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– ¿Por qué? ¿Qué es lo que habría de reflexionar?

– La gravedad de tu situación, y si te lo digo es porque o estoy muy seguro de que lo hayas comprendido a fondo. Si quieres que te lo diga sin pelos en la lengua, corres el riesgo de perder tu trabajo. Y eso no es ninguna broma en lo tiempos que corren.

– ¿Qué me aconsejas que haga? ¿Que suprima lo que la Doctora Rassool ha calificado de burla sutil en mi manera de hablar? ¿Que derrame abundantes lágrimas de contrición? bastaría con eso para salvarme?

– Tal vez te cueste trabajo creerlo, David, pero los que estamos sentados en torno a esta mesa no somos tus enemigos. Todos nosotros tenemos nuestros momentos de flaqueza, todos somos humanos. Tu caso no es excepcional. Nos gustaría hallar una vía para que sigas adelante con tu carrera académica.

Hakim se suma a la filípica con toda naturalidad.

– Nos gustaría ayudarte, David, encontrar una salida de lo que sin duda es una pesadilla.

Son sus amigos. Quieren salvarlo de sus propias debilidades, hacerle despertar de su pesadilla. No desean verlo mendigando por las calles. Desean que vuelva a dar clase.

– En este coro de buenas voluntades -dice- no distingo voces femeninas.

Se hace el silencio.

– Muy bien -añade-, como ustedes gusten. Permítanme hacer mi confesión. La historia comienza una tarde, ya de anochecida. He olvidado la fecha, pero sé que no hace todavía mucho tiempo. Iba caminando por los viejos jardines de la universidad y resultó que también pasaba por allí la joven en cuestión, la señorita Isaacs. Nuestros caminos se cruzaron. Cambiamos algunas palabras, y en ese momento sucedió algo que, como no soy poeta, ni siquiera trataré de describir. Baste decir que Eros entró en escena. Y después de esa aparición yo ya no fui el mismo de antes.

– ¿Que ya no fue el mismo qué? -pregunta la experta en finanzas con cautela.

– Quiero decir que ya no fui el mismo de siempre. Dejé de ser un divorciado de cincuenta y dos años de edad y sin nada que hacer en esta vida. Me convertí en un sirviente de Eros.

– ¿Es esa la defensa que quiere proponernos? ¿Un impulso irresistible?

– No se trata de una defensa. Ustedes desean una confesión y yo les ofrezco una confesión. En cuanto al impulso, lejos estuvo de ser irresistible. Muchas veces, en el pasado, me he negado a ceder a impulsos muy similares, y conste que me avergüenza reconocerlo.

– ¿No consideras que la propia naturaleza de la vida académica por fuerza exige ciertos sacrificios? ¿No crees que por el bien de todos nosotros hemos de negarnos ciertas gratificaciones? -le pregunta Swarts.

– ¿Tienes en mente prohibir todo trato íntimo entre personas de distintas generaciones?

– No, no necesariamente. Pero en calidad de profesores ocupamos una posición de poder. Tal vez se trate de prohibirnos caer en la tentación de mezclar toda relación de poder con una relación sexual. Y entiendo que esto es lo que se trata de dirimir en todo este asunto. Si no una prohibición, yo aconsejaría una cautela extrema.

Interviene Farodia Rassool.

– Ya estamos dando vueltas a la noria otra vez, señor presidente. Sí, dice que es culpable; no obstante, cuando procuramos obtener algo más específico, de golpe y porrazo se trata no del abuso del que ha sido víctima una joven, que de eso no se confiesa culpable, sino de un mero impulso al que no pudo o no quiso resistirse, sin hacer una sola mención del dolor que ha causado, una sola mención de la ya larguísima historia de explotación de la que este asunto no es más que un nuevo capítulo. Por esa razón insisto en que es fútil Seguir discutiendo con el profesor Lurie. Hemos de tomarnos su petición tal cual es y darle el valor que tiene; hemos de expresar nuestra recomendación en consonancia.

Abuso: estaba esperando a que saliera la palabra. Dicha por una voz que tiembla debido a la rectitud de que se inviste. ¿Qué es lo que ve ella cuando lo mira, y que la mantiene sumida en semejante pozo de cólera? ¿Un tiburón suelto entre los pobres peces chicos? ¿O acaso es otra visión la que tiene, la de un macho dotado de un miembro grueso, enorme, hincándose en una chiquilla, mientras con su mano descomunal ahoga los chillidos de pánico que pugnan por salir de sus labios? ¡Qué absurdo! En ese instante lo recuerda: el día anterior estuvieron todos reunidos en esa misma sala, y Melanie estuvo ante ellos, Melanie, que apenas le llega a la altura del hombro. Desigual: ¿cómo podría negarlo?

– Yo tiendo a estar de acuerdo con la doctora Rassool -dice la experta en finanzas-. A menos que haya algo que el profesor Lurie desee añadir, creo que deberíamos proceder a tomar una decisión.

– Antes de eso, señor presidente -apunta Swarts-, me gustaría hacer un último ruego al profesor Lurie. ¿Existe algún tipo de declaración oficial que estuviera dispuesto a suscribir?

– ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene que suscriba una declaración oficial?

– Porque eso ayudaría a enfriar una situación que ha terminado por ser muy acalorada. Lo ideal sería que resolviésemos este asunto lejos de los focos de los medios de comunicación, y todos lo habríamos preferido así. Pero no ha sido posible. El caso ha recibido muchísima atención por parte de los medios, ha adquirido connotaciones que han escapado a nuestro control. Todas las miradas están pendientes de la universidad, del modo en que resolvamos el caso. Escuchándote, David, tengo la impresión de que estás recibiendo un tratamiento harto injusto. Y eso es un error. Los miembros de esta comisión nos vemos como personas que tratan de hallar una solución de compromiso que te permita mantener tu puesto de trabajo. Por eso he preguntado si existe una forma de declaración pública con la que puedas convivir, una declaración pública que nos permita recomendar algo por debajo de la sanción más severa, es decir, tu despido y tu censura.

– ¿Quieres decir que si estoy dispuesto a humillarme y a suplicar clemencia?

Swarts suspira.

– David, de poco servirá que te mofes de nuestros esfuerzos. Acepta al menos un aplazamiento, de modo que puedas pensar más a fondo en tu delicada situación.

– ¿Qué deseas que contenga esa declaración?

– Un reconocimiento explícito de que te equivocaste.

– Eso lo he reconocido antes. Y libremente. He dicho que soy culpable de los cargos que se me imputan.

– No juegues con nosotros, David. Hay una diferencia clara entre declararse culpable de una acusación y reconocer que te equivocaste, y lo sabes de sobra.

– ¿Y con eso estarás satisfecho? ¿Con que reconozca que me equivoqué?

– No -dice Farodia Rassool-. Eso sería como volver a empezar. En primer lugar, el profesor Lurie debe hacer su declaración. Luego, llegado el caso, nosotros decidiremos si nos resulta aceptable a modo de disculpa. Aquí no se negocia previamente sobre el contenido que haya de tener esa declaración. La declaración debe salir de él, con sus propias palabras. Luego veremos si lo dice de corazón.

– ¿Y así supone usted que lo adivinará a ciencia cierta por las palabras que yo emplee, que adivinará si es de corazón?

– Así veremos cuál es la actitud que expresa. Veremos si expresa o no la debida contrición.

– Muy bien. Me beneficié de mi situación, del privilegio de que gozaba cara a cara con la señorita Isaacs. Me equivoqué al hacerlo y lo lamento. ¿Le parece suficiente?

– La cuestión no es si me parece suficiente, profesor Lurie. La cuestión es, más bien, si será suficiente para usted.

¿ Refleja sus sentimientos más sinceros?

Niega con un gesto.

– Le he formulado esas palabras, y ahora quiere algo más: que demuestre que son sinceras. Eso es una rematada ridiculez. Eso queda mucho más allá del alcance de la ley.

Estoy harto, así que volvamos a jugar de acuerdo con las reglas establecidas. Me declaro culpable. Eso es cuanto estoy dispuesto a decir.

– Entendido -dice Mathabane desde su cabecera de la mesa-. Si no hay más preguntas para el profesor Lurie, le doy las gracias por su asistencia y le doy permiso para abandonar la vista del caso.

Al principio no lo reconocen. Ya va por la mitad de la escalera cuando oye el grito: ¡Es él!, al cual sigue un alboroto de pasos.

Lo alcanzan al pie de la escalera; alguien incluso lo sujeta de la chaqueta para detenerlo.

¿Podemos hablar un minuto con usted, profesor Lurie? -dice una voz.

No hace caso y sigue su camino, atravesando el vestíbulo lleno de gente. Todos se vuelven a mirar al hombre de notable estatura que huye de sus perseguidores.

Alguien le cierra el paso.

– ¡Un momento! -dice ella. Él evita su mirada cara a cara, se protege con la mano. Se dispara un flash.

Una muchacha lo rodea. Lleva el pelo repleto de abalorios de ámbar; le cuelga recto a uno y otro lado de la cara. Sonríe, muestra su blanca dentadura.

¿Podemos pararnos a hablar un momento? -le dice.

– ¿De qué?

Alguien le pone una grabadora delante. Él la aparta con un ademán.

– De qué tal ha ido.

– ¿El qué?

– Pues la vista del caso, claro.

La cámara vuelve a soltar un destello. -No puedo hacer comentarios al respecto.

– Entiendo. ¿Sobre qué puede hacer algún comentario?

– No hay nada que desee comentar.

Los ociosos y los curiosos han comenzado a apiñarse a su alrededor. Si desea marcharse, tendrá que abrirse paso entre todos ellos.

– ¿Lo lamenta? -dice la muchacha. Le acercan la grabadora todavía más a la cara-. ¿Se arrepiente de lo que hizo?

– No -dice-. He salido enriquecido de la experiencia. A la muchacha no le desaparece la sonrisa de la cara.

– ¿Así que lo haría otra vez?

– No creo que tenga una nueva oportunidad.

– Ya, pero ¿y si la tuviera?

– Eso no es una pregunta que pueda responderse.

La muchacha quiere más, más palabras para el vientre de la maquinita, pero por el momento se queda sin saber cómo arrastrarlo a ulteriores indiscreciones.

– ¿Que salió qué de la experiencia? -oye que alguien pregunta sotto voce.

– Que salió enriquecido. Murmullos.

– Pregúntale si pidió disculpas -le dice alguien a la chica.

– Ya se lo he preguntado.

Confesiones, disculpas: ¿a qué viene tanta sed de que se rebaje? Se hace el silencio. Se apiñan a su alrededor como los cazadores que han acorralado a una extraña bestia y que no saben cómo rematarla.

La fotografía aparece en el periódico estudiantil del día siguiente, con el siguiente pie: «¿Y ahora quién es el idiota?». En ella figura él con la mirada vuelta al cielo, a la vez que tiende una mano hacia la cámara. La pose es de sobra ridícula, pero lo que la convierte en una joya única en su especie es la papelera invertida que sostiene por encima de él un joven que ostenta una sonrisa de oreja a oreja. Gracias a un juego de perspectiva, la papelera parece estar posada sobre su cabeza como un capirote o un sambenito. Frente a semejante imagen, ¿qué le queda por hacer?

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