline se quedó donde estaba, sobre la mesa, hasta que John la encontró horas después. Se la llevó al ama, que le lavó la sangre del pelo, le puso una compresa en el ojo y le curó las heridas con solución de avellana de bruja.

– Esto no habría sucedido si Hester estuviera aquí -comento- Ojalá supiera cuándo piensa volver.

– No volverá -dijo John esforzándose por contener su enfado, tampoco a él le gustaba ver a la niña en ese estado.

– Pero no entiendo por qué se fue de ese modo, sin decir una palabra. ¿Qué puede haber ocurrido? Alguna emergencia, digo yo. En su familia…

John negó con la cabeza. Había escuchado una docena de veces esa idea a la que se aferraba el ama de que Hester volvería. El pueblo entero sabía que no regresaría. La criada de los Maudsley lo había oído todo. También aseguraba haberlo visto todo, así que a esas alturas era imposible que hubiera un solo adulto en el pueblo que no asegurara que la institutriz de rostro anodino había mantenido una relación adúltera con el médico.

Los rumores sobre la «conducta» de Hester (eufemismo de mala conducta que utilizaban los lugareños) estaban destinados a llegar algún día a oídos del ama. Cuando ocurrió, al principio la mujer se escandalizó. Se negaba a contemplar la idea de que Hester -su Hester- pudiera haber hecho algo así, pero cuando explicó indignada a John los chismorreos, este se los confirmó. El día en cuestión había ido a casa del médico, le recordó, para recoger a la niña. Lo había oído directamente de boca de la criada. El mismísimo día que ocurrió. Además, ¿por qué iba a marcharse Hester tan de repente, sin previo aviso, a menos que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal?

– Su familia -tartamudeó el ama-. Una emergencia…

– En ese caso, ¿dónde está la carta? ¿No crees que habría escrito una carta si tenía previsto volver? Habría dado alguna explicación. ¿Has recibido alguna carta?

El ama negó con la cabeza.

– Eso significa -concluyó John sin poder reprimir la satisfacción en su voz- que hizo algo que no debía y que no volverá. Se ha ido para siempre. Te lo digo yo.

El ama siguió dándole vueltas al asunto. No sabía qué creer. El mundo se había convertido en un lugar sumamente desconcertante para ella.

¡No está!

En cuanto a Charlie, los platos decentes que bajo el régimen de Hester habían sido colocados ante su puerta a la hora del desayuno, la comida y la cena se convirtieron en algún que otro sándwich, alguna chuleta fría con un tomate, algún que otro cuenco de huevos revueltos ya cuajados, que aparecían en su puerta a horas imprevisibles, cuando el ama se acordaba. A Charlie no le importaba. Si tenía hambre y tenía algo por ahí, le daba un bocado a la chuleta del día anterior o a un resto de pan reseco, pero si no había nada no pegaba bocado y el hambre no le molestaba. Tenía otra hambre más voraz de la que ocuparse. Era la esencia de su vida y algo que ni la llegada ni la marcha de Hester habían conseguido alterar.

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