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Una vez en casa, Arthur se instaló tras su mesa de trabajo. Conectó el ordenador y entró en Internet. Las «autopistas informáticas» le permitían acceder instantáneamente a cientos de bases de datos sobre el tema que lo ocupaba. Había formulado una petición en un buscador tecleando simplemente la palabra «coma» en la casilla correspondiente, y la red le había propuesto varias direcciones de sites que contenían publicaciones, testimonios, ensayos y conversaciones sobre el tema. Lauren se situó junto a la mesa.

En primer lugar se conectaron al servidor del Memorial Hospital, sección de Neuropatología y Traumatología Cerebral. Una reciente publicación del profesor Silverstone sobre los traumatismos craneales les permitió acceder a la clasificación de los diferentes tipos de coma según la escala de Glasgow: mediante tres números se indicaba la reactividad a los estímulos visuales, auditivos y sensitivos. Lauren entraba en la categoría 1.1.2, que correspondía a un coma en fase 4. Un servidor los envió a otra biblioteca de datos donde aparecían campos de análisis estadísticos sobre las evoluciones de los pacientes en cada familia de coma. Nadie había regresado jamás de un viaje en «cuarta»…

Infinidad de diagramas, cortes axonométricos, dibujos, informes de síntesis y fuentes bibliográficas fueron cargados en el ordenador de Arthur y luego impresos. En total, casi setecientas páginas de información clasificada, seleccionada y relacionada por centros de interés.

Arthur encargó una pizza y dos cervezas y dijo que lo único que había que hacer era leer. Lauren le preguntó de nuevo por qué hacía todo aquello.

– Porque se lo debo a alguien que en muy poco tiempo me ha enseñado muchas cosas, y especialmente una: el sabor de la felicidad. Todos los sueños tienen un precio.

Inmediatamente reanudó la lectura, anotando lo que no entendía, es decir, casi todo. A medida que avanzaban, Lauren le explicaba los términos y razonamientos médicos.

Arthur puso una gran hoja de papel sobre la mesa de trabajo y empezó a redactar los resúmenes de las notas que había tomado. Clasificaba la información por grupos y relacionaba éstos entre sí. De este modo se formó poco a poco un gigantesco diagrama, que continuó en una segunda hoja donde los razonamientos se mezclaban con conclusiones.

Dedicaron dos días y dos noches a intentar comprender, a buscar la clave del enigma que tenían ante sí.

Dos días y dos noches para llegar a la conclusión de que el coma seguía y seguiría siendo, durante bastantes años, una zona muy oscura en la que el cuerpo vive divorciado del espíritu que lo anima y le da un alma. Exhausto, con los ojos enrojecidos, Arthur se durmió en el suelo; Lauren, sentada tras la mesa de trabajo, miraba el diagrama recorriendo las flechas con la yema del índice y observando, no sin sorpresa, que la hoja se ondulaba bajo el dedo.

Se agachó junto a Arthur, frotó la palma de la mano contra la moqueta y después se la pasó por el antebrazo, cuyo vello se erizó. Entonces esbozó una sonrisa, le acarició el pelo y se tumbó a su lado, pensativa.

Arthur se despertó siete horas más tarde. Lauren seguía sentada tras la mesa de trabajo.

Se restregó los ojos y le dedicó un sonrisa, que ella le devolvió al instante.

– Hubieras estado mejor en la cama, pero dormías tan a gusto que no me atreví a despertarte.

– ¿Llevo mucho tiempo durmiendo?

– Varias horas, pero no las suficientes para recuperar el sueño atrasado.

Arthur quería tomarse un café y ponerse de nuevo manos a la obra, pero ella frenó su impulso. Su dedicación la conmovía enormemente, pero no valía la pena. El no era médico y ella era una simple interna, así que no iban a resolver entre los dos la problemática del coma.

– ¿Qué propones?

– Que te tomes un café como has dicho, que te des una buena ducha y que vayamos a pasear. No puedes vivir al margen del mundo, recluido en casa con la excusa de que albergas a un fantasma.

Arthur se tomaría el café, y después ya verían. Y quería que Lauren se olvidara de lo de «fantasma»; tenía aspecto de todo menos de fantasma. Ella le preguntó qué quería decir con «todo», pero él se negó a responder.

– Si digo cosas bonitas, después me lo echarás en cara.

Lauren arqueó las cejas con gesto inquisitivo, preguntando qué era eso de «cosas bonitas». Él insistió en que olvidara lo que acababa de decir, pero, tal como temía, fue inútil. Lauren se plantó frente a él, con los brazos en jarras:

– ¿Qué es eso de «cosas bonitas»?

– Olvida lo que acabo de decir, Lauren. No eres una aparición, eso es todo.

– ¿Qué soy, entonces?

– Una mujer, una mujer muy guapa. Y ahora voy a darme una ducha.

Salió de la estancia sin volverse. Lauren acarició de nuevo la moqueta, encantada. Media hora más tarde, Arthur salió del cuarto de baño con vaqueros y un grueso jersey de cachemira, y manifestó su deseo de ir a devorar un buen trozo de carne. Ella le indicó que todavía eran las diez de la mañana, pero él replicó de inmediato que en Nueva York era la hora de ir a comer, y en Sidney, la de ir a cenar.

– Sí, pero no estamos ni en Nueva York ni en Sidney. Estamos en San Francisco.

– Eso no cambiará en absoluto el sabor de la carne que voy a comerme.

Ella quería que volviese a su auténtica vida y se lo dijo. Afortunadamente tenía una y debía aprovecharla, no abandonarlo todo por las buenas. Él le pidió que no dramatizara; después de todo, sólo se había tomado unos días. Sin embargo, en opinión de ella estaba metiéndose en un juego peligroso y sin salida.

– ¡Es increíble oír eso de boca de un médico! -explotó él-. Yo creía que la fatalidad no existe, que mientras hay vida hay esperanza, que todo es posible. ¿Por qué soy yo quien lo cree y no tú?

Lauren le respondió que precisamente porque ella era médico, porque reivindicaba ser lúcida, porque estaba convencida de que perdían el tiempo, el tiempo de Arthur, para hablar con propiedad.

– No debes aferrarte a mí. No tengo nada que ofrecerte, nada que darte, ni siquiera puedo prepararte un café, Arthur…

– ¡Mierda! Si no puedes prepararme un café, entonces sí que no hay futuro posible. Lauren, yo no me aferro a ti; de hecho, ni a ti ni a nadie. Yo no pedí encontrarte en el armario, simplemente estabas allí; así es la vida. Nadie te oye, nadie te ve ni se comunica contigo.

Tenía razón, prosiguió, al decir que ocuparse de su problema era arriesgado para los dos; para ella, por las falsas esperanzas que eso podía alimentar, y para él, «por el tiempo que tendré que dedicar y el caos que introducirá en mi vida, pero así es la vida». No tenía alternativa. Ella estaba allí, a su alrededor, en su apartamento, «que es también tu apartamento», se hallaba en una situación delicada y él la cuidaba, «que es lo que se hace en un mundo civilizado, aunque ello comporte riesgos». En su opinión, darle un dólar a un vagabundo al salir del supermercado era algo fácil, que no tenía mérito.

– Cuando se da de lo poco que se tiene es cuando se da de verdad.

Ella no sabía gran cosa de él, pero Arthur se consideraba un hombre exigente y estaba decidido a llegar hasta el final a toda costa.

Le pidió que respetara su derecho a ayudarla, arguyendo para convencerla que lo único que le quedaba de la vida auténtica era aceptar recibir. Si pensaba que no había reflexionado antes de meterse de lleno en aquella historia, estaba en lo cierto. No había reflexionado en absoluto.

– Porque mientras se calcula, mientras se analizan los pros y los contras, la vida pasa y no ocurre nada. No sé cómo, pero te sacaremos de ahí. Si hubieras tenido que morir, ya estarías muerta; yo estoy aquí precisamente para echarte una mano.

Arthur finalizó pidiéndole que aceptara su ayuda, si no por ella, al menos por todos aquellos a los que curaría pasados unos años.

– Podrías haber sido abogado.

– Debería haber sido médico.

– ¿Por qué no lo has sido?

– Porque mi madre murió demasiado pronto.

– ¿Cuántos años tenías?

– Muy pocos, y no me apetece hablar de ese asunto.

– ¿Por qué no quieres hablar de eso?

Arthur le recordó que era interna, no psicoanalista. No quería hablar de eso porque le resultaba doloroso y le ponía triste.

– El pasado es el que es, no tiene vuelta de hoja.

Dirigía un estudio de arquitectura y se sentía satisfecho.

– Me gusta lo que hago y me gustan las personas con las que trabajo.

– ¿Es tu jardín secreto?

– No. Un jardín no tiene nada de secreto; un jardín es todo lo contrario, es un don. No insistas, es algo que me pertenece.

Había perdido a su madre de muy joven, y a su padre todavía antes. Le habían dado lo mejor de sí mismos durante el tiempo que habían podido. Su vida era así; aquello había tenido sus ventajas y sus inconvenientes.

– Sigo teniendo mucha hambre, aunque no estemos en Sidney, así que voy a prepararme unos huevos con beicon.

– ¿ Quién te crió después de que murieran tus padres?

– No eres terca, ¿verdad?

– No, en absoluto.

– Todo eso no tiene ningún interés ni viene ahora a cuento.

– A mí sí que me interesa.

– ¿Qué es lo que te interesa?

– Lo que ocurrió en tu vida para que seas capaz de esto.

– ¿Capaz de qué?

– De plantarlo todo para ocuparte de la sombra de una mujer que no conoces. Y ni siquiera es por sexo…, así que me intriga.

– No vas a psicoanalizarme porque ni tengo ganas ni lo necesito. No hay ninguna zona oscura, ¿entendido? Hay un pasado de lo más concreto y definitivo por la sencilla razón de que ha pasado.

– ¿Así que no tengo derecho a conocerte?

– Sí, claro que tienes derecho, pero lo que quieres conocer es mi pasado, no a mí.

– ¿Tan difícil es de entender?

– No, pero es algo íntimo, no es locamente divertido, es largo y no es el tema que nos ocupa.

– No se nos va a escapar ningún tren. Acabamos de empalmar dos días y dos noches estudiando el coma, así que creo que podemos tomarnos un descanso.

– ¡Deberías haber sido abogado!

– ¡Sí, pero soy médico! Contéstame.

Arthur puso como excusa el trabajo. No tenía tiempo para contestarle. Se comió los huevos sin decir palabra, dejó el plato en el fregadero y se sentó de nuevo tras la mesa de trabajo. Se volvió hacia Lauren, que estaba sentada en el sofá.

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