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– Pon medio miligramo más de adrenalina y sube a cuatrocientos.

– Philip, para ya. Esto no tiene sentido, está muerta. No sabes lo que haces.

– ¡Cierra el pico y haz lo que te digo!

El policía posó en el interno arrodillado junto a Lauren una mirada inquisitiva a la que éste no prestó atención alguna. Frank se encogió de hombros y, tras inyectar otra dosis en el tubo de la perfusión, volvió a cargar el desfibrilador y anunció el umbral de los cuatrocientos miliamperios. Stern envió la descarga, sin siquiera pedir que se apartaran. Sacudido por la intensidad de la corriente, el tórax se alzó del suelo bruscamente. La línea permaneció plana. El interno no la miró, lo sabía incluso antes de aplicar esta última descarga. Golpeó con un puño el pecho de Lauren.

– ¡Mierda! ¡Mierda!

Frank lo agarró de los hombros con fuerza.

– ¡Para, Philip, estás perdiendo los papeles, cálmate! Certifica el fallecimiento y nos vamos. Ya no puedes más, tienes que irte a descansar.

Philip estaba sudando y tenía la mirada perdida. Frank levantó la voz y sujetó la cabeza de su amigo entre sus manos, obligándole a mirarlo a los ojos.

Le ordenó que se calmara y, en vista de que no reaccionaba, le dio un bofetón. El joven médico acusó el golpe.

– Vamos, amigo, tranquilízate -insistió su compañero, en un tono de voz ya deliberadamente apaciguador.

Luego, fatigado, lo soltó y apartó la mirada, también perdida. Los policías contemplaban estupefactos a los dos médicos. Frank caminaba dando vueltas sobre sí mismo, totalmente desconcertado a juzgar por las apariencias. Philip, arrodillado, levantó lentamente la cabeza, abrió la boca y dijo en voz baja:

– Hora de la muerte, siete y diez. Llévensela -añadió dirigiéndose al policía que seguía sosteniendo el frasco de la perfusión, expectante-, se acabó, no podemos hacer nada más por ella. -Se levantó, le pasó a su compañero un brazo por los hombros y lo condujo hacia la ambulancia-. Ven, nos vamos.

Los dos agentes los siguieron con la mirada mientras subían al vehículo.

– ¡No parecía que lo tuvieran muy claro los matasanos esos! -comentó uno de ellos.

El otro policía miró a su colega.

– ¿Te has encontrado ya en algún caso en el que se hayan cargado a uno de los nuestros?

– No.

– Pues entonces no puedes comprender lo que acaban de vivir. Ven, ayúdame. Vamos a ponerla con cuidado sobre la camilla para meterla en la furgoneta.

La ambulancia ya había doblado la esquina. Los dos agentes levantaron el cuerpo inerte de Lauren, lo depositaron sobre la camilla y lo cubrieron con una manta. En vista de que el espectáculo había acabado, los escasos curiosos que quedaban se fueron. En el interior de la ambulancia, los dos médicos habían permanecido callados hasta que Frank se decidió a romper el silencio.

– ¿Qué te ha pasado, Philip?

– No tiene ni treinta años, es médico, es guapa…

– ¡Sí, pero no se trata de eso! ¿Cambia las cosas el hecho de que sea guapa y médico? Hubiera podido ser fea y trabajar en un supermercado. Es el destino, tú no puedes hacer nada para evitarlo, le había llegado la hora. Ahora volveremos, irás a acostarte e intentarás olvidar todo esto.

Dos manzanas detrás de ellos, el coche de policía se disponía a pasar por un cruce cuando un taxi se saltó el semáforo en ámbar. El policía, furioso, frenó bruscamente y conectó unos instantes la sirena; el chofer de Limo Service se detuvo y pidió excusas sin andarse con rodeos. El cuerpo de Lauren había caído de la camilla. Los dos hombres pasaron a la parte trasera. El más joven asió a Lauren por los tobillos y el mayor por los brazos. Este último se quedó petrificado al mirar el pecho de la joven.

– ¡Respira!

– ¿Qué?

– ¡Que respira! Ponte al volante ahora mismo y vamos al hospital.

– ¿Te das cuenta? Ya decía yo que esos matasanos no se aclaraban.

– Calla y date prisa. No entiendo nada, pero esos dos van a oír hablar de mí.

La furgoneta de la policía adelantó como una exhalación a la ambulancia, ante la mirada atónita de los dos internos. Eran «sus polis». Philip quería que su compañero conectara la sirena y los siguiera, pero éste se opuso. Estaba agotado.

– ¿Por qué iban tan deprisa?

– No tengo ni idea -respondió Frank-. Además, puede que no fueran ellos. Todos se parecen.

Diez minutos más tarde aparcaban al lado de la furgoneta de la policía, cuyas puertas se habían quedado abiertas.

Philip bajó de la ambulancia y entró en urgencias. Se encaminó hacia admisión a un paso cada vez más precipitado.

– ¿En qué sala está? -preguntó a la recepcionista sin saludarla.

– ¿Quién, doctor Stern? -intervino la enfermera de guardia.

– La chica que acaban de traer.

– En el quirófano 3. La atiende Fernstein. Parece ser que es de su equipo.

El policía de más edad se acercó a él por la espalda y le tocó un hombro.

– Se puede saber qué tienen ustedes en la cabeza?

– ¿Perdón?

Hacía bien en pedir perdón, pero eso no bastaba. ¿Cómo había podido certificar el fallecimiento de una chica que aún respiraba cuando iba en su furgoneta?

– ¡Si no llega a ser por mí, la habrían metido viva en la nevera!

Sí, desde luego, iba a oír hablar de él. El doctor Fernstein salió del quirófano en ese momento y, fingiendo no prestar ninguna atención al agente de policía, se dirigió directamente al joven médico.

– Stern, ¿cuántas dosis de adrenalina le ha inyectado?

– Cuatro veces cinco miligramos -respondió el interno.

El profesor lo reprendió de inmediato, recordándole que ese modo de actuar indicaba obcecación terapéutica; después, dirigiéndose al oficial de policía, afirmó que Lauren estaba muerta mucho antes de que el doctor Stern certificara la hora de su fallecimiento.

Añadió que el error del equipo médico probablemente había sido empeñarse en hacer funcionar el corazón de aquella paciente con cargo a los asegurados.

Para zanjar todo posible debate, explicó que el líquido inyectado se había acumulado alrededor del pericardio.

Y cuando usted ha frenado bruscamente ha pasado al corazón, que ha tenido una reacción puramente química y se ha puesto en marcha.

Desgraciadamente, aquello no cambiaba en absoluto la muerte cerebral de la víctima. En lo referente al corazón, cuando el líquido se disolviera, se detendría.

– En el caso de que no lo haya hecho ya -añadió.

Fernstein invitó al policía a pedir excusas al doctor Stern por su nerviosismo, totalmente fuera de lugar, y rogó a este último que pasara a verlo antes de marcharse. El agente se volvió hacia Philip.

– Veo que en la policía no tenemos el monopolio del corporativismo -masculló-. No le deseo que pase un buen día.

Acto seguido, giró sobre sus talones y abandonó el recinto del hospital.

A pesar de que los dos batientes se cerraron tras él, se oyó el ruido de las puertas de la furgoneta al ser cerradas con violencia.

Stern se quedó con los brazos apoyados en el mostrador, mirando a la enfermera de guardia con el entrecejo fruncido.

– Pero ¿qué es todo ese rollo que ha contado?

La mujer se encogió de hombros y le recordó que Fernstein lo esperaba.

Philip llamó a la puerta del jefe de Lauren. El mandarín lo invitó a entrar. De pie, detrás de la mesa, dándole la espalda y mirando por la ventana, esperaba ostensiblemente que Stern hablase primero, cosa que hizo. Le confesó que no entendía lo que le había dicho al policía. Fernstein lo interrumpió con sequedad.

– Escúcheme bien, Stern. Lo que le he dicho a ese oficial es la explicación más sencilla para que no haga un informe sobre usted y destroce su carrera. Su comportamiento es inadmisible para alguien con su experiencia. Hay que saber aceptar la muerte cuando se nos impone. Nosotros no somos dioses ni responsables del destino. Esa chica estaba muerta cuando llegaron, y su obstinación habría podido costarle cara.

– Pero ¿cómo explica que haya empezado a respirar de nuevo?

– Ni lo explico ni tengo por qué hacerlo. No lo sabemos todo. Está muerta, doctor Stern. Que eso no le guste es una cosa, pero lo cierto es que se ha ido. Me importa un bledo que los pulmones se muevan y que el corazón palpite por su cuenta. Su electroencefalograma es plano. Su muerte cerebral es irreversible. Esperaremos a que el resto siga el mismo camino y la bajaremos al depósito. Punto final.

– Pero… ¡no puede hacer eso! ¡No puede hacerlo teniendo tantas evidencias!

Fernstein expresó su irritación con un gesto de la cabeza y alzando la voz. No tenía por qué recibir lecciones. ¿Sabía Stern el coste de un día de reanimación? ¿Creía que el hospital iba a ocupar una cama para mantener artificialmente con vida a un «vegetal»? Lo invitó vivamente a madurar un poco. Se negaba a que una familia tuviera que pasar semanas enteras junto a la cabecera de un ser inerte y sin inteligencia, mantenido con vida gracias a las máquinas. Se negaba a ser responsable de ese tipo de decisiones, simplemente para satisfacer el ego de un médico.

Le ordenó a Stern que desapareciese de su vista y que fuera a darse una ducha. El joven interno siguió plantado frente al profesor, defendiendo con ardor su postura. Cuando había certificado la muerte, su paciente estaba en parada cardiorrespiratoria desde hacía diez minutos. Su corazón y sus pulmones habían dejado de vivir. Sí, se había obcecado porque por primera vez desde que era médico había notado que alguien, aquella mujer, no quería morir.

Le describió cómo, tras sus ojos abiertos, la había sentido luchar, negarse a irse.

Entonces había luchado junto a ella saltándose las normas, y diez minutos más tarde, en contra de toda lógica, en contra de todo lo que le habían enseñado, su corazón había comenzado a palpitar de nuevo, sus pulmones a inspirar y a espirar aire, un soplo de vida.

– Tiene razón -prosiguió-, somos médicos y no lo sabemos todo. Esa mujer también es médico.

Le suplicó a Fernstein que le diera una posibilidad. Se habían visto comas de más de seis meses que volvían a la vida sin que nadie entendiera por qué. Lo que ella había hecho no lo había hecho nunca nadie, así que daba igual lo que costara.

– No deje que se vaya, no quiere. Es lo que nos está diciendo.

El profesor esperó unos instantes antes de responder.

– Doctor Stern, Lauren era alumna mía. Tenía un carácter endemoniado, pero también un gran talento. Yo la apreciaba mucho y tenía puestas muchas esperanzas en su carrera, como también las tengo puestas en la de usted. Esta conversación ha terminado.

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