Little Compton, Cornualles
Por fin he llegado a Cornualles y, en estos momentos, me encuentro en el comedor del Hotel Rose Garden, donde acabo de almorzar. Fuera, la lluvia cae de forma persistente.
Sin ser suntuoso, el Hotel Rose Garden resulta acogedor y confortable. Vale la pena pagar un poco más y alojarse aquí. El hotel se halla situado en una de las esquinas de la plaza del pueblo. En realidad, se trata de una casa señorial cubierta de hiedra capaz de alojar, calculo, a unos treinta huéspedes. El comedor donde me encuentro es, no obstante, un anexo moderno contiguo al edificio principal, un largo recinto de un solo piso con ventanales a cada lado. A un lado se ve la plaza del pueblo y, al otro, el jardín trasero. De ahí, seguramente, el nombre dcl hotel. En el jardín, que parece bastante resguardado del viento, hay dispuestas unas cuantas mesas, ‹: debe de ser agradable, cuando hace buen tiempo, comer o tomar algo fuera. De hecho, antes he visto que algunos huéspedes salían a comer al jardín, aunque, a causa de unas nubes que amenazaban lluvia, han tenido que interrumpir el almuerzo. Al llegar, hace aproximadamente una hora, el servicio del hotel estaba quitando a toda prisa las mesas del jardín mientras que las personas que hasta ese instante las habían ocupado, incluido un caballero con una servilleta todavía metida en la camisa, seguían en pie bastante sorprendidos. Acto seguido, al poco rato, la lluvia ha comenzado a caer con tal furia que los huéspedes han dejado de comer durante unos instantes para mirar fijamente a través de la ventana.
Mi mesa se encuentra en el lado de la sala que da al pueblo. Durante esta última hora, por lo tanto, he podido contemplar cómo llovía en la plaza y cómo caía la lluvia sobre mi coche y otros dos que están aparcados en ella. Aunque en estos momentos ha amainado un poco, sigue lloviendo con la intensidad suficiente para quitarme las ganas de salir a dar una vuelta por el pueblo. Naturalmente, también se me ha pasado por la cabeza ir a ver a miss Kenton, pero en mi carta le dije que me presentaría a las tres, y no me parece correcto sobresaltarla llegando antes. Por tanto, parece que si no cesa la lluvia, lo más probable es que permanezca aquí tomando el té hasta que llegue la hora de dirigirme a su encuentro. Según la información que me ha dado la joven que me ha servido el almuerzo, la dirección en que actualmente reside miss Kenton dista unos quince minutos a pie. Esto quiere decir que, como mínimo, tendré que esperar otros quince minutos.
A propósito, quiero que sepan que estoy preparado para una posible decepción. Sé muy bien que miss Kenton nunca me ha asegurado, en ninguna de sus cartas, que estuviese deseosa de verme. No obstante, conociéndola, me inclino más bien a pensar que el hecho de no haber tenido respuesta es una forma de asentimiento. Estoy seguro de que si, por algún motivo, no le hubiese convenido que nos viéramos, no habría dudado en ningún momento en decírmelo. Por otra parte, en mi carta dejé bien claro que había reservado una habitación en este hotel y que podía dejarme cualquier mensaje de última hora. El hecho de no haberme encontrado con ninguna contraorden me hace suponer con mayor motivo que todo va bien.
La tormenta que está cayendo ahora me parece sorprendente, ya que el día ha empezado con el mismo sol radiante con que me he visto agraciado desde que salí de Darlington Hall. En conjunto, hasta ahora, el día me ha ido muy bien.
Para desayunar, mistress Taylor me ha preparado unos huevos frescos y unas tostadas, y a las siete y media ha llegado el doctor Carlisle, tal y como había prometido. Los Taylor han vuelto a insistir en que no les debía nada, y, tras despedirme de ellos, ha surgido una conversación mucho más embarazosa.
– He encontrado este bidón de gasolina para usted -me dijo el doctor Carlisle al invitarme a subir a su coche.
Le di las gracias por su atención, pero cuando quise pagarle, también se negó.
– ¡Qué está diciendo, hombre! No es más que un resto que he encontrado en un rincón del garaje, aunque creo que le bastará para llegar a Crosby Gate. Allí podrá llenar el depósito.
El centro de Moscombe aparecía inundado por todo el sol de la mañana: unas cuantas tiendecitas rodeando la iglesia, cuyo campanario ya había podido divisar desde la colina por la que llegué anoche. Sin embargo, el doctor Carlisle no me dio ocasión de examinar el pueblo, ya que, de pronto, se metió por un camino que llevaba a una granja.
– Es un atajo. -Me hizo esta observación mientras pasábamos delante de unos graneros y unos arados mecánicos. El lugar parecía desierto y, en un momento dado, al llegar frente a una tranquera cerrada, el doctor dijo: Disculpe, pero si no le importa…
Al bajar del coche, me acerqué a la puerta y, en ese preciso instante, de uno de los graneros se oyó un coro rabioso de ladridos. Comprenderán lo aliviado que me sentí cuando volví a entrar en el coche del doctor Carlisle.
Nos reímos con algunas bromas mientras ascendíamos por una carretera bordeada de árboles enhiestos. El doctor Carlysle me preguntó cómo había dormido en casa de los Taylor y otras cuestiones similares. De pronto, me dijo:
– Espero no parecerle mal educado, pero, dígame, es usted un criado o algo por el estilo, ¿verdad?
Y confieso que, ante todo, sentí una gran sensación de alivio.
– Sí, señor. Soy el mayordomo de Darlington Hall, una mansión situada cerca de Oxford.
– Es lo que me imaginaba. Por lo que contó ayer de Winston Churchill y todo eso. Pensé: o miente como un bellaco, o bien…, y entonces, se me ocurrió la explicación más sencilla.
El doctor Carlisle se volvió hacia mí sonriendo mientras seguía conduciendo el coche por la sinuosa pendiente que formaba la carretera. Entonces dije:
– Mi intención no era engañarles, señor. Sólo que…
– Vamos, hombre, no tiene que explicarme nada, ya me imagino lo que pasó. Por otra parte, permítame que le diga que es usted un tipo bastante peculiar y, para la clase de gente que hay por aquí, podría pasar por un lord o un duque. -El doctor soltó una carcajada-. Debe de ser un placer que de vez en cuando le tomen a uno por un lord.
Seguimos avanzando en silencio y, al cabo de un rato, me dijo el doctor Carlisle:
– En fin, espero que haya tenido usted una estancia agradable.
– Sí, he estado muy a gusto.
– ¿Y qué le ha parecido la gente de Moscombe? Gente con carácter, ¿no cree?
– Muy simpática. Los señores Taylor han sido verdaderamente amables, señor.
– No tiene usted por qué llamarme «señor». Sí, vale mucho esta gente. Yo, personalmente, podría pasar aquí el resto de mis días.
Me pareció que en el tono con que el médico pronunció estas palabras había algo de extraño. Y también me pareció curioso que insistiese en la pregunta:
– Entonces… los ha encontrado simpáticos, ¿no?
– Sí, doctor, son gente muy agradable. -Y dígame, ¿de qué estuvieron hablando anoche? Espero que no le aburrieran con historias y chismes del pueblo.
– No, no. En absoluto. En realidad, mantuvimos una conversación muy seria y algunas de las ideas que oí me parecieron muy interesantes.
Ah, se referirá usted a Harry Smith -dijo el doctor riéndose-. No le haga mucho caso. Resulta divertido durante un rato, pero la verdad es que no tiene las ideas muy claras. A veces habla como si fuera comunista y otras veces sale con cosas propias de gente de derechas. Como le digo, no tiene las ideas muy claras.
– Es muy interesante eso que dice.
– ¿Y de qué trató anoche la conferencia? ¿Del Imperio? ¿De la Seguridad Social?
– No, no. Habló de temas más generales.
– ¿Ah, sí? ¿Cuáles fueron?
Carraspeé un poco y proseguí:
– Expuso algunas ideas sobre su concepto de dignidad.
– Pues me parece un tema muy filosófico para Harry Smith. ¿Y cómo demonios se puso a hablar de eso?
– Subrayó lo importante que era su participación en las campañas electorales.
– ¿Ah, sí?
– Trató de hacerme comprender que los habitantes de Moscombe tenían ideas bien fundadas sobre todos los temas importantes de nuestra época.
– Ah, sí, eso sí que es muy suyo. Comprobaría usted mismo que no son más que tonterías. Harry siempre anda por ahí intentando que la gente del pueblo se interese por todos los problemas actuales, pero la verdad es que la gente lo único que quiere es que la dejen tranquila.
Durante unos instantes, volvimos a guardar silencio. Al final, dije:
– Discúlpeme, señor. Pero, por lo que veo, a mister Smith le consideran ustedes un personaje pintoresco, ¿no?
– Bueno…, verá. Quizá exagere, pero es verdad que la gente de este pueblo está muy concienciada políticamente. Saben que deberían tener las ideas más claras respecto a ciertos temas, tal y como Harry les dice. Pero en el fondo les pasa como a todo el mundo, sólo quieren vivir en paz. Harry siempre les habla de cambios, pero nadie en el pueblo tiene ganas de jaleos, aunque pudiesen salir ganando. Sólo quieren que se les deje tranquilos y vivir en paz. No quieren que les mareen con problemas.
Me sorprendió el tono de repulsa con que había hablado. Pero inmediatamente recobró su buen humor, sonrió y dijo; -Desde su lado se ve un paisaje muy bonito.
Y en efecto, a cierta distancia, por debajo de nosotros se divisaba el pueblo. Evidentemente, la luz del sol le daba un aspecto muy distinto, pero, de cualquier modo, era un paisaje parecido al que había contemplado en penumbras la noche anterior. Deduje, por tanto, que no debíamos de encontrarnos lejos del lugar donde había dejado el Ford.
– Mister Smith sostenía la opinión -dije yo- de que la dignidad de una persona residía en esa clase de cosas. En el hecho de tener opiniones y todo eso.
– Ah, sí. Estábamos comentando lo de la dignidad. Se me había olvidado. De modo que Harry se puso filosófico. Me imagino la de tonterías que soltaría.
– No puede decirse que sus conclusiones sean de las que suscitan aplausos, señor.
El doctor Carlisle asintió con la cabeza, pero pareció quedarse sumido en sus pensamientos.
– ¿Sabe, Stevens? -dijo finalmente-, al llegar yo aquí era un socialista convencido. Pensaba que el pueblo debía obtener mejores prestaciones, servicios…, en fin, todo eso. Llegué en el cuarenta y nueve. Pensaba que el socialismo ayudaría a la gente a vivir dignamente. Eran mis ideas al llegar aquí. Discúlpeme, no quiero aburrirle con sandeces. -Y se volvió hacia mí-: ¿Y qué me dice de usted? -¿Cómo, señor?