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– ¡Y yo intentando darle explicaciones! -dijo riéndose-. Menos mal que me lo ha dicho. Si no, imagínese qué ridículo. Esto demuestra que uno nunca sabe con quién está hablando cuando conoce a un extraño. Tendría un importante servicio a su cargo. Antes de la guerra, quiero decir.

Era un individuo simpático y me pareció que realmente se interesaba por el tema. Confieso que pasé un buen rato hablando del Darlington Hall de antes. Me esforcé, sobre todo, por informarle de algunos de los «conocimientos técnicos» -por emplear su lenguaje- que eran imprescindibles cuando organizábamos aquellas grandes celebraciones que solía haber entonces. De hecho, creo que le revelé incluso algunos de los «secretos» profesionales con que obtenía del personal a mi cargo ese brote de energía indispensable, así como algunas «habilidades», similares a las de un mago, gracias a las cuales podía conseguirse que un objeto apareciese en el instante justo y en el lugar preciso, sin que los invitados reparasen en ningún momento en las importantes y complejas maniobras que habían precedido a la operación. Como he dicho, mi interlocutor parecía realmente interesado, pero al cabo de un rato tuve la impresión de que ya había hablado demasiado y concluí diciendo:

– Por supuesto, actualmente todo ha cambiado. Mi patrón de ahora es norteamericano.

– ¿Norteamericano? Claro, son los únicos que pueden permitirse todavía esos lujos. O sea que usted iba incluido en la casa. Como si fuese parte del lote -me dijo haciendo una mueca.

– Sí -asentí sonriendo-. Como bien dice, soy parte del lote.

El hombre volvió su mirada hacia el mar, respiró hondo y suspiró satisfecho. Y allí seguimos sentados en el mismo banco durante un buen rato.

– La verdad es que -dije pasado un tiempo- todo mi talento se lo entregué a lord Darlington. Le di lo mejor de mí, y ahora, me doy cuenta de que ya no me queda mucho que ofrecer.

El hombre permaneció callado pero, como asintió con la cabeza, proseguí:

– Desde la llegada de mister Farraday, mi nuevo patrón, he procurado por todos los medios ofrecerle el servicio que me gustaría que recibiera. Le aseguro que he hecho lo imposible, pero a pesar de todos mis esfuerzos siempre me quedo con la impresión de que no llego al nivel que podía ofrecer antes. En el trabajo cada vez cometo más errores. Errores insignificantes, sí, pero errores que nunca había cometido antes, y sé lo que eso significa. Y lo intento, ¡Dios mío, vaya si lo intento!, pero nada, todo esfuerzo por superarme es inútil. Todo mi talento se lo llevó lord Darlington.

– Vamos, hombre, ¿quiere un pañuelo? Mire, lo llevo encima. Está bastante limpio. Sólo lo he usado una vez, esta mañana. Vamos cójalo, hombre.

– ¡Dios mío… No, no gracias. Me encuentro bien. Cuánto lo siento. Creo que el viaje me ha fatigado mucho. Lo siento de veras.

– Debió de estar muy unido a ese lord no sé qué. ¿Y dice que murió hace tres años? Sí, tuvo usted que estar muy unido a ese señor.

– Lord Darlington era muy buena persona. Un hombre de gran corazón. Y al menos él tuvo el privilegio de poder decir al final de su vida que se había equivocado. Fue un hombre valiente. Durante su vida siguió un camino, que resultó no ser el correcto, pero lo eligió. Y al menos eso pudo decirlo. Yo no puedo. Yo sólo confié . Confié en su instinto. Durante todos aquellos años en que le serví, tuve la certeza de estar haciendo algo de provecho. Pero ahora ni siquiera puedo decir que me equivoqué. Dígame, ¿cree usted que a eso puede llamársele dignidad?

– Oiga, amigo, no sé muy bien a qué se está refiriendo.

Pero si quiere que le diga lo que pienso, me parece que va por mal camino. Deje de pensar en el pasado, lo único que va a conseguir es deprimirse. De acuerdo, no puede trabajar con la misma perfección de antes, pero eso es normal, nos pasa a todos. Llega un momento en que tenemos que tirar la toalla.

Míreme a mí, desde que me jubilé estoy como unas pascuas.

Vale, ya sé que no estamos en la flor de la vida, ni usted ni yo, pero tenemos que seguir viviendo con ilusión. -Y creo que fue en ese momento cuando dijo-: Disfrute, amigo. Es mucho mejor la noche que el día. Ya ha cumplido con su trabajo. Ahora relájese y disfrute. Eso es lo que pienso. Pregunte usted a cualquiera, y verá como le aconsejan lo mismo. La noche es mucho mejor que el día.

– Estoy seguro de que tiene usted razón -le dije-. De verdad lo siento. Me he portado de forma impropia. Ha debido de ser el cansancio. Llevo mucho tiempo de viaje, ¿sabe?

Hace aproximadamente veinte minutos que se ha ido el hombre. Sin embargo, he permanecido aquí, en este banco, a esperar el acontecimiento que justo ahora acaba de tener lugar; me refiero a que acaban de iluminar las luces de la escollera. Como he dicho, la alegría con que han recibido este pequeño acontecimiento todos estos azotacalles que andan por el paseo, me parece que corrobora las palabras de mi interlocutor. Mucha gente prefiere la noche al día. Siendo así, quizá deba seguir el consejo de no pensar tanto en el pasado, y de mostrarme más optimista y de aprovechar el máximo lo que me resta del día. Después de todo, ¿qué se gana con estar mirando siempre atrás? ¿Con culparnos del hecho de que la vida no nos haya llevado por el camino que deseábamos? Por duro que parezca, la realidad para la gente como ustedes o como yo es que no tenemos más opción que dejar nuestro destino en manos de esos grandes personajes que guían el mundo y que contratan nuestros servicios. ¿Para qué preocuparse tanto por lo que deberíamos haber hecho o dejado de hacer para dirigir el curso que tomaban nuestras vidas? Para personas como usted o como yo, la verdad es que basta con que intentemos al menos aportar nuestro granito de arena para conseguir algo noble y sincero. Y los que estamos dispuestos a sacrificar una gran parte de nuestra vida para lograr estas aspiraciones, debemos considerar el hecho en sí motivo de satisfacción y orgullo, cualquiera que sea el resultado.

Hace unos minutos, poco después de que encendieran las luces, me he vuelto para observar más de cerca a esta multitud que reía y conversaba alegremente detrás de mí. Es gente de todas las edades la que deambula por la escollera: familias con niños, parejas, gente mayor, jóvenes cogidos del brazo. A poca distancia, detrás de mí, hay un grupo de seis o siete personas que ha despertado en mí cierta curiosidad. Como es natural, al principio he pensado que era un grupo de amigos que habían salido a dar un paseo. Pero al escuchar sus conversaciones, he comprobado que no se conocían y que simplemente habían coincidido aquí, justo detrás de mí. Por lo visto, se han parado un momento al encenderse las luces, y después se han puesto a hablar entre ellos. Ahora, mientras les observo, se ríen. Resulta curioso que la gente pueda congeniar tan fácilmente y con tanta rapidez. Quizá lo único que una á estas personas sea la ilusión por la noche que les espera, aunque, francamente, me pregunto si el hecho de que estén ahora juntos no se debe más bien a su capacidad para gastarse bromas. Ahora que percibo bien lo que dicen, no oigo más que chistes. Supongo que así actúa mucha gente. Es posible que mi interlocutor, el hombre que estaba aquí sentado, esperara que mantuviésemos una conversación más divertida. Creo que si ése era el caso, le debo de haber decepcionado. Sí, creo que ya va siendo hora de que empiece a abordar en serio este asunto de las bromas. Después de todo, y pensándolo bien, no puede ser un pasatiempo tan estúpido, especialmente si resulta cierto que el gastar bromas es la clave del calor humano.

Por otra parte, también se me ocurre que el patrón que espera de un profesional que éste sea capaz de gastar bromas, tampoco le está exigiendo una tarea tan disparatada. Es cierto que ya he dedicado mucho tiempo a desarrollar mis cualidades humorísticas; sin embargo, es posible que no haya puesto todo mi empeño en la labor. Cuando mañana regrese a Darlington Hall, considerando que mister Farraday aún estará ausente otra semana, empezaré a ejercitarme de nuevo con más ánimo. Así, cuando mi patrón vuelva, espero poder darle una grata sorpresa.

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