– ¿Dónde tiene esos terribles calambres? -preguntó el doctor.
– En todo el vientre.
Le hacían un daño insoportable.
– No exageres -le susurró Lauren-, si no, te ganarás una inyección de calmantes, una noche en el hospital y, mañana por la mañana, un lavado radiobaritado seguido de una fibroscopia y una coloscopia.
– ¡Inyecciones no! -se le escapó sin querer.
– Yo no he mencionado las inyecciones -dijo Spacek levantando la cabeza de la ficha.
– Ya, pero prefiero decirlo enseguida porque no soporto las inyecciones.
El interno le preguntó si era nervioso, y Arthur hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Iba a palparlo, y él debía indicarle dónde era más vivo el dolor. Arthur asintió de nuevo con la cabeza. El médico colocó las dos manos, una sobre otra, en el vientre de Arthur y comenzó el examen.
– ¿Le duele aquí?
– Sí -contestó él, vacilante.
– ¿Y aquí?
– No, no te puede doler ahí-le susurró Lauren sonriendo.
Arthur negó de inmediato la existencia de todo dolor en el lugar donde el interno le estaba palpando.
Ella siguió guiándolo en sus respuestas durante toda la consulta. El médico dictaminó una colitis de origen nervioso. Debía tomar un antiespasmódico que le darían en la farmacia del hospital con la receta que estaba extendiéndole. Tras dos apretones de manos y tres «gracias, doctor», Arthur recorrió a paso ligero el largo pasillo que conducía a las oficinas. Llevaba en la mano tres documentos distintos, todos con el nombre y el logo del Memorial Hospital, uno azul, otro rosa y el tercero verde. El primero era una receta, el segundo, un recibo, y el último, un comprobante de salida donde había escrito en grandes caracteres: «Volante de traslado / Volante de salida», y en letra cursiva: «Tache lo que no proceda.» Exhibía una amplia sonrisa, satisfecho como estaba de sí mismo. Lauren caminaba a su lado. La tomó del brazo.
– Formamos un buen equipo, ¿eh?
De vuelta en casa, introdujo los tres documentos en el escáner conectado al ordenador y los copió. Ya disponía de una fuente inagotable de impresos de todos los colores y todas las formas, con los caracteres oficiales del Memorial.
– Se te da muy bien -dijo Lauren cuando vio salir de la impresora en color las primeras hojas con cabecera.
– Dentro de una hora llamaré a Paul -dijo él.
– Primero hablaremos un poco de tu plan.
Arthur admitió que tenía razón; debía preguntarle sobre todo lo relativo al procedimiento de un traslado. Sin embargo, de lo que ella quería hablar no era de eso.
– ¿De qué, entonces?
– Tu plan me conmueve, Arthur, pero es irrealizable, disparatado y demasiado peligroso para ti. Te meterán en la cárcel si te pillan, ¿y en nombre de qué, quieres decírmelo?
– ¿Y no es mucho más peligroso para ti si no intentamos hacer algo? ¡Sólo tenemos cuatro días, Lauren!
– No puedes hacer eso, Arthur. Perdona, pero yo no puedo permitir que lo hagas.
– Conocía a una chica que pedía perdón constantemente. Sus amigos no se atrevían ni a ofrecerle un vaso de agua por miedo a que se disculpara por tener sed.
– Arthur, no hagas el idiota. Sabes muy bien lo que quiero decir. ¡Es un plan de locos!
– La situación sí que es de locos, Lauren. No tengo alternativa.
– No dejaré que te expongas así por mí.
– Debes ayudarme, Lauren, en vez de hacerme perder el tiempo. Lo que está en juego es tu vida.
– Tiene que haber otra solución.
A Arthur sólo se le ocurría una alternativa a su plan: hablar con la madre de Lauren y disuadirla de aceptar la eutanasia. Pero esa opción era difícil de llevar a la práctica. No se habían visto nunca, y conseguir una cita era muy poco probable. No aceptaría recibir a un desconocido. Arthur podía decir que era amigo de su hija, pero Lauren creía que ella desconfiaría, pues conocía a todos sus allegados. Tal vez podría encontrarse con ella por casualidad, en un sitio a donde ella acostumbrara a ir. Había que dar con el lugar idóneo.
Lauren se quedó unos instantes pensativa y dijo:
– Va a pasear a la perra todas las mañanas a La Marina.
– Sí, pero necesitaría un perro al que pasear.
– ¿Por qué?
– Porque pasear con una correa sin perro me descalificaría en el acto.
– Puedes hacer footing.
A Lauren le pareció una buena idea. Arthur sólo tendría que caminar por La Marina a la hora del paseo de Kali, acercarse a la perra, hacerle unas carantoñas y aprovechar la ocasión para entablar conversación con su madre.
Arthur se levantó temprano, se puso unos pantalones de algodón y un polo. Antes de salir, le pidió a Lauren que lo abrazara con fuerza.
– ¿Qué te pasa? -dijo ella con timidez.
– Nada, no tengo tiempo de explicártelo; es por la perra.
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y suspiró.
– Perfecto -dijo Arthur en tono enérgico, apartándose-. Me largo, si no, no me la encontraré.
Salió del apartamento como una exhalación, sin decir adiós siquiera. Lauren se encogió de hombros, suspirando: «Me abraza por la perra.»
Cuando inició el paseo, el Golden Gate aún dormía bajo una nube acolchada. Tan sólo las puntas de los dos pilares del puente rojo sobrepasaban la bruma que los envolvía. El mar encerrado en la bahía estaba en calma, las gaviotas matinales giraban en grandes círculos en busca de peces, las zonas de césped que bordeaban los muelles todavía estaban mojadas debido a la humedad de la noche, y los barcos amarrados se balanceaban suavemente. Todo estaba tranquilo; algunos corredores mañaneros hendían el aire cargado de humedad y frescor. Unas horas más tarde, un gran sol se instalaría sobre las colinas de Sausalito y Tiburón y liberaría al puente rojo de la bruma.
La vio de lejos, idéntica a la descripción que había hecho de ella su hija. Kali caminaba a unos pasos de ella. La señora Kline estaba sumida en sus pensamientos y parecía llevar a cuestas todo el peso de su pena. La perra se cruzó con Arthur y, sorprendentemente, se detuvo en seco para aspirar el aire a su alrededor, trazando círculos con el morro. Luego se acercó a él, le olfateó los pantalones e inmediatamente se tumbó, gimiendo. El animal empezó a sacudir la cola con frenesí, temblando de alegría y de excitación. Arthur se arrodilló y se puso a acariciarla suavemente. Kali se apresuró a lamerle la mano, aumentando la intensidad y la cadencia de sus gemidos. La madre de Lauren, extrañada, se acercó.
– ¿La conoce? -preguntó.
– ¿Por qué lo dice? -repuso él, levantándose.
– Porque en general es muy miedosa. No deja que se le acerque nadie, pero ahora parece que confía mucho en usted.
– No sé…, quizá…, se parece muchísimo a la perra de una amiga a la que quería mucho.
– ¿Sí? -dijo la señora Kline con el corazón latiéndole descompasadamente.
La perra se sentó a los pies de Arthur y se puso a ladrar, tendiéndole una pata.
– ¡Kali! -dijo la madre de Lauren-. Deja tranquilo a este señor.
Arthur tendió la mano y se presentó; la mujer correspondió un tanto indecisa al saludo. La actitud de la perra le resultaba de lo más desconcertante y se disculpó por tanta familiaridad.
– No pasa nada. Me encantan los animales, y su perra es muy simpática.
– Pero normalmente es muy huraña. Parece como si lo conociera.
– Siempre he atraído a los perros; yo creo que notan cuando se les aprecia. Tiene una cabeza preciosa.
– Es un cruce de podenco y labrador.
– Es increíble lo que se parece a la perra de Lauren.
La señora Kline sintió un mareo y sus facciones se crisparon.
– ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó Arthur, tomándole la mano.
– ¿Conocía usted a mi hija?
– Es la perra de Lauren… ¿Es usted su madre?
– ¿La conocía?
– Sí, muy bien, éramos bastante amigos.
La señora Kline no había oído hablar nunca de él y quiso saber cómo se habían conocido. Arthur dijo que era arquitecto y que había conocido a Lauren en el hospital. Ella le había cosido un corte bastante feo que se había hecho con el cúter. Habían simpatizado y se veían a menudo.
– Yo iba de vez en cuando a urgencias a comer con ella, y en ocasiones también cenábamos juntos, cuando acababa pronto por la noche.
– Lauren nunca tenía tiempo de comer y siempre salía tarde.
Arthur agachó la cabeza sin decir nada.
– En fin, en cualquier caso Kali parece conocerlo bien.
– Siento muchísimo lo que le ha pasado, señora. Después del accidente he ido a verla varias veces al hospital.
– Nunca hemos coincidido.
Arthur le propuso pasear un poco. Caminaron junto al agua y Arthur se aventuró a preguntarle por el estado de Lauren, aduciendo que hacía bastante que no iba a verla. La señora Kline habló de una situación estacionaria que ya no dejaba lugar a la esperanza. No dijo nada de la decisión que había tomado, pero describía el estado de su hija en unos términos absolutamente desesperados. Arthur hizo una pausa y empezó a pronunciar un discurso esperanzador. «Los médicos no saben nada del coma»… «Los personas que están en coma nos oyen»… «Algunas han vuelto en sí al cabo de siete años»… «No hay nada más sagrado que la vida, y si se mantiene en contra del sentido común, es una señal que hay que interpretar». Hasta invocó a Dios como «el único con derecho a disponer de la vida y la muerte». La señora Kline se detuvo de golpe y miró a Arthur a los ojos.
– Usted no estaba en mi camino por casualidad. ¿Quién es y qué quiere?
– Simplemente paseaba por aquí, señora, y si le parece que este encuentro no es el fruto de la casualidad, usted es la única que debe preguntarse el porqué. Yo no he adiestrado a la perra de Lauren para que se me acerque sin llamarla.
– ¿Qué quiere de mí? ¿Quién es usted para soltarme esas frases lapidarias sobre la vida y la muerte? Usted no sabe nada, absolutamente nada de lo que significa ir allí todos los días, verla inerte, sin que se mueva ni una sola de sus pestañas, ver que su pecho sube y baja mientras que su rostro permanece cerrado al mundo.
En un arrebato de cólera, le describió los días y las noches que había pasado hablándole con la loca esperanza de que la oyera; su vida, que había dejado de existir desde que su hija se había ido; la espera de una llamada del hospital diciéndole que todo había acabado. Ella le había dado la vida. Durante su infancia, la despertaba día tras día, la vestía y la llevaba al colegio, y por las noches la arropaba en la cama y le contaba un cuento. Había permanecido atenta a todas sus alegrías y a todos sus tormentos.