Lucy ha aparecido por detrás de él. Se ha puesto unos pantalones y una gabardina; se ha peinado, se ha lavado la cara, está inexpresiva. Él la mira a los ojos.
– Querida, queridísima mía… -dice, y se atraganta al sentir un sollozo repentino.
Ella ni siquiera mueve un dedo para consolarlo.
– Esa quemadura tiene muy mala pinta -comenta-. Hay aceite para niños en el armario del cuarto de baño. Échate un poco. ¿Ha desaparecido tu coche?
– Sí. Creo que se han ido en dirección a Port Elizabeth.
He de llamar a la policía.
– No puedes. Han destrozado el teléfono.
Ella lo deja. Él se sienta en la cama y espera. Aunque se ha echado una manta por encima, sigue temblando. Tiene hinchada una muñeca; le palpita de dolor. No logra recordar cómo se la ha lastimado. Ya anochece. Es como si toda la tarde hubiera pasado en un abrir y cerrar de ojos.
Vuelve Lucy.
– Han deshinchado las ruedas de la furgoneta -dice-. Iré caminando a casa de Ettinger. No creo que tarde. -Hace una pausa-. David, cuando te pregunten qué ha pasado, ¿te importaría contar solo tu propia historia, lo que te ha pasado a ti?
Él no la entiende.
– Tú cuenta lo que te ha pasado; yo contaré lo que me ha pasado a mí -repite.
– Vas a cometer un error -dice él con una voz que apenas pasa de ser un graznido.
– No, ni mucho menos -dice ella.
– ¡Mi niña, mi niña! -dice él, y le tiende los brazos. Como ella no acude, deja la manta a un lado, se pone en pie y la abraza. La siente rígida como un palo, sin intención de ceder ni un ápice.