Salisbury
Esta noche me alojo en una casa de huéspedes de Salisbury. Ha sido mi primer día de viaje y debo decir que, en general, me encuentro satisfecho. Esta mañana inicié mi expedición, y a pesar de tener listo el equipaje, de haber metido todo lo necesario en el coche mucho antes de las ocho, he salido una hora más tarde de lo previsto.
Creo que el hecho de que mistress Clements y las chicas también hayan salido esta semana me ha hecho caer en la cuenta de que en cuanto me fuera, Darlington Hall se que daría, quizá por primera vez en este siglo, vacío. Ha sido una extraña sensación y puede que el motivo de haberme retrasado tanto, ya que he recorrido la casa varias veces comprobando, siempre por última vez, que todo estaba en orden. Ya de camino, he sentido algo difícil de explicar. No puedo decir que durante los primeros veinte minutos de carretera me sintiese entusiasmado o lleno de ilusión. El motivo era, no me cabe la menor duda, el hecho de que los paisajes que me rodeaban me resultaban familiares, a pesar de que el coche se iba alejando cada vez más. Siempre he considerado que mis viajes han sido más bien escasos por la limitación que me supone ser el responsable de la casa, pero, evidentemente, por motivos profesionales, he tenido que realizar numerosas gestiones a lo largo de los años y ésa es la razón por la que, al parecer, me he llegado a familiarizar con este entorno más de lo que yo creía. Como he dicho, mientras conducía bajo la luz de la mañana en dirección a los límites de Berkshire, me ha sorprendido comprobar hasta qué punto me resultaba conocido el paisaje.
Hasta al cabo de un rato no he notado que todo me parecía extraño, y ése ha sido el momento en que me he dado cuenta de que se abrían ante mí nuevas fronteras. Supongo que el sentimiento de desasosiego unido a la emoción con que algunos describen el momento en que, desde un barco, se pierde de vista la costa, es muy similar al que yo he experimentado en el coche al comprobar que el paisaje que me rodeaba me resultaba cada vez más extraño, sobre todo cuando, tras una curva, fui a parar a una carretera que rodeaba una colina. Intuí que a mi izquierda se abría una pronunciada pendiente, aunque los árboles y el espeso follaje me impedían verla. Fue entonces cuando me invadió la sensación de que, definitivamente, había dejado atrás Darlington Hall, y debo confesar que en cierto modo me asusté, llegando incluso a temer que me hubiese equivocado de carretera y me estuviese adentrando a toda velocidad en parajes desconocidos; a pesar de que fue una sensación fugaz, me hizo aminorar la marcha.
E incluso estando ya convencido de no haberme equivocado, sentí la necesidad de parar un momento y asegurarme del todo.
Decidí bajar a estirar un poco las piernas y en ese momento volví a sentir con más intensidad que antes la sensación de encontrarme al borde de la colina. A un lado de la carretera, matorrales y arbustos se alzaban en la pendiente, mientras que al otro lado se vislumbraba a través del follaje la lejana campiña.
Tras andar durante unos instantes por el borde de la carretera, intentando distinguir el paisaje que ocultaba la vegetación, oí detrás de mí una voz que me llamaba. Mi sorpresa fue grande, ya que hasta ese momento había creído estar solo.
Al otro lado de la carretera, unos metros más arriba, alcancé a ver un sendero que subía y se perdía entre los matorrales, y en el mojón de piedra que indicaba el inicio del sendero estaba sentado un hombre de pelo blanco, con una gorra, que fumaba en pipa. Volvió a llamarme y, aunque no pude descifrar sus palabras, con un gesto me indicó que me acercase. Al principio pensé que era un vagabundo, pero enseguida vi que se trataba de un lugareño que estaba tomando el aire y disfrutando del sol estival. No había motivo, por lo tanto, para no acercarme.
– Me estaba preguntando -dijo cuando me acerqué- si tendría usted buenas piernas.
– ¿Cómo dice?
El hombre señaló el sendero.
– Por ahí sólo se puede subir con un par de buenas piernas y unos buenos pulmones. Yo no tengo ni una cosa ni la otra, si no ya habría subido. No me vería usted aquí si estuviese en buena forma. Hay un banco y todo, y le aseguro que además la vista es espléndida. No hay nada igual en toda Inglaterra.
– Si es verdad eso que dice -respondí-, creo que será mejor que no suba. Acabo de empezar una excursión en coche durante la cual espero descubrir magníficos paisajes, y es un poco pronto para ver ya el mejor.
Creo que el hombre no me entendió, pues lo primero que dijo fue:
– Es el paisaje más bonito de toda Inglaterra, pero ya le digo que se necesitan un buen par de piernas y un buen par de pulmones para verlo.
Seguidamente, añadió:
– Ya veo que para su edad está usted muy fuerte. Creo que podrá subir sin problemas. Incluso yo puedo, los días que me encuentro bien.
Levanté la mirada en dirección al sendero, un sendero que ascendía por una pendiente bastante escarpada.
– Le digo que se arrepentirá si no sube. Quizá dentro de unos años sea demasiado tarde, nunca se sabe -dijo riendo de un modo bastante vulgar-. Mejor es que lo haga ahora que puede.
Tal vez el hombre estuviese simplemente bromeando, es decir, que solamente quisiera hacerse el gracioso. En cualquier caso, reconozco que su insinuación de aquella mañana me pareció una provocación y, para demostrarle que se trataba además de una insinuación ridícula, finalmente subí por el sendero.
Y en realidad, me alegro de haberlo hecho. El camino ascendía en zigzag por la colina a lo largo de unos cien metros, por lo que el paseo era, ciertamente, bastante duro. A pesar de todo, no me costó grandes esfuerzos. Por fin llegué a un claro que debía de ser el rincón que el hombre había mencionado. Allí estaba el banco y, efectivamente, ante mi vista aparecieron kilómetros y más kilómetros de maravillosos paisajes.
Delante de mí se extendía una sucesión de campos que se perdían en la lejanía. La tierra parecía ligeramente ondulada y los campos estaban bordeados de árboles y setos. En algunos de los más alejados vislumbré unas manchas que supuse que eran ovejas, y a mi derecha, casi perdida en el horizonte, me pareció ver la torre cuadrada de una iglesia.
Fue una sensación muy agradable contemplar aquel paisaje, con la brisa acariciando mi cara y escuchar los sonidos del verano: creo que fue en aquel preciso momento cuando por primera vez sentí energía y entusiasmo para afrontar los días venideros, los cuales, con toda seguridad, me tenían reservadas interesantes experiencias. Fue la primera vez que se apoderó de mí el estado de ánimo adecuado para el viaje que me esperaba. Y fue, además, el momento en que decidí no acobardarme y cumplir la única tarea que me había asignado, a saber: hablar con miss Kenton e intentar resolver el problema del servicio. Todo ello ha ocurrido esta mañana. Ahora es de noche y me encuentro en Salisbury, en una acogedora casa de huéspedes situada en una calle cerca del centro. Es una casa bastante sencilla, muy limpia, que se ajusta perfectamente a mis necesidades. La propietaria es una mujer de unos cuarenta años que, por el Ford de mister Farraday y la buena calidad de mi traje, ha pensado que soy un huésped importante. Además, esta tarde (he llegado a Salisbury sobre las tres y media), al escribir mi dirección en el registro y poner Darlington Hall, he visto cómo me miraba agitada, ya que sin duda habrá supuesto que tenía ante sí a un caballero acostumbrado a alojarse en lugares como el Ritz o el Dorchester, y que, al ver la habitación, mi reacción sería abandonar indignado el establecimiento. Me hizo saber que tenía una habitación doble en la parte delantera que estaba libre, pero que podía ocuparla por el precio de una individual.
Me condujo a la habitación. A aquella hora del día el sol iluminaba los motivos florales de la pared y el efecto resultante era muy agradable. En la habitación había dos camas iguales y dos ventanas bastante grandes que daban a la calle.
Al preguntarle dónde estaba el baño, la mujer me dijo tímidamente que se hallaba enfrente de la habitación, pero que no podría disponer de agua caliente hasta después de la cena. Le pedí que me subiera una taza de té y, al marcharse, seguí inspeccionando el cuarto. Las camas estaban muy bien hechas y muy limpias. En una esquina había un lavabo también muy limpio. A través de las ventanas se veía una panadería, con una gran variedad de pasteles expuestos, una farmacia y una barbería. También podía verse, a más distancia, el arco de un puente por el que subía la calle hasta perderse en un paisaje más campestre. Me refresqué las manos y la cara con el agua fría del lavabo y, acto seguido, me senté en una silla que había junto a una de las ventanas a esperar el té. Debían de ser pasadas las cuatro cuando salí de la pensión para adentrarme en las calles de Salisbury, unas calles que, al ser tan amplias y despejadas, dan a la ciudad una magnífica sensación de espacio. Por tanto, pude deambular durante varias horas agradablemente, sintiendo en mi cuerpo los tibios rayos del sol. Descubrí además que la ciudad tenía múltiples encantos. A mi paso se sucedían las hileras de casas antiguas con fachadas de madera, casas muy lindas, y estrechos puentes de piedra levantados sobre los numerosos riachuelos que cruzan la ciudad. Naturalmente, no se me pasó por alto la merecida visita a la catedral, tan elogiada por mistress Symons en su libro. Localizar este solemne edificio me resultó bastante fácil, ya que dondequiera que uno se encuentre en Salisbury se ve asomar su aguja por todas partes. Y en efecto, esta tarde, de regreso a la pensión, cada vez que volvía hacia atrás me sorprendía la imagen de la aguja dominando la puesta de sol.
No obstante, ahora que he vuelto a la cama de mi cuarto, debo decir que la única estampa que realmente me ha quedado grabada de este primer día de viaje no ha sido la imagen de la catedral ni ningún otro de los encantadores rincones de esta ciudad, sino la maravillosa vista del ondulado paisaje inglés que he presenciado esta mañana. Admito que otros países puedan ofrecer paisajes de una espectacularidad mucho más obvia. En enciclopedias y en la revista National Geographic he visto fotografías de paisajes conmovedores de distintos rincones del planeta: cañones y cascadas impresionantes, hermosas y escarpadas montañas, paisajes que he tenido la fortuna de ver en persona. No obstante, me atrevería a asegurarles que el paisaje inglés, como el que he podido contemplar esta mañana, posee una cualidad de la que carecen los paisajes, más impresionantes a primera vista, de otras naciones. A mi juicio, es una cualidad gracias a la cual el paisaje inglés aparece a los ojos de cualquier observador imparcial como el más grato del mundo, y es probable que el término que mejor resuma esta cualidad de la que hablo sea el adjetivo «grandioso». Cuando esta mañana he divisado el paisaje que a mis pies ofrecía la colina, he experimentado la rara e inequívoca sensación de encontrarme ante algo grandioso. Designamos a nuestro país con el nombre de Gran Bretaña, hecho que algunos considerarán de poco tacto. Sin embargo, me atrevería a decir que sólo nuestro paisaje ya justifica el empleo de este término altanero.