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– Lo de ayer fue horrible, Stevens. Le hicimos pasar unos momentos muy desagradables. Dejé lo que estaba haciendo y dije: -De ningún modo, señor, fue un placer poder ayudarles. -Fue horrible. Me temo que bebimos demasiado. Le ruego que acepte mis disculpas.

– Gracias, señor. Pero le digo, y me complace decirlo, que en ningún momento me sentí importunado.

Mi señor se acercó con paso bastante cansado a un sillón de cuero, se sentó y suspiró. Desde lo alto de la escalera alcanzaba a ver prácticamente la larga silueta de mi señor bañada por el sol de invierno que entraba por los balcones, iluminando con sus rayos gran parte de la habitación. Recuerdo que fue uno de esos momentos en que pude sentir hasta qué punto las circunstancias de la vida habían marcado a mi señor en sólo unos pocos años. Siempre había sido un hombre esbelto, pero ahora se le veía preocupantemente delgado y hasta deformado. Sus cabellos habían encanecido antes de tiempo y su cara se veía tensa y arrugada. Durante unos instantes, permaneció mirando por el balcón en dirección a las colinas y, acto seguido, dijo:

– Fue una experiencia horrible, Stevens. Pero, ¿sabe?, mister Spencer quería demostrarle algo a sir Leonard. De hecho, si le sirve de consuelo, fue usted testigo de una demostración muy importante. Sir Leonard había estado defendiendo ideas absurdas y anticuadas, según las cuales es la voluntad del pueblo la que debe regir nuestro destino y todas esas cosas. ¿No le parece increíble, Stevens?

– Sí, señor.

Lord Darlington volvió a suspirar.

– Siempre somos los últimos, Stevens. Los últimos en despegarnos de sistemas ya anticuados. Sin embargo, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos con los hechos.

La democracia es algo de otras épocas. El mundo actual es demasiado complicado para depender de antiguallas como el sufragio universal o esos parlamentos donde los diputados discuten eternamente sin decidir nunca nada. Son cosas que podían estar muy bien hace unos cuantos años, pero no ahora.

Qué es lo que decía ayer mister Spencer? Lo explicó muy bien.

– Creo que comparaba el sistema parlamentario actual con un comité de la asociación de madres que intentara organizar una campaña militar.

– Sí, eso era. Francamente, vamos muy retrasados en este país, y es urgente que las mentes con visión de futuro hagan reaccionar a personas como sir Leonard.

– Sí, señor.

– Escúcheme bien, Stevens. Actualmente, vivimos una crisis que se prolonga. Lo he visto con mis propios ojos al viajar al norte del país con mister Whittaker. La gente sufre, la gente normal, la gente buena y trabajadora sufre horriblemente. En Alemania, en Italia, han sabido actuar y han puesto las cosas en su sitio. Igual que a su modo, supongo, han hecho esos miserables bolcheviques. Hasta el presidente Roosevelt. Fíjese que no le da ningún miedo tomar medidas arriesgadas para ayudar a su pueblo. En cambio, mire lo que pasa aquí, Stevens. Pasan los años y todo sigue igual. Lo único que hacemos es hablar, organizar debates y aplazar las decisiones. Cuando alguien tiene una buena idea, acaba por resultar ineficaz con tantos comités por los que tiene que pasar, y además la modifican hasta el infinito. Los pocos que saben realmente de lo que están hablando acaban relegados a un segundo plano por tantos ignorantes como hay a su alrededor. ¿No lo ve usted así, Stevens?

– Parece que la nación se encuentra en una situación deplorable, señor.

– Se lo aseguro. Fíjese en Alemania y en Italia. Fíjese en lo que puede hacer un gobierno fuerte si se le deja, no como aquí con tanto sufragio universal. Cuando uno ve que su casa está ardiendo, lo último que hace es reunir a toda la familia en el salón para discutir durante una hora sobre las posibilidades que hay de escapar. Quizá en otra época todo eso tenía resultado, pero no ahora, cuando el mundo se ha complicado tanto. No se le puede pedir al hombre de la calle que sepa de política, economía, comercio mundial y qué sé yo. ¿A santo de qué? Ayer respondió usted muy bien, Stevens. ¿Qué es lo que dijo? ¿Algo así como que no era de su competencia? Claro, ¡y por qué iba a serlo!

Ahora me doy cuenta, al evocar estas palabras, que muchas de las ideas de lord Darlington resultarían en nuestros días bastante extrañas, y diría incluso que poco recomendables. Sin embargo, no puede negarse que en las cosas que me dijo aquella mañana en la sala de billar había algo de verdad. Evidentemente, es absurdo esperar que un mayordomo responda sin ninguna duda a la clase de preguntas que mister Spencer me hizo aquella noche, y, naturalmente, cuando individuos como mister Harry Smith afirman que cualquier persona con «dignidad» es capaz de hacerlo, está claro que no saben de qué hablan. Hay algo que debemos dejar bien claro: el deber de un mayordomo es procurar que haya un buen servicio, no intentar solucionar los problemas de la nación. Y la razón es que, a personas como ustedes o como yo, esa clase de asuntos se nos escapa, y aquellos de nosotros que quieren dejar huella deben comprender que, para conseguirlo, el mejor modo es concentrarse en lo que realmente es de nuestra competencia, es decir, centrarnos en ofrecer el mejor servicio posible a los verdaderos caballeros que tienen en sus manos el destino de nuestra civilización.

Parece algo obvio, pero no son pocos los mayordomos que, al menos durante una época, han sido de pareceres distintos. De hecho, las palabras que oí anoche en boca de mister Harry Smith me recuerdan el idealismo mal entendido que defendieron numerosos colegas de mi generación en los años veinte o treinta. Me refiero a los colegas que eran partidarios de que el mayordomo que realmente tuviese aspiraciones serias debía examinar continuamente a su señor, evaluando sus actos y analizando las implicaciones de sus ideas; ya que, según sus argumentos, éste era el único modo de estar seguro de que nuestro talento se destinaba a buen fin. Aunque pueda comprenderse el fondo de idealismo de semejante razonamiento, es indudable, como en el caso de mister Harry Smith, que se trata de una concepción errónea. Sólo hay que ver a los mayordomos que llevaron estas ideas a la práctica. Sus carreras, algunas de ellas muy prometedoras, se eclipsaron. Personalmente, conocí al menos a dos profesionales, los dos bastante capaces, que siempre insatisfechos no pararon de cambiar de patrón sin asentarse nunca en ninguna parte. Al final, perdimos su rastro. Y no es sorprendente que acabaran así, dado que, en la práctica, es imposible que uno adopte ante su señor una postura tan crítica y le ofrezca, al mismo tiempo, un buen servicio. No sólo porque no pueden satisfacer las numerosas exigencias de un buen servicio con la mente centrada en otros asuntos, sino, fundamentalmente, porque un mayordomo que está siempre esforzándose por manifestar sus «opiniones bien fundadas» sobre los asuntos de su señor carece, con toda seguridad, de una cualidad que es esencial en todo buen profesional, y esa cualidad se llama lealtad. Pero no me interpreten mal, por favor. No me estoy refiriendo a esa «lealtad» ciega cuya falta aducen los patronos mediocres cuando ven que no pueden contratar los servicios de un buen profesional. De hecho, yo sería el último en abogar por que un mayordomo jurase lealtad ciega al primer caballero o a la primera dama que les diese trabajo. No obstante, si un mayordomo espera ser alguien, llega un día en que debe cejar en su búsqueda, un día en que debe decirse: «Este patrón encarna todo lo que considero noble y admirable. A partir de ahora, me dedicaré a servirle». Así se jura lealtad de un modo inteligente . ¿Es algo «indigno»? No es más que la aceptación de uña verdad ineludible: que personas como ustedes o como yo no llegaremos nunca a entender los hechos importantes que se desarrollan actualmente en el mundo, y, por este motivo, lo mejor que podemos hacer es confiar en un patrón que consideremos honrado y sensato. Piensen en personas como mister Marshall o mister Lane, que son, sin duda, dos de las figuras más importantes de nuestra profesión. ¿Se imagina a mister Marshall discutiendo con lord Camberley sobre el último informe de éste enviado al Ministerio de Asuntos Exteriores? ¿Acaso mister Lane nos parece menos admirable sólo porque nos hayamos enterado de que nunca ha gustado de expresar sus opiniones ante sir Leonard Gray cuando éste ha de pronunciar un discurso en la Cámara de los Comunes? Por supuesto que no. ¿Y qué tiene eso de «indigno»? ¿Qué tiene eso de reprochable? ¿Qué culpa tengo yo de que, con el paso del tiempo, se haya comprobado que los esfuerzos de lord Darlington no iban bien encaminados, que fueron, incluso, poco sensatos? Durante todos los años que estuve a su servicio, fue él, únicamente él, el que calibró los elementos de que disponía para actuar, después, en consecuencia. Yo sólo me limité a los asuntos que eran de mi incumbencia. Por lo que a mí respecta, cumplí con mis tareas lo mejor que pude, y algunos dirían que mi labor fue «de primera categoría». No tengo la culpa de que la vida y las obras de mi señor hayan resultado ser baldías; por eso, sería ilógico que, por mi parte, me sintiese avergonzado o dolido.

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