Hasta que un día, jugándose el todo por el todo, Coco -todos lo conocían por este apodo- le practicó una operación «imposible». La mañana que precedía a la cena en casa de los padres de Arthur, solo en la habitación con la niña, le había quitado a ésta los vendajes.
– Empezarás a ver algo antes de que haya terminado de quitarte las vendas. ¡Prepárate!
– ¿Qué veré? -preguntó ella.
– Ya te lo he explicado, verás luz.
– Pero ¿qué es la luz?
– Vida. Espera un momento…
Y, tal como le había prometido, unos segundos después la luz del día entró en sus ojos. Fluyó a través de las pupilas, más rápida que las aguas de un río liberado de una presa que acabara de ceder, cruzó a toda velocidad los dos cristalinos y depositó en el fondo de cada ojo los miles de millones de datos que transportaba. Las células de sus dos retinas, estimuladas por primera vez desde el nacimiento de la criatura, provocaron una reacción química de una complejidad maravillosa para codificar las imágenes que se grababan en ellas. Los códigos fueron transmitidos instantáneamente a los dos nervios ópticos, que despertaban de un largo sueño y se apresuraban a encaminar aquel elevado caudal de datos hacia el cerebro. En unas milésimas de segundo, este último descodificó todos los datos recibidos y los transformó en imágenes animadas, dejando a la conciencia la tarea de asociarlas e interpretarlas. El procesador gráfico más antiguo, complejo y diminuto del mundo acababa de ser súbitamente unido a una óptica y se ponía en acción.
La niña, tan impaciente como asustada, asió la mano de Coco y le dijo:
– Espera, tengo miedo.
Él hizo una pausa, la tomó entre sus brazos y volvió a contarle lo que sucedería cuando acabara de quitarle las vendas. Recibiría cientos de datos nuevos que tendría que absorber, comprender y comparar con todo lo que su imaginación había creado. A continuación, Coco siguió desenrollando las vendas.
Al abrir los ojos, lo primero que la niña miró fueron sus manos; las movió como si fueran marionetas. Después inclinó la cabeza, sonrió, se echó a reír y a llorar a un tiempo sin poder apartar la mirada de los diez dedos, como para escapar a todo lo que la rodeaba y se tornaba real, probablemente porque estaba aterrorizada. Luego posó la mirada sobre su muñeca, esa forma de trapo que la había acompañado en sus noches y sus días absolutamente negros.
Su madre entró por el otro extremo de la habitación sin decir palabra. La niña levantó la cabeza y la miró fijamente durante unos segundos. ¡No la había visto nunca! Sin embargo, cuando aquella mujer todavía se encontraba a unos metros de ella, la expresión de la niña cambió. En una fracción de segundo, aquel rostro volvió a ser el de una niña muy pequeña que abrió los brazos y, sin vacilación alguna, llamó mamá a aquella «desconocida».
– Cuando Coco hubo terminado de contar esta historia, comprendí que desde entonces poseía una fuerza inmensa en su vida, podía decir que había hecho algo importante. Piensa simplemente que lo que hago por ti es en memoria de Coco Miller. Y ahora, si te has tranquilizado, debes dejarme pensar.
Lauren se limitó a murmurar algo en voz inaudible. Arthur se sentó en el sofá y se puso a mordisquear un lápiz que había tomado de la mesa de centro. Permaneció así largos minutos; luego se levantó de un salto, fue a sentarse a la mesa de trabajo y empezó a escribir en una hoja de papel. Necesitó casi una hora, durante la cual Lauren lo miraba como el gato que escruta atentamente una mariposa o una mosca. Inclinaba la cabeza con expresión intrigada cada vez que él se ponía a escribir o se detenía, mordisqueando de nuevo el lápiz. Cuando hubo acabado, se dirigió a ella muy serio.
– ¿Qué tratamientos aplican a tu cuerpo en el hospital?
– ¿Quieres decir además de asearlo?
– Me refiero sobre todo a los cuidados médicos.
Lauren le explicó que la alimentaban mediante perfusión, puesto que no había otro modo posible. Inyectaban tres veces a la semana unos antibióticos por razones preventivas. Describió los masajes que le practicaban en las caderas, los codos, las rodillas y los hombros para que no se le formaran escaras. Los demás cuidados consistían en controlar sus constantes vitales y su temperatura. No estaba conectada a un respirador artificial.
– Soy autónoma, ése es el problema para ellos; si no lo fuera, no tendrían más que desenchufar. Eso es más o menos todo.
– Entonces, ¿por qué dicen que es tan caro?
– Por la cama.
Lauren le explicó por qué en un servicio hospitalario las plazas costaban una fortuna. No se hacía ninguna distinción entre las diferentes clases de cuidados que se aplicaba a los pacientes. Se limitaban a dividir el coste de funcionamiento de cada servicio por el número de camas que tenía y el de días al año que estaban ocupadas; de esta forma se obtenía el coste diario de hospitalización por servicio: neurología, reanimación, ortopedia…
– Tal vez resolvamos nuestro problema y los suyos a la vez -dijo Arthur.
– ¿Qué piensas hacer?
– ¿Te has ocupado alguna vez de pacientes en tu estado?
Lo había hecho con pacientes ingresados en urgencias, pero durante períodos muy cortos, nunca durante hospitalizaciones largas.
– ¿Y si hubieras tenido que hacerlo?
Ella suponía que no le hubiera planteado ninguna dificultad; era casi un trabajo de enfermero, salvo cuando surgía alguna complicación repentina.
– Entonces, ¿sabrías hacerlo?
Lauren no entendía adónde quería ir a parar.
– Lo de la perfusión, ¿es muy complicado? -insistió Arthur.
– ¿En qué sentido?
– Complicado de conseguir. ¿Se puede encontrar en la farmacia?
– En la del hospital, sí.
– ¿En una farmacia pública no?
Lauren se quedó pensando unos segundos y asintió; se podía elaborar la perfusión comprando glucosa, anticoagulantes y suero fisiológico y mezclándolos. Por lo tanto, era posible. Además, a las personas que recibían este tratamiento en su domicilio se la preparaba una enfermera, que encargaba los productos en una farmacia central.
– Voy a llamar a Paul -dijo Arthur.
– ¿Para qué?
– Para lo de la ambulancia.
– ¿Qué ambulancia? ¿Qué piensas hacer?
– ¡Vamos a secuestrarte!
Lauren no entendía en absoluto adónde quería ir a parar, pero empezaba a estar preocupada.
– Vamos a secuestrarte. ¡Si no hay cuerpo, no hay eutanasia!
– Estás como una cabra.
– No creas, no creas…
– ¿Cómo vamos a secuestrarme? ¿Dónde esconderemos el cuerpo? ¿Quién se ocupará de él?
– Demasiadas preguntas a la vez.
Ella se ocuparía de su cuerpo; poseía la experiencia necesaria. Sólo había que encontrar la manera de conseguir provisiones de líquido de perfusión pero, por lo que había dicho, no parecía imposible. Tal vez habría que cambiar de farmacia de vez en cuando para no atraer demasiado la atención.
– ¿Con qué recetas? -preguntó Lauren.
– Eso forma parte de la primera pregunta, del cómo.
– Explícate.
El padrastro de Paul tenía un taller de reparación de carrocerías, especializado en coches de bomberos, de policía, ambulancias… «Tomarían prestada» una ambulancia, birlarían unas batas blancas e irían a buscarla para trasladarla de hospital. Lauren se echó a reír nerviosamente.
– ¡Pero esas cosas no funcionan así!
Le recordó que no se entraba en un centro hospitalario con la misma facilidad que en un supermercado. Además, para llevar a cabo un traslado había que hacer montones de trámites administrativos. Hacía falta un certificado de admisión del servicio de llegada, una autorización de salida firmada por el médico que trataba al paciente en cuestión y un volante de traslado de la compañía a la que perteneciera la ambulancia, acompañado de un documento donde se describieran las modalidades del traslado.
– Ahí es donde entras tú en juego, Lauren. Tú me ayudarás a conseguir esos papeles.
– ¡Pero si yo no puedo! ¿Cómo quieres que lo haga? No puedo tomar nada, desplazar nada…
– Pero ¿sabes dónde están?
– Sí, ¿y qué?
– Pues que seré yo quien los birle. ¿Conoces esos impresos?
– Sí, por supuesto, yo los firmaba todos los días, sobre todo en mi servicio.
Se los describió. Se trataba de impresos normales y corrientes, en papel blanco, rosa y azul, con el nombre y el logo de los respectivos hospitales y de la compañía de ambulancias.
– Entonces los reproduciremos -decidió Arthur-. Acompáñame.
Tomó la cazadora y las llaves. Estaba como hipnotizado, actuaba con una determinación que a Lauren apenas le dejaba la posibilidad de oponerse a aquel plan tan iluso. Subieron al coche, él accionó el mando a distancia de la puerta del garaje y se adentró en Green Street. Estaba oscuro. La ciudad estaba tranquila, pero él no, así que condujo deprisa hasta el Memorial Hospital. Fue directamente al aparcamiento del servicio de urgencias. Lauren le preguntó qué estaba haciendo.
– ¡Sígueme y no te rías! -se limitó a responder él con una sonrisilla en la comisura de los labios.
En el momento en que cruzó la primera puerta de urgencias, se dobló en dos sujetándose el vientre y se dirigió en esa postura al mostrador de admisión. La empleada de guardia le preguntó qué le pasaba. Él describió los violentos calambres que había empezado a sentir dos horas después de comer, precisó dos veces que ya lo habían operado de apendicitis y añadió que había tenido en otras ocasiones esa clase de dolores insoportables después de la operación. La auxiliar lo invitó a tenderse en una camilla en espera de que un interno lo atendiese. Lauren, sentada en uno de los brazos de una silla de ruedas, también empezaba a sonreír. Arthur interpretaba perfectamente el papel; hasta ella se había inquietado cuando él parecía a punto de desplomarse en la sala de espera.
– No sabes lo que estás haciendo -le había dicho en el mismo momento en que un médico iba a atenderlo.
El doctor Spacek se había presentado y lo había invitado a seguirlo hasta una de las salas situadas en el pasillo y separadas entre sí por una simple cortina. Le pidió que se tumbara en la cama y empezó a hacerle preguntas sobre sus dolores, al tiempo que leía la ficha donde figuraban todos los datos que habían solicitado en admisión. Excepto la edad en que se había convertido en un hombre, allí debía de constar prácticamente todo, pues aquello había sido lo más parecido a un interrogatorio policial. Afirmó que tenía unos calambres terribles.