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– ¡Cierto mérito! ¡Mire, mire cómo se sonríe, mister Stevens! Siempre que hablo de Lisa sonríe usted de ese modo. Una sonrisa que dice muchas cosas. Si, muchas cosas.

– ¿De verdad, miss Kenton? ¿Qué, exactamente?

– Es muy significativo que desde un principio se mostrase usted tan pesimista respecto a la chica. Todo porque Lisa es guapa, no vamos a negarlo. Y me he dado cuenta de que, en cierto modo, tiene usted aversión a que haya chicas guapas entre el personal.

– Eso que está diciendo son bobadas, y lo sabe muy bien.

– Pues eso es lo que he observado, mister Stevens. No le hace ninguna gracia que haya chicas guapas entre el personal. ¿Teme acaso que le distraigan? ¿No será que no tiene demasiada confianza en sí mismo? Después de todo, también usted es de carne y hueso.

– Miss Kenton, si encontrase a sus palabras el mínimo sentido, me molestaría en iniciar con usted una discusión. Sin embargo, creo que será mejor que piense en otras cosas si usted sigue hablando de este tema.

– Bueno, pero dígame, ¿por qué sigue sonriendo de esa forma tan pecaminosa? -¿Pecaminosa, miss Kenton? Sólo estoy asombrado por la asombrosa capacidad que tiene usted para decir tonterías, no es más que eso.

– No, se sonríe usted de forma pecaminosa , mister Stevens. Y además he notado que no se atreve nunca a mirar a Lisa. Ahora entiendo por qué se mostró tan reacio a que entrase esa chica.

– Me mostré reacio por razones mucho más sensatas, miss Kenton. Y usted lo sabe. Cuando se nos presentó la chica, no era de ningún modo la persona adecuada.

Comprenderán ustedes que en presencia de los criados nunca habríamos organizado semejante escena; sin embargo, aquellos momentos en que nos reuníamos a tomar el chocolate, sin perder su carácter básicamente profesional, nos permitían a menudo charlar de este modo inofensivo, lo cual, por otra parte, descargaba mucho las tensiones acumuladas tras un día ajetreado.

Lisa llevaba ya con nosotros ocho o nueve meses y yo apenas si pensaba en ella, cuando una noche se fue de la casa junto al segundo lacayo. Claro que cualquier mayordomo de cualquier mansión sabe que esto puede ocurrir. Y aunque son cosas verdaderamente muy irritantes, uno acaba por acostumbrarse. Además, comparada con otras escapadas «nocturnas», ésta había sido de lo más civilizada. Aparte de un poco de comida, la pareja no se había llevado nada que perteneciese a la casa, y, lo que es más, habían dejado dos cartas. El segundo lacayo, cuyo nombre ya no recuerdo, dejó una breve nota a mi nombre en la que decía algo así: «No nos juzgue mal, por favor. Estamos enamorados y vamos a casarnos». Lisa había escrito una nota más larga dirigida al ama de llaves, la carta que miss Kenton me enseñó en la despensa la mañana después de que los dos jóvenes desaparecieran. Que ahora recuerde, la carta estaba llena de faltas de ortografía y frases mal estructuradas, y en ella hablaba de lo enamorados que estaban, de lo formidable que era el segundo lacayo y del maravilloso futuro que les esperaba. Recuerdo que uno de los párrafos decía así: «No tenemos dinero pero no nos importa porque nos queremos. No queremos nada más si nos tenemos uno a otro es lo único que nos importa». Aunque se trataba de una carta de folio y medio, no había expresión alguna de gratitud hacia miss Kenton por sus muchas atenciones, ni palabra alguna de disculpa por dejarnos a todos plantados.

Evidentemente, miss Kenton se quedó muy desconcertada. Durante el rato que tardé en leer la carta de la muchacha, había permanecido sentada junto a la mesa delante de mí, con la cabeza agachada. En realidad, y fue una rara sensación, creo que nunca la había visto tan desconsolada como aquella mañana. Finalmente, cuando dejé la carta en la mesa, me dijo:

– Ya ve, mister Stevens, parece que tenía usted razón, y yo me equivoqué.

– Miss Kenton, no tiene usted por qué tomárselo así -dije yo-, son cosas que pasan. La gente como usted o como yo no puede hacer nada para evitar que ocurran.

– Ha sido culpa mía, mister Stevens, lo reconozco. Tenía usted razón y yo estaba equivocada, como siempre.

– Miss Kenton, en eso no estoy de acuerdo con usted. Hizo maravillas con esa chica. Lo que consiguió con ella ha sido en varias ocasiones la prueba de que era yo el que estaba equivocado. Hablo en serio, miss Kenton, lo que ha pasado podría haber ocurrido con cualquier otro empleado. La chica hizo muchos progresos con usted. Comprendo que se sienta defraudada, pero no tiene motivos para sentirse culpable.

Miss Kenton siguió con aire abatido y, finalmente, dijo en voz baja:

– Le agradezco que diga eso, mister Stevens. Es usted muy amable. -Después suspiró, como si estuviera cansada, y dijo-: Ha sido tonta. Tenía una buena carrera por delante. No le faltaban cualidades. ¡Son tantas las chicas como ella que desperdician las oportunidades que tienen! ¿Y todo para qué?

Nos quedamos los dos mirando la carta que había encima de la mesa y, seguidamente, miss Kenton apartó su mirada con un gesto de fatiga.

– Tiene razón -dije-, es una lástima.

– Ha sido tonta. Y ya verá qué pronto la dejará. Con la buena carrera que tenía por delante. Si hubiese perseverado un poco… en un par de años habría estado preparada para ejercer como ama de llaves en alguna casa más o menos grande. Tal vez piense que exagero, pero no tiene más que ver lo que mejoró conmigo en unos meses. ¡Y pensar que lo ha echado todo a perder por nada!

– Sí, ha sido tonta.

Empecé a recoger las hojas pensando en archivarlas como referencias, pero se me ocurrió que quizá miss Kenton no tenía intención de darme la carta sino que preferiría conservarla. Volví a dejar los folios en la mesa, aunque miss Kenton, en cualquier caso, seguía ausente.

– Ya verá usted qué pronto la dejará -repitió-. ¡Qué tonta ha sido!

Estoy viendo que me he perdido entre tantos recuerdos y, realmente, no era mi intención, pero quizá no sea tan grave considerando que, así, al menos he conseguido no pensar demasiado en los malos ratos que he pasado esta tarde; por cierto, confío en que hayan concluido por fin, ya que las últimas horas, todo hay que decirlo, han sido más bien agotadoras.

Ahora mismo me encuentro en casa de los señores Taylor, concretamente, en el ático. Estoy, pues, en un domicilio particular, y esta habitación que tan amablemente me han cedido por una noche los Taylor era la del mayor de sus hijos, que, ya adulto, reside en Exeter. Lo más visible en ella son las vigas y los travesaños. No hay alfombras en el suelo, que es de tablas, ni moqueta que las cubra. Sin embargo, debo decir que resulta una habitación sorprendentemente acogedora. Mistress Taylor, además, no sólo me ha hecho la cama sino que también ha limpiado y arreglado toda la habitación, y, aparte de una telaraña que cuelga cerca de una viga, no hay ningún otro indicio que haga pensar que el cuarto ha estado sin ocupar desde hace años. En cuanto a los señores Taylor, he averiguado que desde 1920 hasta hace tres años, cuando se jubilaron, llevaron la tienda de comestibles del pueblo. Son gente muy amable, y aunque he insistido varias veces en compensarles económicamente su hospitalidad, se han negado a aceptar nada.

El hecho de que me halle aquí ahora y de que, a todos los efectos, esta noche dependa completamente de la generosidad de los señores Taylor, se debe a un descuido estúpido e irritantemente simple: el coche se quedó sin gasolina. Si a esto se añade el problema de ayer con el agua del radiador, cualquier persona un poco atenta pensará que la falta de organización es propia de mi carácter. Debo decir que, por lo que respecta a los viajes largos en coche, soy más bien un novato. Por este motivo, no es de extrañar que incurra en tantos descuidos. Sin embargo, si uno considera que la previsión y la buena organización son cualidades fundamentales en nuestra profesión, es casi inevitable pensar que en cierto modo no estoy a la altura que me corresponde.

No obstante, también es verdad que antes de quedarme sin gasolina, más o menos en la última hora del trayecto, me fue imposible concentrarme. Mi plan era pasar la noche en Tavistock, ciudad a la que he llegado poco antes de las ocho, pero en la hostería principal de esta ciudad me dijeron que todas las habitaciones estaban ya ocupadas debido a la feria agrícola que se celebra estos días. Me indicaron otros varios establecimientos, pero en todos ellos me dieron la misma disculpa. Al final, en una casa de huéspedes situada a la salida de la ciudad, la propietaria me sugirió que siguiera unos cuantos kilómetros más hasta llegar a una hostería que vería junto a la carretera, propiedad de unos familiares suyos, en la que, con toda seguridad, encontraría habitaciones libres, ya que el sitio, a la distancia que estaba de Tavistock, no debía verse afectado por la feria.

A pesar de las instrucciones que me dio para llegar, las cuales en aquel momento me parecieron bastante claras, lo cierto es que no conseguí encontrar el establecimiento situado al lado de la carretera; el caso es que al cabo de unos quince minutos, aproximadamente, me vi de pronto en una larga carretera que tras una curva se perdía en un amplio páramo desierto. Por ambos lados me rodeaban lo que me pareció que eran terrenos pantanosos, y la niebla envolvía el camino por el que iba conduciendo. A mi izquierda, el sol despedía sus últimos rayos y, cortando el horizonte, se dibujaban las siluetas de graneros y granjas dispersos por el campo a cierta distancia. Por lo demás, sin embargo, me pareció que había dejado atrás todo signo de vida.

Recuerdo que entonces se me ocurrió dar la vuelta y recorrer de nuevo un trecho en busca de un desvío ante el que había pasado, pero cuando por fin di con él, resultó que aquella carretera estaba aún más desierta que la anterior. Seguí un rato conduciendo, casi ya a oscuras, entre setos bastante altos, y en un momento dado noté que la carretera formaba una curva pronunciada. Evidentemente, supuse que ya no encontraría la hostería de la carretera, de modo que decidí seguir conduciendo hasta llegar al próximo pueblo o ciudad a fin de buscar alojamiento. Me resultaría más fácil, pensé, reanudar la ruta prevista por la mañana, pero justo mientras estaba ocupado en estos razonamientos oí que el motor carraspeaba, y fue entonces cuando me di cuenta de que me había quedado sin gasolina.

Después; el coche siguió corriendo unos metros hasta quedarse parado, y cuando salí para ver dónde me encontraba comprobé que sólo faltaban unos minutos para que oscureciera y la carretera, que formaba una pendiente, estaba rodeada de árboles e hileras de matojos, aunque al final de la pendiente se divisaba un hueco entre los matojos por el que asomaba una cerca de hierro cuyo contorno se dibujaba en el cielo. Empecé a subir la pendiente, pues suponía que desde la cerca me haría una idea más clara de dónde me hallaba, y con la esperanza de que a lo mejor habría alguna granja donde pudiesen ayudarme. Las imágenes con que se toparon mis ojos me dejaron, sin embargo, algo desconcertado. Al otro lado de la cerca el terreno formaba un declive bastante pronunciado, y a unos veinte metros de distancia desaparecía totalmente de mi vista. A lo lejos, a un kilómetro más o menos en línea recta, se veía un pueblo situado al fondo del declive. A través de la niebla alcanzaba a divisar la torre de una iglesia, junto a la cual se agrupaban los oscuros tejados de pizarra. De las chimeneas salían columnas de humo blanco, y confieso que en aquel momento me invadió una verdadera sensación de desaliento. Evidentemente, no estaba en una situación desesperada. El coche, por ejemplo, estaba sin gasolina pero no estaba averiado. En una media hora podía llegar al pueblo y encontrar, sin duda alguna, alojamiento y un bidón de gasolina. Simplemente, no me reconfortaba en absoluto hallarme en la cima de una colina solitaria, contemplando a través de aquella cerca las luces que brotaban de un pueblo situado a lo lejos, bajo un cielo que ya se consumía y una niebla cada vez más espesa.

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