– Es un placer tenerle entre nosotros. -El doctor Carlisle se sentó al otro lado de la mesa, justo enfrente de mí-. ¿De qué parte del país es usted?
– De Oxfordshire -respondí, y la verdad es que me costó reprimir el «señor».
– Una región muy bonita. Tengo un tío que vive muy cerca de Oxford. Sí, una región muy bonita.
– El señor estaba contándonos -dijo mistress Smith- que conoce a mister Churchill.
– ¿De verdad? Conocí a un nieto suyo, pero ya casi he perdido todo contacto. Y nunca tuve el privilegio de conocer al propio Churchill.
– Y no sólo a mister Churchill -prosiguió mistress Smith-. Conoce a mister Eden y a lord Halifax.
– ¿Ah, sí?
Noté que los ojos del médico me examinaban minuciosamente. Y cuando me disponía a hacer una observación adecuada, mister Andrews le dijo:
– El señor nos estaba contando que, hace años, se ocupó mucho en asuntos de política exterior.
– ¿De verdad?
Me pareció que el doctor Carlisle me estudiaba durante un lapso de tiempo excesivamente largo, tras el cual, volviendo a hacer gala de su afabilidad, me dijo:
– ¿Está usted de vacaciones?
– Más bien -contesté sonriendo.
– Hay rincones muy bonitos por aquí. Por cierto, mister Andrews, siento no haberle devuelto todavía la sierra.
– No corre prisa, doctor.
Durante unos instantes dejé de ser el centro de atención, y esto me permitió permanecer en silencio. Así que, aprovechando el momento, me levanté diciendo:
– Les ruego que me disculpen. Ha sido una velada muy agradable, pero, verdaderamente, ha llegado el momento de retirarme.
– Es una lástima que ya deba usted retirarse -dijo mistress Smith-. Ahora que está aquí el doctor.
Mister Harry Smith, inclinándose por delante de su mujer, le dijo al doctor Carlisle:
– Me habría gustado saber qué piensa este señor de las ideas que tiene usted sobre el Imperio. -Y volviéndose hacia mí, prosiguió-: El doctor está a favor de la independencia de todos los países pequeños. Yo no tengo la formación necesaria para probarle que no tiene razón, porque estoy seguro de que no la tiene. Sin embargo, me gustaría saber qué piensa alguien como usted, señor.
Y una vez más, me sentí examinado por la mirada del doctor Carlisle. Finalmente, dijo:
– Sí, es una lástima, pero dejemos que el señor vaya a acostarse; supongo que ha sido un día agotador.
– Así es -dije.
Y, sonriendo de nuevo, me despedí de la mesa, pero, para gran turbación mía, todos los presentes, incluido el doctor Carlisle, se pusieron en pie.
– Muchas gracias a todos -dije sonriendo-. Mistress Taylor, la cena ha sido magnífica. Les deseo muy buenas noches.
Como respuesta, se oyó a coro un «Buenas noches, señor», y cuando ya casi había salido de la habitación, la voz del doctor me detuvo en la puerta.
– Oiga, amigo -dijo. Y, al volverme, vi que aún seguía en pie-. Mañana temprano tengo que ir a Stanbury a ver a un paciente. Sería un placer para mí llevarle hasta su coche. Así no tendrá usted que andar. Y de camino podemos cargar un bidón de gasolina en casa de Ted Hardacre.
– Es usted muy amable -contesté-, pero no quisiera causarle ninguna molestia.
– ¿Molestia?, ninguna. ¿Le va bien a las siete y media? -Me haría usted un gran favor. -Perfecto. A las siete y media, entonces. Usted, mistress Taylor, asegúrese de que, antes de las siete y media, su huésped esté bien despierto y haya desayunado. -Y volviéndose hacia mí, añadió-: así podremos hablar. Aunque a Harry no le daremos el gusto de ser testigo de mi humillación.
Volvió a oírse otra carcajada, y de nuevo nos dimos las buenas noches antes de que, por fin, me permitieran subir y refugiarme en esta habitación.
Creo que no es necesario que subraye hasta qué punto me sentí incómodo anoche por el lamentable malentendido que se creó en torno a mi persona, aunque sólo puedo decir que, sinceramente, no veo de qué modo podría haber evitado que la situación siguiera aquellos derroteros. En realidad, cuando fui consciente de lo que estaba ocurriendo, las cosas ya habían llegado tan lejos que, de haber revelado la verdad a aquella gente, lo único que hubiese conseguido habría sido violentarlos. En cualquier caso, aunque se trate de un episodio lamentable, no creo haber causado daño a nadie. Después de todo, mañana por la mañana me despediré de todas estas personas y lo más probable es que no las vuelva a ver. No veo la necesidad, pues, de insistir en este tema.
No obstante, al margen de este lamentable malentendido hay quizá uno o dos aspectos en todo este asunto que merecen cierta atención, aunque sólo sea para que no sigan preocupándome en estos días venideros. Uno de ellos es, por ejemplo, la idea que presentó mister Harry Smith respecto al significado que encierra el término «dignidad». Es una idea que, seguramente, no es necesario considerar con demasiada seriedad. Por supuesto, hay que tener en cuenta que mister Harry Smith empleaba el término «dignidad» en un sentido totalmente distinto del que tiene para mí. A pesar de ello, aun admitiendo su definición del término, sus opiniones eran demasiado idealistas y teóricas para ser consideradas seriamente. Sólo hasta cierto punto había algo de verdad en sus palabras: en un país como el nuestro es posible que, efectivamente, la gente tenga el deber de reflexionar sobre los asuntos clave y formarse su propia opinión. Pero en el mundo en que vivimos, ¿cómo puede pensarse que la gente corriente tiene «opiniones bien fundadas» sobre cualquier clase de temas, hecho que, como imagina mister Harry Smith, caracteriza a este pueblo? Además, no sólo se trata de una idea poco realista sino que me pregunto incluso si será una idea deseable. Después de todo, las posibilidades de la gente corriente para aprender y saber son limitadas, y exigir que cada cual participe con sus «ideas bien fundadas» en los grandes debates de la nación denota muy poca cordura. En cualquier caso, es absurdo suponer que la «dignidad» de una persona se defina siguiendo estos criterios.
Precisamente, me he acordado ahora de una situación que, creo yo, ilustra muy bien qué poco hay de cierto en las ideas que defiende mister Harry Smith. Es un ejemplo basado en mi propia experiencia, un episodio que tuvo lugar antes de la guerra, hacia 1935.
Si no recuerdo mal, ocurrió una noche, pasadas las doce, en que mi señor me ordenó que me personase en el salón en que él y otros tres caballeros se habían reunido después de la cena. Naturalmente, ya había tenido que entrar varias veces para llenar de nuevo las copas de aquellos caballeros, momentos en los que había podido escucharles tratar temas de gran peso. Sin embargo, en esta ocasión, cuando entré en el salón dejaron todos de hablar y se volvieron hacia mí. Entonces mi señor me dijo:
– Acérquese un instante, Stevens, se lo ruego. Mister Spencer tiene algo que decirle.
El caballero en cuestión siguió observándome unos minutos sin cambiar siquiera la pose algo lánguida con que estaba instalado en el sillón. Y acto seguido dijo: -Verá, amigo, tengo una pregunta que hacerle. Hemos estado discutiendo sobre un problema y necesitamos ayuda. Dígame, ¿considera que la situación de la deuda con respecto a América constituye un factor significativo del bajo nivel actual de los intercambios comerciales? ¿O cree que se trata sólo de una teoría errónea y que la auténtica raíz del problema es el abandono del patrón oro?
Como es natural, me quedé bastante sorprendido; sin embargo, comprendí rápidamente cuál era el quid de la cuestión. Estaba claro que esperaban que me sintiese totalmente perplejo ante la pregunta. De hecho, durante el rato que tardé en darme cuenta y en encontrar una respuesta adecuada, es posible que exteriormente diese la impresión de estar en Babia, ya que noté que se sonreían entre ellos con gesto divertido.
– Lo lamento, señor -dije-, pero es un problema en el que no puedo ayudarle.
En aquel instante, había conseguido dominar la situación; sin embargo, los demás caballeros siguieron riéndose disimuladamente. Mister Spencer prosiguió:
– Entonces quizá pueda sernos de ayuda en otro problema. ¿Cree usted que la situación monetaria de Europa mejoraría o empeoraría en caso de llegarse a un acuerdo militar entre franceses y bolcheviques?
– Lo siento mucho, señor, pero es un problema en el que tampoco puedo ayudarle.
– ¿Cómo? -exclamó mister Spencer-. ¿Tampoco puede ayudarnos en esto?
Volvieron a disimular sus risas hasta que mi señor dijo:
– Está bien, Stevens. Puede retirarse.
– Discúlpeme, Darlington, pero aún hay otra pregunta que quisiera hacerle a nuestro amigo -dijo mister Spencer-. Realmente necesito su ayuda para el asunto que actualmente tanto nos preocupa, un asunto fundamental, ya que de él depende el modo en que configuremos nuestra política exterior. Dígame amigo, a ver si ahora puede ayudarnos. ¿A qué se estaba refiriendo realmente monsieur Laval cuando aludía en un discurso reciente a la situación en el norte de Africa? ¿Cree usted también que se trata de una argucia para acallar al sector más nacionalista de su propio partido?
– Lo lamento, señor, pero es un problema en el que no puedo ayudarle.
– ¿Ven ustedes, caballeros? -dijo mister Spencer, volviéndose al resto de los presentes-. Nuestro amigo no puede ayudarnos a este respecto.
Y esta frase provocó nuevas carcajadas, ahora con menos disimulo.
– Sin embargo -continuó mister Spencer-, aún seguimos insistiendo en la idea de que habría que dejar el destino de la nación en manos de este buen hombre Y de millones de personas como él. No es de extrañar, por tanto, que con la carga que supone nuestro sistema parlamentario actual, seamos incapaces de resolver los numerosos problemas que nos aquejan. ¿Por qué no le piden también a un comité de la asociación de madres que organice una campaña militar?
Y entre las risas y carcajadas que suscitó esta última intervención, mi señor, en voz baja, me dijo:
– Gracias, Stevens.
Tras estas palabras, pude retirarme.
Es cierto que la situación me había resultado un poco incómoda, pero, en cualquier caso, no era la más difícil ni la más insólita con que me podía haber enfrentado. Convendrán ustedes conmigo en que cualquier profesional en el ejercicio de sus funciones debe contar con que a lo largo de su carrera le salgan al paso este tipo de situaciones. Naturalmente, a la mañana siguiente ya había olvidado el episodio cuando lord Darlington, tras entrar en la sala de billar en un momento en que, subido a una escalera, estaba ocupado en limpiar el polvo de los retratos, dijo: