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– Sí. Es un hijo, un niño. Es de mi familia, de mi pueblo. Así que eso es. Se acabaron las mentiras. De mi pueblo.

Una respuesta tan clara como podía desear. Así pues, Lucy es de su pueblo.

– Dice usted que fue mala cosa lo que pasó -sigue diciendo Petrus-. Yo también digo que es mala cosa. Mala. Pero ya ha terminado. -Se quita la pipa de la boca y corta el aire con vehemencia, blandiendo el tallo-. Se ha terminado.

– No se ha terminado. Para nada. Y no hagas como que no sabes de qué estoy hablando. No se ha terminado. Al contrario, esto no ha hecho más que empezar. Y durará hasta mucho después de que tú y yo hayamos muerto.

Petrus lo mira con aire meditabundo, sin fingir que no entiende.

– Se casará con ella -dice por fin-. Se casará con Lucy, solo que todavía es demasiado joven, demasiado joven para casar. Todavía es un niño.

– Un niño peligroso. Un joven maleante. Un cachorro de chacal.

Petrus pasa por alto los insultos.

– Sí, es demasiado joven. Demasiado. Puede que un día pueda casar, pero ahora no. Yo me casaré.

– ¿Que tú casarás con quién?

– Yo me casaré con Lucy.

No da crédito a sus oídos. Así pues, esto es lo que hay: esta es la razón de todo el boxeo con la sombra. Esta propuesta, este golpe. Y frente a él se encuentra Petrus, recio e imponente, a la espera de su contestación.

– Que te casarás con Lucy -dice despacio-. Explícame qué quieres decir. No, espera: mejor, no me lo expliques. Esto es algo que no me apetece nada oír. No es así como nosotros hacemos las cosas.

Nosotros: a punto está de decir nosotros, los occidentales.

– Claro, ya me doy cuenta, me doy cuenta -dice Petrus. No cabe duda de que se ríe para sus adentros-. Pero yo se lo digo a usted y usted se lo dice a Lucy. Y así habrá terminado toda esta maldad.

– Lucy no quiere casarse. No quiere casarse con nadie. Es una opción que ella no ha dé considerar siquiera. No creo que pueda decírtelo con mayor claridad. Ella quiere vivir su propia vida.

– Sí, lo sé -dice Petrus. Y puede ser que en efecto lo sepa. Sería una rematada idiotez subestimar a Petrus-. Pero es que aquí -dice Petrus- eso es peligroso, demasiado peligroso. Una mujer ha de casar.

– Traté de tomármelo a la ligera -dirá a Lucy más tarde-. Y eso que me costó trabajo dar crédito a lo que estaba oyendo. Fue un chantaje puro y duro.

– No fue un chantaje. En eso te equivocas. Espero que no perdieras los estribos.

– No, no perdí los estribos. Le dije que te haría llegar su oferta, eso fue todo. Le dije que dudaba mucho que pudiera interesarte.

– ¿Te sentiste ofendido?

– ¿Ofendido ante la perspectiva de convertirme en el suegro de Petrus? No. Me quedé pasmado, asombrado, atónito. Pero no, ofendido no, puedo asegurártelo.

– Te lo digo porque no es la primera vez, y es importante que lo sepas. Petrus lleva un tiempo insinuándose. Mejor dicho, dando a entender que yo me encontraría más a salvo si pasara a ser parte de su hacienda. No es una broma, no es una amenaza. A ciertos niveles, habla muy en serio.

– No me cabe duda de que a ciertos niveles habla muy en serio. Lo preocupante es averiguar a qué niveles, en qué sentido. ¿Está al corriente de que tú estás…?

– ¿Que si está al corriente de mi estado? Yo no se lo he dicho, pero estoy segura de que su mujer y él sabrán sumar dos y dos.

– ¿Y eso no lo llevará a cambiar de opinión?

– ¿Por qué iba a cambiar de opinión? Así yo sería parte de su familia, más a su favor. En cualquier caso, no soy yo lo que él va buscando: va buscando la granja. La granja es mi dote.

– ¡Pero esto es una ridiculez, Lucy! ¡Si ya está casado! De hecho, tú me dijiste que tiene dos mujeres. ¿Cómo es posible que siquiera contemples esta posibilidad?

– Creo que no has terminado de entender todo esto, David. Petrus no me propone una boda en una iglesia y una luna de miel en la costa. Me ofrece una alianza, un trato. Yo aporto la tierra, a cambio de lo cual se me permite refugiarme bajo su ala. De lo contrario, lo que desea recordarme es que carezco de protección, que estoy al alcance de cualquier cazador.

– ¿Y eso no es chantaje? ¿Qué me dices del aspecto personal de todo esto? ¿No tiene esa oferta un aspecto personal?

– ¿Quieres decir que si Petrus cuenta con que yo me acueste con él? No creo que Petrus desee siquiera acostarse conmigo, a no ser que así consiguiera dejarme bien claro cuál es su mensaje. Pero si quieres que te lo diga con toda sinceridad, no: no quiero acostarme con Petrus. Definitivamente no quiero.

– En tal caso no tenemos por qué seguir dándole vueltas a este asunto. ¿Quieres que transmita tu decisión a Petrus? ¿Quieres que le diga que su oferta es inaceptable, sin que le indique el porqué?

– No. Espera. Antes de ponerte a pontificar con Petrus tómate un instante para considerar objetivamente mi situación. Objetivamente, soy mujer y estoy sola. No tengo hermanos. Tengo un padre, pero vive lejos de aquí y además carece de poder en las cuestiones que aquí importan. ¿A quién puedo acudir en busca de protección, de patrocinio? ¿A Ettinger? Solo es cuestión de tiempo que a Ettinger lo encuentren con un balazo en la espalda. En términos prácticos solo queda Petrus. Puede que no sea un hombre grande, pero es lo suficientemente grande para una persona tan pequeña como yo. Y al menos conozco a Petrus. No me he hecho ilusiones respecto a él. Sé muy bien qué me esperaría si accediese.

– Lucy, tengo previsto vender la casa de Ciudad del Cabo. Estoy dispuesto a enviarte a Holanda. En caso de que no quieras, estoy dispuesto a darte todo lo que necesites para instalarte de nuevo en algún lugar más seguro. Piénsalo.

Es como si no lo hubiera oído.

– Vuelve con Petrus -dice-. Proponle lo siguiente: di que acepto su protección. Di que puede contar por ahí todo lo que le dé la gana acerca de nuestra relación, que yo no lo contradeciré. Si quiere que a mí se me conozca en calidad de tercera esposa suya, así ha de ser. Si quiere que pase por ser su concubina, otro tanto de lo mismo. Pero acto seguido el niño pasa a ser también hijo suyo. El niño pasa a ser parte de su familia. En cuanto a la tierra, dile que estoy dispuesta a firmar un contrato de venta y cederle la tierra con tal que la casa sea de mi propiedad. Me convertiré en la arrendataria de una pequeña parte de su tierra.

– Una pobre bywoner.

– Una pobre bywoner, así es. Pero la casa seguirá siendo mía, repito. Sin mi permiso nadie entra en la casa, incluido él. Y me quedo con las perreras.

– Lucy, eso es inviable. Legalmente es inviable, y tú lo sabes.

– Entonces, ¿qué propones?

Ella sigue sentada y se abriga con la bata de estar por casa, con las zapatillas puestas y el periódico del día anterior sobre el regazo. Tiene lacio el cabello; ha engordado de manera torpona, contraria a su buena salud de siempre. Cada día que pasa se parece más y más a una de esas mujeres que arrastran los pies por los pasillos de un asilo hablando a solas consigo mismas. ¿Por qué se tomará Petrus la molestia de negociar? Es imposible que ella aguante: basta con dejarla sola, que a su debido tiempo caerá como la fruta podrida.

– He hecho mi propuesta. Dos, para ser exactos.

– No, ni hablar. No me marcho. Ve a ver a Petrus y dile lo que he dicho. Dile que le cedo la tierra. Dile que se la quede, con el título de propiedad incluido. Le encantará.

Se hace el silencio entre ambos.

– Qué humillante -dice él por fin-. Con tan altas esperanzas, mira que terminar así…

– Estoy de acuerdo: es humillante, pero tal vez ese sea un buen punto de partida. Tal vez sea eso lo que debo aprender a aceptar. Empezar de cero, sin nada de nada. No con nada de nada, sino sin nada. Sin nada. Sin tarjetas, sin armas, sin tierra, sin derechos, sin dignidad.

– Como un perro.

– Pues sí, como un perro.

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