El doctor Fernstein cerró la puerta de su despacho, descolgó el teléfono, dudó unos instantes, colgó. Dio unos pasos en dirección a la ventana y levantó de nuevo el auricular del teléfono. Pidió que le pusieran con el quirófano. Enseguida se oyó una voz al otro lado de la línea interior.
– Soy Fernstein. Prepárense, vamos a operar dentro de diez minutos. Enseguida le mando el informe.
Colgó con cuidado y meneó la cabeza. Al salir del despacho se dio de bruces con el profesor Williams.
– ¿Qué tal? -preguntó éste-. Te invito a un café.
– No, no puedo.
– ¿Qué vas a hacer?
– Una estupidez, me dispongo a hacer una estupidez. Tengo que irme. Te llamo luego.
Fernstein entró en el quirófano con una bata verde atada en la cintura. Una enfermera le puso los guantes esterilizados. La sala era inmensa; un equipo completo rodeaba el cuerpo de Lauren. Detrás de su cabeza había un monitor en cuya pantalla aparecían las señales que mostraban el ritmo de su respiración y de los latidos de su corazón.
– ¿Cómo están las constantes? -preguntó Fernstein al anestesista.
– Estables, increíblemente estables. Sesenta y cinco y doce/ocho. Está dormida. Los gases de la sangre son normales, puede empezar.
– Sí, está dormida, como usted dice.
El escalpelo penetró en el muslo, cortando toda la zona que ocupaba la fractura. Mientras comenzaba a apartar los músculos, Fernstein se dirigió a todo el equipo llamándolos «queridos colegas» y les explicó que iban a ver a un profesor de cirugía, con veinte años de carrera a sus espaldas, realizar una intervención digna de un interno de quinto curso: reducción de fémur.
– ¿Y saben por qué la practico yo? -preguntó.
Porque ningún estudiante de quinto curso aceptaría reducir una fractura en el cuerpo de una persona cerebralmente muerta desde hacía más de dos horas. De modo que les rogaba que no hicieran preguntas y les agradecía que se prestaran al juego; tardarían quince minutos como máximo. Pero Lauren era una de sus alumnas y todo el personal médico presente en la sala comprendía al cirujano y lo apoyaba. Entró un radiólogo y pidió que le pasaran unas placas de escáner. Los negativos mostraban un hematoma a la altura del lóbulo occipital. Se decidió efectuar una punción para liberar la compresión. Se practicó un orificio en la parte posterior de la cabeza; controlando la trayectoria a través de una pantalla, el cirujano atravesó las meninges con una fina aguja y dirigió ésta hasta el lugar donde se hallaba el hematoma. El cerebro no parecía afectado. El flujo sanguíneo corrió por la sonda. La presión intracraneal descendió casi al instante. El anestesista aumentó de inmediato el caudal de oxígeno enviado al cerebro mediante la intubación de las vías respiratorias. Las células, liberadas de la presión, recobraron un metabolismo normal, eliminando poco a poco las toxinas acumuladas. La perspectiva de la intervención cambiaba de minuto en minuto. Todo el equipo olvidaba de forma progresiva que estaba operando a un ser humano clínicamente muerto. Cada uno se metió en su papel, y se fueron encadenando los movimientos diestros. Se hicieron radiografías de la pared costal, se repararon las fracturas de las costillas y se practicó una punción en la pleura. La intervención fue metódica y precisa. Cinco horas más tarde, el profesor Fernstein se quitaba los guantes. Pidió que cerraran las heridas y que después trasladaran a la paciente a la sala de reanimación. A continuación ordenó que, una vez pasados los efectos de la anestesia, desconectaran toda clase de asistencia respiratoria.
Dio las gracias de nuevo a su equipo por su presencia y su futura discreción. Antes de abandonar la sala, le pidió a Betty, una de las enfermeras, que lo avisara cuando hubieran desconectado a Lauren. Salió del quirófano y se dirigió a paso rápido a los ascensores, Al pasar por delante del mostrador, le preguntó a la recepcionista si el doctor Stern todavía se encontraba en el recinto del hospital. La joven le contestó que no y el médico se alejó abatido, no sin antes darle las gracias e indicarle que estaría en su despacho por si alguien preguntaba por él.
Desde el quirófano, Lauren fue conducida a la sala de reanimación. Betty conectó el monitoring cardíaco, el electroencefalógrafo y la cánula de intubación al respirador artificial. Con todo aquello, la joven parecía un cosmonauta. La enfermera tomó una muestra de sangre y salió de la habitación. La paciente dormía plácidamente, sus párpados parecían dibujar los contornos de un universo de sueño sereno y profundo.
Media hora más tarde, Betty telefoneó al profesor Fernstein y le dijo que Lauren ya no estaba bajo los efectos de la anestesia. El le preguntó cuáles eran sus constantes vitales. La enfermera le confirmó lo que se esperaba, que seguían estables, e insistió para que le repitiera lo que debía hacer.
– Desconecte el respirador -dijo el médico-. Yo bajaré enseguida -añadió antes de colgar.
Betty entró en la sala y separó la sonda de la cánula, dejando que la paciente intentara respirar por sí misma. Unos instantes después retiró la cánula, liberando de este modo la tráquea.
Apartó un mechón de pelo de la cara de Lauren, la miró con ternura y salió, apagando la luz. La habitación quedó bañada por la luz verde del aparato de encefalografía, cuyo trazado seguía siendo plano. Eran casi las nueve y media de la noche y todo estaba en silencio.
Al cabo de una hora, la señal del osciloscopio comenzó a temblar, al principio muy levemente. De pronto, el punto que marcaba el extremo de la línea se elevó considerablemente, para descender de forma vertiginosa y volver a la horizontal.
Nadie fue testigo de esta anomalía. El azar es así. Betty entró de nuevo en la estancia una hora más tarde. Tomó las constantes de Lauren, desenrolló unos centímetros de la tira de papel que expulsaba la máquina, vio la punta anormal, frunció el entrecejo y siguió revisando unos centímetros más. Al constatar que seguía habiendo una línea recta, tiró el papel sin darle más vueltas al asunto. Descolgó el teléfono mural y llamó a Fernstein.
– Soy yo. Tenemos un coma profundo con constantes estables. ¿Qué hago?
– Busque una cama en la quinta planta. Gracias, Betty.
Fernstein colgó.