Termina la jornada que dedica a matar perros; se amontonan ante la puerta las bolsas negras, cada una de ellas con un cuerpo y un alma en su interior. Bev Shaw y él yacen el uno en brazos del otro en el suelo del quirófano. Dentro de media hora Bev volverá junto a su Bill y él comenzará a acarrear las bolsas.
– Nunca me has hablado de tu primera esposa -dice Bev Shaw-. Lucy tampoco habla nunca de ella.
– La madre de Lucy era holandesa. Eso tiene que habértelo dicho. Evelina, se llamaba. Evie. Después de divorciarnos volvió a Holanda. Más adelante volvió a casarse. Lucy no se llevaba bien con su padrastro. Pidió que la dejara volver a Sudáfrica.
– Entonces, te eligió a ti.
– En cierto modo. También eligió un determinado entorno, un determinado horizonte. Y ahora yo trato de que se marche otra vez, aunque solo sea para tomarse un descanso. En Holanda tiene familia, tiene amigos. Puede que Holanda no sea el sitio más apasionante del mundo para vivir, pero al menos allí no se fomentan las pesadillas.
– ¿Y bien?
Él se encoge de hombros.
– Lucy no siente la menor inclinación, por el momento, a seguir ninguno de los consejos que yo pueda darle. Dice que no soy un buen guía.
– Pero antes eras profesor.
– ¿Profesor? Sí, pero casi por casualidad. La enseñanza nunca ha sido mi vocación. Desde luego, nunca he tenido la aspiración de enseñar a nadie cómo ha de vivir su vida. Yo más bien era lo que antes se llamaba un erudito. Escribía libros sobre personas que ya han muerto. A eso me dedicaba de todo corazón. La enseñanza solo era una manera de ganarme la vida.
Ella espera a que él siga, pero él no tiene ganas de seguir.
El sol empieza a ponerse; hace frío. No han hecho el amor. En efecto, han dejado de fingir que eso es lo que hacen cuando están juntos.
Mentalmente ve a Byron a solas en escena, lo ve tomar aliento para empezar a cantar. Está a punto de embarcarse con rumbo a Grecia. A los treinta y cinco años ha comenzado a entender que la vida es algo precioso.
Sunt lacrimae rerum, et mentem mortalia tangunt: esas han de ser las palabras de Byron, está seguro. En cuanto a la música, aletea en algún punto del horizonte, todavía no ha llegado a él.
– No debes preocuparte -dice Bev Shaw. Apoya la cabeza contra el pecho de él; seguramente escucha latir su corazón, ese latido a cuyo ritmo escande los hexámetros-. Bill y yo la cuidaremos. Iremos a menudo a la granja. Y además está Petrus. Petrus sabrá vigilarla.
– Petrus, tan paternal.
– Sí.
– Lucy dice que yo no puedo seguir siendo un padre para siempre. Y en lo que me queda de vida no me imagino cómo no podría ser el padre de Lucy.
Ella le pasa los dedos por la pelusa de cabello que empieza a crecerle.
– Todo irá bien -le susurra-. Ya lo verás.