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– Cuando llegó a la adolescencia, acepté sus enfados injustos, compartí sus primeros sufrimientos amorosos, la ayudé por la noche en sus estudios, revisé todos sus exámenes. Supe desaparecer cuando debía hacerlo, y no puede usted imaginar lo que la echaba de menos ya en vida… Desde que nació, todos los días me he acostado y me he despertado pensando en ella…

Las lágrimas reprimidas no la dejaron seguir. Arthur le rodeó los hombros y se disculpó.

– No puedo más -dijo ella en voz baja-. Perdone. Y ahora váyase, no debería haber hablado con usted.

Arthur se disculpó de nuevo, le acarició la cabeza a la perra y se alejó lentamente. Subió al coche y, mientras se alejaba, vio por el retrovisor a la madre de Lauren que lo miraba. Cuando entró en casa, Lauren estaba de pie sobre una mesa baja, haciendo equilibrios.

– ¿Qué haces?

– Me entreno.

– Ya lo veo.

– ¿Cómo ha ido?

Arthur le hizo un relato detallado del encuentro, decepcionado por no haber conseguido que su madre cambiara la decisión que había tomado.

– Tenías pocas posibilidades. Nunca cambia de opinión, es más terca que una mula.

– No seas dura, está sufriendo lo indecible.

– Habrías sido un yerno perfecto.

– ¿Cuál es el significado profundo de ese comentario?

– Ninguno. Simplemente, eres el tipo que las suegras adoran.

– Tu observación me parece mediocre, y no creo que ésa sea la cuestión.

– ¡Eso soy yo quien debe decirlo! Te quedarías viudo antes de casarte.

– ¿Qué pretendes decirme?

– Nada, no pretendo decirte nada. Bueno, me voy a contemplar el mar mientras todavía pueda hacerlo.

Lauren desapareció súbitamente, dejando a Arthur solo y perplejo en el apartamento.

– Pero ¿qué le pasa? -se preguntó en voz baja.

Después se sentó tras la mesa de trabajo, conectó el ordenador y empezó a escribir. Había tomado la decisión en el coche, cuando volvía de La Marina. No tenía alternativa, y había que actuar deprisa. El lunes, los médicos «dormirían» a Lauren. Hizo una lista de los accesorios que necesitaba para llevar a la práctica su plan. Imprimió el archivo y descolgó el teléfono para llamar a Paul.

– Necesito verte urgentemente.

– ¡ Ah, ya has vuelto de Knewawa!

– Es urgente, Paul, necesito tu ayuda.

– ¿Dónde quieres que nos veamos?

– Donde tú quieras.

– Ven a mi casa.

Paul lo recibió media hora más tarde. Se acomodaron en los sofás del salón.

– ¿Qué te pasa?

– Necesito que me hagas un favor sin preguntar nada. Quiero que me ayudes a secuestrar un cuerpo de un hospital.

– ¿Estamos en una novela negra? ¿Después del fantasma vamos a ocuparnos de un cadáver? Como sigas así te daré el mío, estará disponible.

– No es un cadáver.

– Entonces, ¿qué es? ¿Un enfermo en plena forma?

– Hablo en serio, Paul, y tengo mucha prisa.

– ¿No debo hacerte preguntas?

– Te resultaría difícil comprender las respuestas.

– ¿Porque soy demasiado tonto?

– Porque nadie puede creer lo que está pasándome.

– Inténtalo.

– Tienes que ayudarme a secuestrar el cuerpo de una mujer que está en coma y a la que van a practicarle la eutanasia el lunes. Y yo no quiero que lo hagan.

– ¿Te has enamorado de una mujer que está en coma? ¿Es la de tu historia del fantasma?

Arthur contestó con un vago «hummm…». Paul inspiró profundamente y se echó hacia atrás en el sofá.

– Esto exigirá una sesión de dos mil dólares en el psiquiatra. ¿Lo has pensado bien? ¿Estás decidido?

– Lo haré contigo o sin ti, pero lo haré.

– Compruebo que tienes debilidad por las historias sencillas.

– No tienes ninguna obligación de ayudarme, ya lo sabes.

– No, claro, ya lo sé. Te presentas aquí después de dos semanas de no tener noticias tuyas, estás irreconocible, me pides que me arriesgue a pasarme diez años en la cárcel por ayudarte a secuestrar un cuerpo de un hospital, y yo voy a rezar para metamorfosearme en dalai-lama, es mi única posibilidad. ¿Qué necesitas?

Arthur expuso su plan y los accesorios que Paul tendría que facilitarle, básicamente una ambulancia que sacaría del garaje de su padrastro.

– ¡Ah, y encima tengo que pringar al marido de mi madre! Me alegro de conocerte, amigo. De no ser por ti, me habría perdido todo esto.

– Sé que te pido mucho.

– No, no lo sabes. ¿Para cuándo la necesitas?

Necesitaba la ambulancia para el día siguiente por la noche. Actuarían hacia las once. Paul iría a buscarlo a su casa media hora antes. El lo llamaría por la mañana, temprano, para concretar todos los detalles. Estrechó con fuerza a su amigo entre sus brazos, dándole calurosamente las gracias. Paul, preocupado, lo acompañó hasta el coche.

– Gracias otra vez -dijo Arthur, sacando la cabeza por la ventanilla.

– Los amigos están para eso. A lo mejor yo te necesito a ti a fin de mes para ir a la montaña a cortarle las uñas a un oso gris. Te mantendré al corriente. Venga, lárgate, me da la impresión de que todavía tienes muchas cosas que hacer.

El coche desapareció pasado el cruce y Paul, dirigiéndose a Dios, alzó los brazos al cielo gritando:

– ¿Por qué yo?

Contempló las estrellas en silencio unos instantes y, como no parecía que fuese a recibir ninguna respuesta, se encogió de hombros y masculló:

– ¡Sí, ya sé! ¿Y por qué no?

Arthur se pasó el resto del día recorriendo farmacias y dispensarios y llenando el portamaletas del coche. De vuelta en casa, encontró a Lauren dormida en su cama. Se sentó junto a ella con mucho cuidado y le pasó la mano por encima mismo del pelo, sin tocarlo.

– Ahora consigues dormir -murmuró-. Eres guapísima.

Se levantó con el mismo cuidado y regresó al salón, a la mesa de trabajo. En cuanto hubo salido del dormitorio, Lauren abrió un ojo y sonrió maliciosamente. Arthur tomó los formularios administrativos que había impreso el día antes y comenzó a rellenarlos. Dejó algunas casillas vacías y los guardó en una carpeta. Se puso la cazadora, subió al automóvil y condujo en dirección al hospital. Dejó el vehículo en el aparcamiento de urgencias, con la puerta abierta, y entró en el recinto. Una cámara filmaba el pasillo, pero él no se dio cuenta. Recorrió el pasillo hasta llegar a una gran estancia que se utilizaba como comedor.

– ¿Qué hace usted aquí? -le preguntó una enfermera desde lejos.

Iba a darle una sorpresa a una vieja amiga que trabajaba allí, quizás ella la conocía, se llamaba Lauren Kline. La enfermera se quedó unos instantes perpleja.

– ¿Hace mucho que no la ha visto?

– Más de medio año.

Le explicó que era reportero fotográfico, que acababa de llegar de África y que quería saludarla.

– Somos muy amigos. ¿Ya no trabaja aquí?

La enfermera eludió la pregunta y le indicó que fuera a recepción, donde le informarían; lo sentía muchísimo, pero allí no iba a encontrarla. Arthur fingió inquietud y preguntó si pasaba algo. Ella, con manifiesta incomodidad, insistió en que se dirigiera a la recepción del hospital.

– ¿Tengo que salir del edificio?

– En principio sí, pero tendrá que dar mucha vuelta…

Le indicó cómo podía llegar a recepción por el interior. Él se despidió y le dio las gracias, sin abandonar la expresión preocupada que había adoptado. Una vez libre de la presencia de la enfermera, fue de un pasillo a otro hasta encontrar el que buscaba. En un cuarto que tenía la puerta entornada, vio dos batas blancas. Entró, las descolgó del perchero y se las escondió debajo del abrigo. Notó que en el bolsillo de una de ellas había un estetoscopio. Una vez en el pasillo siguió las indicaciones que le había dado la enfermera y salió del hospital. Rodeó el edificio, llegó hasta su coche, en el aparcamiento de urgencias, y regresó a casa. Lauren, sentada delante del ordenador, exclamó antes incluso de que entrara en la habitación:

– ¡Estás loco de atar!

Él se acercó a la mesa y dejó encima las dos batas, sin pronunciar palabra.

– Estás como una cabra. ¿ La ambulancia está en el garaje?

– Paul vendrá a buscarme con ella mañana a las diez y media de la noche.

– ¿De dónde las has sacado?

– ¡De tu hospital!

– Pero ¿cómo te las arreglas para hacer todo esto? ¿Quién puede detenerte cuando has decidido hacer algo? Enséñame las tarjetas que llevan las batas.

Arthur se puso la más grande y se volvió, imitando los cestos de un modelo desfilando por una pasarela.

– ¿Qué? ¿Cómo me ves?

– ¡Te has llevado la bata de Bronswick!

– ¿Quién es ése?

– Un eminente cardiólogo. El ambiente va a estar cargadito en el hospital; ya estoy viendo el montón de notas de servicio que van a colgar. Al jefe de seguridad se le va a caer el pelo. Es el médico más cascarrabias y pagado de sí mismo de todo el Memorial.

– ¿Qué probabilidad hay de que alguien me identifique?

Lauren lo tranquilizó.

La probabilidad era mínima; haría falta un golpe de mala suerte. Había dos cambios de equipo, el del fin de semana y el de la noche. No corría ningún peligro de cruzarse con un miembro de su equipo. El domingo por la noche era otro hospital, con otras personas y un ambiente distinto.

– Y mira, tengo hasta un estetoscopio.

– Póntelo alrededor del cuello.

Él obedeció.

– Estás muy sexy vestido de doctor, ¿sabes? -dijo Lauren con una voz muy dulce y femenina.

Arthur se sonrojó un poco. Ella le asió una mano y le acarició los dedos. Luego levantó los ojos hacia él y dijo con la misma ternura:

– Gracias por todo lo que estás haciendo por mí. Nadie me ha cuidado nunca tanto.

– ¡Claro! ¡Por eso ha venido el Zorro!

Lauren se levantó y acercó el rostro al de Arthur. Se miraron a los ojos. Él la tomó entre sus brazos, y ella apoyó su cabeza en su hombro.

– Hay muchas cosas por hacer -le dijo-. Tengo que ponerme a trabajar.

Se apartó para sentarse a la mesa de trabajo. Ella posó sobre él una mirada atenta y se retiró silenciosamente al dormitorio, dejando la puerta abierta. Arthur estuvo trabajando hasta muy entrada la noche, tecleando frente a la pantalla y muy concentrado en sus notas, sin parar más que para comer un poco de ensalada. Oyó que el televisor se ponía en marcha.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó en voz alta.

Ella no respondió. Arthur cruzó el salón y se asomó por la ranura de la puerta. Lauren estaba en la cama, tendida boca abajo. Desvió la mirada de la pantalla y le sonrió con expresión maliciosa. Él le devolvió la sonrisa y regresó al teclado. Cuando estuvo seguro de que se había metido en la película, se levantó y se dirigió al secreter. Sacó una caja, la dejó sobre la mesa y se pasó un buen rato contemplándola antes de abrirla. Era cuadrada, del tamaño de una caja de zapatos y estaba forrada con una tela desgastada por el paso de los años. Contuvo la respiración y levantó la tapa; contenía un montón de cartas atadas con un cordel de cáñamo. Tomó un sobre mucho más grande que los demás y lo abrió. Una carta cerrada y un manojo de llaves viejas, grandes y pesadas, cayeron del interior. Retuvo todo unos instantes entre las manos, sonriendo en silencio, y luego se metió la carta y las llaves en un bolsillo de la chaqueta. A continuación guardó la caja en su sitio y, tras volver a la mesa, imprimió el plan de acción. Por último, apagó el ordenador y se fue al dormitorio. Lauren estaba sentada a los pies de la cama, viendo una serie norteamericana. Llevaba el pelo suelto; parecía tranquila, serena.

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