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– ¿Qué cree usted que es la dignidad?

Debo reconocer que la pregunta, al formulármela de forma tan directa, me cogió desprevenido.

– Es algo difícil de explicar en pocas palabras, señor -repuse-. Pero creo que, en realidad, se trata de no desnudarse en público.

– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?

– La dignidad, señor.

– ¡Ah! -asintió con la cabeza, pero se quedó algo extrañado. Y acto seguido, dijo-: Le sonará ya este camino, aunque quizá de día le parezca diferente. ¿Es ése su coche? ¡Caramba, es un coche fantástico!

El doctor Carlisle frenó justo detrás del Ford, bajó del coche y dijo:

– ¡Es fantástico!

Y acto seguido sacó de su coche un embudo y un bidón de gasolina y me ayudó a llenar el depósito. Mis temores de que el motor hubiese sufrido alguna avería más grave desaparecieron cuando le di al contacto y el motor empezó a vibrar de forma normal. En aquel momento, le di las gracias al doctor Carlisle y nos despedimos, aunque todavía tuve que seguir su coche por la sinuosa carretera de la colina durante más de un kilómetro hasta que nuestras rutas se separaron.

Crucé el límite con Cornualles alrededor de las nueve. Faltaban por lo menos tres horas para que empezase a llover y las nubes eran todavía de un blanco luminoso. Muchos de los paisajes que he podido contemplar esta mañana figuran entre los más cautivadores que he visto en mi vida y ha sido una lástima que no pudiera dedicarles toda la atención que merecían, ya que debo confesar que me encontraba en un estado de preocupación bastante grave pensando que, de no surgir algún imprevisto, volvería a ver a miss Kenton antes de que acabase el día. Así, mientras conducía velozmente a través de extensos campos, sin persona o vehículo alguno que se cruzase en mi camino, o por pueblos preciosos, algunos de los cuales no eran más que un puñado de casas, donde debía conducir con mayor prudencia, volvieron a asaltarme recuerdos de escenas pasadas. Y ahora, en el comedor de este agradable hotel de Little Compton en el que me encuentro, mientras hago tiempo veo caer la lluvia sobre las aceras de la plaza, sin poder evitar que mi mente divague de nuevo por esos mismos senderos.

Uno de estos recuerdos, o, mejor dicho, un episodio en concreto, me ha tenido preocupado toda la mañana. Es un episodio que, Dios sabe por qué, se ha conservado íntegro durante todos estos años. Estaba solo en el pasillo trasero, con la puerta de la habitación de miss Kenton cerrada, no justo frente a la puerta sino de lado, paralizado por la indecisión, sin saber si llamar o no, porque recuerdo que en ese momento presentí claramente que detrás de la puerta, a unos metros de mí, miss Kenton estaba llorando. Como he dicho, fue un momento que ha quedado grabado en mi memoria, lo mismo que la rara sensación que me invadió en aquel instante. No obstante, no estoy muy seguro de las circunstancias que me indujeron a permanecer de pie en aquel pasillo. Ahora me parece que en otras ocasiones en que he intentado ordenar estos recuerdos, he situado este momento justo después de que miss Kenton recibiese la noticia de la muerte de su tía, cuando al dejarla sola en su habitación, abandonada a su dolor, me di cuenta una vez en el pasillo de que no le había dado el pésame, pero ahora, tras pensarlo mejor, creo que me confundí, ya que en realidad este recuerdo refleja lo sucedido otra noche, varios meses antes de la muerte de la tía de miss Kenton, la noche en que mister Cardinal hijo se presentó de imprevisto en Darlington Hall.

El padre de mister Cardinal, sir David Cardinal, había sido durante muchos años el amigo y compañero más allegado de mi señor, y había muerto trágicamente en un accidente de caballo, tres o cuatro años antes del momento al que me refiero. Mientras tanto, su hijo se había labrado camino como periodista, escribiendo crónicas ingeniosas sobre la actualidad internacional. Lógicamente, estos artículos no solían ser del agrado de lord Darlington y puedo recordar numerosas ocasiones en las que, mirando por encima del periódico, mi señor decía:

– Otra vez estas tonterías que escribe Reggie. Menos mal que su padre ya no puede leerlas.

Pero los artículos de mister Cardinal no impedían que sus visitas fuesen frecuentes. Mi señor nunca olvidó que el joven era su ahijado y siempre le trató como a alguien de la familia. Por otro lado, nunca se presentaba a cenar sin avisar, de modo que cuando aquella noche llamaron a la puerta me sorprendió verle allí, tras el umbral, abrazado a su maletín.

– Hola, Stevens, ¿cómo está? -dijo-. ¿Sabe?, esta tarde se me han complicado las cosas y he pensado que quizá lord Darlington podría alojarme esta noche.

– Me alegra volver a verle, señor. Le diré a mi señor que está usted aquí.

– Mi idea era pasar la noche en casa de mister Roland, pero, al parecer, ha habido algún malentendido y en la casa no hay nadie. Espero que no sea ningún problema que me presente a estas horas. Me refiero a que espero que no haya nada especial esta noche.

– Creo que después de la cena mi señor espera a unos caballeros.

– Vaya, qué mala suerte. Me parece que no he escogido la mejor noche. Será mejor que pase inadvertido. De todas formas, tengo que preparar unos artículos.

Y mister Cardinal hizo un gesto señalando su cartera.

– Le diré a mi señor que está usted aquí. En cualquier caso, llega usted en buen momento si quiere cenar con él.

– Muy bien. Justo lo que esperaba. Aunque no creo que mistress Mortimer se alegre de mi visita.

Dejé a mister Cardinal en el salón y me dirigí al estudio, donde encontré a mi señor enfrascado en unos papeles. Cuando le anuncié la llegada de mister Cardinal, se dibujó en su rostro una expresión de sorpresa e irritación y, acto seguido, se hundió en su sillón como si intentara elucidar algún enigma.

– Dígale a mister Cardinal que bajaré enseguida -dijo al final-. Ya encontrará con qué distraerse.

Cuando volví a bajar, mister Cardinal se paseaba nervioso por el salón estudiando objetos que ya conocía de sobras. Le transmití el mensaje de mi señor y le pregunté si quería tomar algo.

– Oh, prepáreme una taza de té, Stevens. ¿Y a quién espera el señor esta noche?

– Discúlpeme, pero no sabría decirle, señor.

– ¿No tiene usted la menor idea?

– Lo siento, señor.

– Qué raro. En fin, será mejor que no me entrometa.

Recuerdo que entonces, casi de inmediato, bajé a la habitación de miss Kenton. Estaba sentada en su mesa, aunque no estaba ocupada en nada y tenía las manos vacías. De hecho, por su actitud deduje que debía de llevar así un buen rato antes de que yo llamara a la puerta.

– Ha llegado mister Cardinal, miss Kenton -le dije-. Esta noche se alojará en su habitación de siempre.

– Muy bien, mister Stevens. Me ocuparé de todo antes de irme.

– ¿Sale usted esta noche?

– Así es, mister Stevens.

Debí de parecer sorprendido, ya que miss Kenton prosiguió:

– Ya hablamos de esto hace dos semanas, ¿no lo recuerda -Sí, por supuesto. Discúlpeme, pero lo había olvidado por completo.

– ¿Ocurre algo, mister Stevens?

– En absoluto, miss Kenton. Más tarde llegarán algunos invitados, pero no hay ninguna razón por la que deba usted quedarse esta noche.

– Hace ya dos semanas que convinimos que podría tener la noche libre, mister Stevens.

– Por supuesto, miss Kenton. Le ruego que me disculpe.

Me volví para marcharme, pero las palabras de miss Kenton me retuvieron en la puerta.

– Mister Stevens, tengo algo que decirle.

– ¿Sí, miss Kenton?

– Es referente a la persona que conozco y a quien voy a ver esta noche.

– La escucho.

– Me ha pedido que me case con él. He pensado que tenía usted derecho a saberlo.

– Sí, miss Kenton. Una noticia muy interesante.

– Todavía lo estoy pensando.

– Claro.

Desvió un instante su mirada hacia las manos, pero inmediatamente sus ojos volvieron a encontrarme.

– Ha encontrado un trabajo en Cornualles y empieza dentro de un mes.

– Claro.

– Como le he dicho, todavía lo estoy pensando. Pero he considerado que debía usted estar al corriente.

– Se lo agradezco, miss Kenton. Le deseo sinceramente que pase una velada agradable. Ahora, si me disculpa…

Debían de haber pasado unos veinte minutos cuando volví a encontrarme con miss Kenton, esta vez mientras estaba ocupado en los preparativos de la cena. En realidad, subía por la escalera de servicio, con una bandeja completamente llena, cuando oí unos pasos agitados que hacían temblar el suelo de la planta de abajo, y, al volverme, me encontré con la mirada furiosa de miss Kenton, que estaba al pie de la escalera.

– Mister Stevens, ¿está insinuándome que le gustaría que trabajase esta noche?

– En absoluto, miss Kenton. Como usted misma ha dicho, ya me informó hace tiempo.

– Sí, pero tengo la impresión de que no le hace ninguna gracia que salga esta noche.

– Todo lo contrario, miss Kenton.

– ¿Piensa usted que armando tanto ruido en la cocina y pasando continuamente ante la puerta de mi habitación va a hacer que cambie de opinión?

– Miss Kenton, si ha oído usted un ligero revuelo en la cocina, es tan sólo porque mister Cardinal se ha presentado a cenar de improviso. No existe razón alguna por la que no pueda usted salir esta noche.

– Pienso salir de todas formas, mister Stevens, con su aprobación o sin ella. Que quede claro. Hace semanas que lo dispuse todo.

– Por supuesto, miss Kenton. Y como le he dicho, le deseo que pase una velada agradable.

Durante la cena reinó entre los dos caballeros un ambiente tirante y hubo largos ratos de silencio, en los que mi señor parecía completamente ausente. En un momento dado, mister Cardinal dijo:

– ¿Ocurre algo especial esta noche, señor?

– ¿Cómo dices?

– Las visitas de esta noche, ¿son muy especiales?

– Me temo que no puedo decirte nada, muchacho. Es totalmente confidencial.

– ¡Oh!, entonces supongo que no debo estar presente.

– ¿Estar presente en qué?

– No sé, en lo que vaya a tener lugar aquí esta noche.

– ¡Bah!, no creo que te pareciera interesante. De todas formas, se trata de algo totalmente confidencial. No puede haber nadie como tú presente. Eso de ningún modo.

– Realmente, debe ser algo muy especial.

Mister Cardinal miró atentamente a mi señor, pero éste se limitó a seguir comiendo sin añadir palabra. Después de la cena se retiraron a fumar unos cigarrillos y beber una copa de oporto. Durante el tiempo que tardé en recoger el comedor y preparar el salón para recibir a los invitados que vendrían por la noche, no tuve más remedio que pasar varias veces por delante de la puerta del salón de fumar. Me resultó inevitable, por tanto, observar cómo ambos caballeros, que durante la cena se habían mantenido bastante callados, empezaban ahora a conversar entre ellos violentamente. Un cuarto de hora más tarde se oyeron algunas voces. No me detuve a escuchar, como es natural, sin embargo no pude evitar oír gritar a mi señor:

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