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Lauren arrancó lentamente para no despertar al vecindario. Green Street es una bonita calle bordeada de árboles y casas. Los que viven allí se conocen unos a otros, como en los pueblos. Seis cruces antes de llegar a Van Ness, una de las grandes arterias que atraviesan la ciudad, cambió de marcha y aceleró. Una luz clara, que se iba tiñendo de color a medida que transcurrían los minutos, despertaba poco a poco las perspectivas deslumbrantes de la ciudad. El coche circulaba a bastante velocidad por las calles desiertas. Lauren saboreaba la embriaguez del momento. Las cuestas de San Francisco son particularmente propicias para experimentar una sensación de vértigo.

Giro cerrado en Sutter Street. Ruido y golpeteo en la dirección. Bajada abrupta hacia Union Square. Son las seis y media, el casete reproduce una música a grito pelado. Hace mucho tiempo que Lauren no se siente tan feliz. Se ha quitado de encima el estrés, el hospital, las obligaciones. Se anuncia un fin de semana completo para ella y no hay que perder ni un minuto. Union Square está tranquila. Unas horas más tarde, las aceras rebosarán de gente de la ciudad y de turistas que van de compras a los grandes almacenes situados en la plaza. Pasará un tranvía tras otro, los escaparates estarán iluminados, se formará una larga cola de coches en la entrada del aparcamiento central enterrado bajo los jardines, donde grupos de música cambiarán acordes y canciones por centavos y dólares.

Mientras tanto, en ese instante temprano reina la calma. Los escaparates están apagados, algunos vagabundos duermen todavía en los bancos. El guarda del aparcamiento echa un sueño en la garita. El Triumph engulle el asfalto al ritmo de los impulsos del cambio de marchas. Los semáforos están en verde, Lauren reduce a segunda para girar mejor en Polk Street, una de las cuatro calles que bordean la plaza ajardinada. Embriagada, con un pañuelo en la cabeza, empieza a girar delante de la inmensa fachada del edificio de Macy's. Una curva perfecta, los neumáticos chirrían ligeramente, se suceden los golpeteos, todo va muy deprisa, los golpeteos se confunden, se mezclan, discuten.

¡Un chasquido repentino! El tiempo se detiene. Ya no hay diálogo entre la dirección y las ruedas, la comunicación se ha interrumpido definitivamente. El coche se va hacia un lado y derrapa en la calzada todavía húmeda. El rostro de Lauren se crispa. Sus manos se agarran al volante, que se ha vuelto dócil y acepta girar sin fin en un vacío que compromete el resto del día. El Triumph continúa patinando, el tiempo parece tomárselo con calma y estirarse de repente como en un largo bostezo. A Lauren le da vueltas la cabeza; en realidad es el decorado lo que gira alrededor de ella a una velocidad increíble. El coche se cree que es una peonza. Las ruedas chocan brutalmente contra la acera, el morro se levanta y besa una boca de incendios. El capó sigue elevándose hacia el cielo. El coche gira sobre sí mismo en un último esfuerzo y expulsa a la conductora, pues resulta demasiado pesada para esa pirueta que desafía las leyes de la gravedad. El cuerpo de Lauren sale despedido por los aires y se estrella contra la fachada del gran almacén. El inmenso escaparate estalla y se esparce hecho añicos. La sábana de vidrio acoge a la joven, que rueda por el suelo y luego se detiene, con la cabellera revuelta entre los trozos, mientras el viejo Triumph acaba su carrera tumbado boca arriba, con parte de él sobre la acera. Un poco de vapor escapa de sus entrañas y exhala el último suspiro, su último capricho de viejo inglés.

Lauren está inerte. Descansa plácidamente. Sus facciones están serenas, su respiración es lenta y regular. En la boca, ligeramente abierta, podría descubrirse una leve sonrisa; tiene los ojos cerrados, como si estuviera dormida. Los largos cabellos le enmarcan el rostro; la mano derecha está apoyada en el vientre.

En la garita, el guarda del aparcamiento pestañea. Lo ha visto todo, «como en el cine», pero allí «era de verdad», dirá. Se levanta, sale corriendo, cambia de opinión y vuelve sobre sus pasos. Descuelga febrilmente el teléfono y marca el 911. Pide ayuda, y la ayuda se pone en marcha.

El comedor del San Francisco Hospital es una gran estancia con el suelo de baldosas blancas y las paredes pintadas de amarillo. Una multitud de mesas rectangulares de fórmica están dispuestas a lo largo de un pasillo central que conduce a las máquinas de bebidas y de comida envasada al vacío. El doctor Philip Stern dormitaba tendido sobre una de las mesas, con una taza de café frío en la mano. Un poco más lejos, su compañero se balanceaba en una silla con la mirada perdida en el vacío. En el fondo de uno de sus bolsillos sonó el busca. Abrió un ojo y miró el reloj refunfuñando; faltaba apenas un cuarto de hora para que acabara la guardia.

– Tengo la negra, desde luego. Frank, llama a ver qué pasa.

Frank descolgó el teléfono mural que había sobre su cabeza, escuchó el mensaje que le transmitió una voz, colgó y se volvió hacia Stern.

– Arriba, amigo, es para nosotros. Union Square, un código 3, parece que es grave…

Los dos internos asignados al servicio de asistencia médica urgente se levantaron y se dirigieron al lugar donde los esperaba la ambulancia con el motor en marcha, al pie de la rampa luminosa intermitente. Dos toques breves de sirena marcaron la salida de la unidad 02. Eran las siete menos cuarto de la mañana, Market Street estaba totalmente desierta y el vehículo circulaba a bastante velocidad.

– ¡Mierda! Y pensar que hoy va a hacer buen día…

– ¿Por qué te quejas?

– Porque estoy reventado. Voy a pasarme el día durmiendo, sin poderlo aprovechar.

– Gira a la izquierda, iremos en dirección prohibida.

La ambulancia subió por Polk Street hacia Union Square.

– Allí está.

Al llegar a la gran plaza, lo primero que vieron los dos internos fue el viejo Triumph despanzurrado sobre la boca de incendios. Frank paró la sirena.

– Pues sí, ha dado de lleno -constató Stern saltando del vehículo.

Dos policías ya estaban allí, y uno de ellos condujo a Philip hacia el escaparate roto.

– ¿Dónde está? -le preguntó el interno al policía.

– Ahí delante. Es una mujer, y es médico, al parecer de urgencias. A lo mejor la conocen.

Stern, arrodillado junto al cuerpo de Lauren pidió a gritos a su compañero que se diera prisa. Ya le había cortado con unas tijeras los vaqueros y el jersey, dejando la piel al aire. En la larga pierna izquierda, una considerable deformación aureolada por un gran hematoma indicaba una fractura. El resto del cuerpo, aparentemente, estaba libre de contusiones.

– Prepárame las placas y una perfusión. El pulso se escapa y no hay tensión, respiración a 48, herida en la cabeza, fractura cerrada en el fémur derecho con hemorragia interna. ¿La conocemos? ¿Es del hospital?

– Sí, la he visto alguna vez. Es interna en urgencias, trabaja con Fernstein. Es la única que le planta cara.

Philip no reaccionó ante esta última observación. Frank colocó las siete placas sobre el pecho de la joven, unió cada una de ellas con un cable eléctrico de diferente color al electrocardiógrafo portátil y lo conectó. La pantalla se iluminó en el acto.

– ¿Qué se ve? -le preguntó a su compañero.

– Nada bueno, se va. Tensión a 8/6, pulso a 140, labios cianóticos… Te preparo una sonda endotraqueal del 7, vamos a intubar.

El doctor Stern acababa de colocar el catéter y le tendió el frasco de suero a un policía.

Sujete esto bien, necesito las dos manos.

A continuación le pidió a su compañero que inyectara cinco miligramos de adrenalina en el tubo de la perfusion y ciento veinticinco miligramos de Solumedrol, y que preparara inmediatamente el desfibrilador. En el mismo momento, la temperatura de Lauren comenzó a bajar rápidamente, mientras que el trazado del electrocardiograma se volvía irregular. En la parte inferior de la pantalla verde, empezó a parpadear un corazoncito, acompañado al instante por un pitido corto y repetitivo, señal de aviso de la inminencia de una fibrilación cardíaca.

– ¡Vamos, preciosa, quédate con nosotros! Debe de estar inundada de sangre por dentro. ¿Cómo tiene el vientre?

– Blando. Probablemente sangra en la pierna. ¿Estás preparado para la intubación?

En menos de un minuto, Lauren estuvo intubada. Stern preguntó por las constantes; Frank le indicó que la respiración estaba estable y que la tensión había bajado a 5, No tuvo tiempo de terminar la frase; el pitido corto fue sustituido por un silbido estridente que salió del aparato.

– Ya empezamos…, está fibrilando. Mándame trescientos julios.

Philip frotó las dos placas del aparato una contra otra.

– Adelante, lo tienes a punto -gritó Frank.

– ¡Apartaos! ¡Allá voy!

El cuerpo se arqueó brutalmente por efecto de la descarga, con el vientre apuntando hacia el cielo, antes de caer de nuevo.

– No, no ha ido bien.

– Ponlo a trescientos sesenta, haremos otro intento.

– Ya está, trescientos sesenta.

– ¡Apartaos!

El cuerpo se irguió y cayó de nuevo inerte.

– Pásame otros cinco miligramos de adrenalina y vuelve a cargar a trescientos sesenta. ¡Apartaos!

Otra descarga, otro sobresalto.

– ¡Sigue fibrilando! La perdemos… Inyecta una unidad de Lidocaína en la perfusión y vuelve a cargar. ¡Apartaos!

El cuerpo se alzó.

– ¡Inyectamos quinientos miligramos de Berilium y carga a trescientos ochenta inmediatamente!

Lauren sufrió otra sacudida. Su corazón pareció responder a las drogas que se le habían inyectado y recobrar un ritmo estable, pero sólo durante unos instantes; volvió a sonar el silbido que había cesado durante unos segundos.

– ¡Parada cardíaca! -dijo Frank.

Philip empezó inmediatamente un masaje cardíaco con una obcecación poco habitual.

– No hagas el tonto -le suplicó mientras intentaba devolverla a la vida-, hoy hace buen tiempo. No nos hagas esto.

Después le ordenó a su compañero que volviera a cargar la máquina.

– Déjalo, Philip -dijo Frank, tratando de calmarlo-, es inútil.

Pero Stern se negaba a abandonar; le repitió a su compañero que cargara el desfibrilador y éste obedeció. Una vez más pidió que se apartaran. El cuerpo volvió a combarse, pero el electrocardiograma seguía siendo plano. Philip reanudó el masaje, con la frente bañada en sudor. ¿El cansancio acentuaba la desesperación del joven médico ante su impotencia. Su compañero tomó conciencia de que su actitud carecía de toda lógica. Debería haber parado varios minutos antes y certificado la hora del fallecimiento, pero no lo hacía, continuaba masajeando el corazón.

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