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– Espera ahí -dice al chico, y cierra la puerta.

Melanie se sienta delante de él, con la cabeza gacha.

– Querida mía -le dice-, estoy seguro de que lo estás pasando mal, lo sé, y no quisiera por nada del mundo ponerte las cosas más difíciles. Pero ahora debo hablarte como profesor. Tengo obligaciones con mis alumnos, con todos ellos. Lo que haga o deje de hacer tu amigo fuera del campus universitario es asunto suyo, pero yo no puedo permitir que venga a perjudicar mis clases. Haz el favor de decírselo de mi parte.

»En cuanto a ti, vas a tener que dedicar más tiempo a tus trabajos de clase. Vas a tener que asistir a clase con más frecuencia. Y vas a tener que hacer el examen al que no viniste.

Ella lo mira desconcertada, alarmada incluso. Tú me has cortado el contacto con todos, parece deseosa de decir. Tú me has obligado a soportar tu secreto. Yo ya no soy solamente una alumna. ¿Cómo puedes hablarme de este modo?

Cuando consigue hablar, lo hace con una voz tan sumisa que él apenas acierta a oírla.

– No puedo examinarme. No he terminado las lecturas.

Lo que él desea decir no se puede decir, no se puede decir con decencia. Todo lo que puede hacer es darle una señal, y confiar en que ella lo entienda.

– Tú haz el examen, Melanie. Hazlo como todos los demás. Lo de menos es que no estés preparada; lo que importa es que lo dejes hecho. A ver, fijemos una fecha. ¿Qué te parece el lunes que viene a la hora del almuerzo? Así tendrás todo un fin de semana para terminar las lecturas.

Ella alza el mentón y lo mira a los ojos desafiante. O no ha entendido, o es que rechaza su oferta.

– El lunes, aquí mismo. En mi despacho -repite.

Ella se pone en pie y se echa el bolso al hombro.

– Melanie, tengo mis responsabilidades. Al menos cumple con las formalidades, no hagas que se complique la situación más de lo necesario.

Responsabilidades: ella no dignifica esa palabra con una respuesta.

Esa misma noche, cuando vuelve a casa después de asistir a un concierto, para el coche ante un semáforo en rojo. Pasa a su lado una motocicleta al ralentí, una Ducati plateada sobre la que viajan dos figuras de negro. Van con casco, pero pese a todo los reconoce. Melanie va sentada detrás con las rodillas muy separadas y la pelvis arqueada. Nota un repentino aguijonazo de lujuria. ¡Yo he estado ahí!, piensa. De pronto, la motocicleta arranca con un rugido y se los lleva.

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