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– Sigo teniendo la intención de marcharme, mister Stevens. Pero he estado muy ocupada y no he tenido tiempo para ocuparme del asunto.

Debo admitir que por un momento su respuesta me dejó algo preocupado e incluso llegué a pensar que había proferido aquella amenaza en serio; sin embargo, conforme transcurrieron las semanas, resultaba cada vez más evidente que miss Kenton no se iría de Darlington Hall. La tensión entre nosotros fue progresivamente cediendo y recuerdo que de vez en cuando la molestaba con bromas y me burlaba de su amenaza. Por ejemplo, si estábamos hablando de algún importante acontecimiento futuro que debía tener lugar en la casa, le hacía observaciones como: «Bueno, eso suponiendo que aún siga usted con nosotros». Y habiendo transcurrido ya varios meses desde nuestro incidente, cuando oía este tipo de observaciones miss Kenton todavía solía quedarse callada, aunque supongo que, más que por rabia, era porque se sentía violenta.

Como es natural, llegó un momento en que el asunto quedó olvidado. Sin embargo, recuerdo que el tema volvió a tratarse, por última vez, un año después que las chicas hubiesen sido despedidas.

Fue mi señor quien una tarde en el salón, mientras le servía el té, volvió sobre el asunto. Por aquel entonces mistress Carolyn Barnet ya no influía en él; de hecho, había dejado de venir a Darlington Hall. Y quizá convenga añadir que, por otra parte, mi señor había roto todos sus vínculos con los camisas negras tras haber comprobado el auténtico y peligroso carácter de esta organización.

– ¡Ejem! Stevens -me dijo aquel día-, hace tiempo que quería hablarle… respecto a aquel asunto, hace un año. ¿Se acuerda? Sobre las dos criadas judías.

– Sí, señor.

– Supongo que será imposible localizarlas. Aquello no estuvo bien. La verdad es que me gustaría poder compensarlas de algún modo.

– Me ocuparé del asunto, señor. Pero no puedo asegurarle que nos sea posible saber qué ha sido de ellas.

– Vea usted qué se puede hacer. No, no estuvo bien.

Pensé que esta conversación con mi señor podía interesar a miss Kenton, y juzgué adecuado hacérsela saber, con el riesgo incluso de que renaciese su enfado. Finalmente, le comenté lo ocurrido una tarde de niebla en que la vi en el cenador, y el encuentro tuvo curiosos resultados.

Recuerdo que aquella tarde la bruma empezaba a posarse mientras cruzaba el césped. Me dirigía al cenador con el fin de recoger el servicio del té, que mi señor y unos invitados habían tomado un poco antes, y bastante antes de llegar a las escaleras donde se había caído mi padre descubrí, a lo lejos, la figura de miss Kenton, que se movía dentro del cenador. Al entrar, miss Kenton ya se había sentado en una silla de mimbre que había a un lado y estaba, creo, ocupada en una labor de costura. Efectivamente, al acercarme vi que estaba arreglando un cojín. Empecé a recoger las tazas y demás vajilla que había entre las plantas y sobre los muebles de caña, y si no me falla la memoria intercambiamos algunas palabras corteses y no sé si hablamos de algún asunto del trabajo. El caso es que, después de haber pasado varios días en el cuerpo principal de la casa, era realmente estimulante estar en el cenador, y ninguno de los dos nos sentíamos impulsados a realizar presurosamente nuestras tareas. En realidad, aquel día no se alcanzaba a ver demasiado lejos, porque la niebla lo envolvía todo y la luz se apagaba rápidamente. Miss Kenton, por ello, tenía que levantar la costura en dirección a los últimos rayos de sol que entraban. Recuerdo que los dos interrumpíamos a ratos nuestras respectivas ocupaciones, y nos poníamos a contemplar el paisaje que nos rodeaba. Yo tenía mi mirada puesta en los chopos plantados a lo largo del camino de acceso, donde la niebla se estaba espesando, cuando por fin me atreví a sacar a colación el tema de las dos muchachas que habían sido despedidas el año anterior:

– Estaba pensando, miss Kenton… Ahora me hace gracia, pero recordará que hace un año, por estas mismas fechas, seguía usted insistiendo en que iba a dejar este trabajo. Tiene gracia, ¿no?

La verdad es que la situación me divertía. Solté una pequeña carcajada, pero miss Kenton siguió callada. Al volverme a mirarla, la vi contemplando el mar de niebla que se extendía fuera, al otro lado del cristal.

– Posiblemente no se haga usted idea, mister Stevens -dijo por fin-, de lo seriamente que hablaba. Estaba decidida a dejar esta casa. Me sentía tan indignada… Si hubiese sido alguien mínimamente respetable, le aseguro que me habría ido de Darlington Hall hace mucho tiempo. -Hizo una pausa y yo volví a contemplar los chopos a lo lejos. Al cabo de unos instantes, prosiguió con voz cansada-: No fue más que cobardía, mister Stevens. Pura cobardía. ¿Adónde habría ido? No tengo familia. Sólo una tía. Y aunque la quiero mucho, cuando vivo con ella tengo la sensación de que estoy perdiendo el tiempo. Me decía que podía buscar otro empleo, pero me daba miedo, mister Stevens. Cada vez que pensaba en irme, me veía sola por ahí, dando vueltas, sin ningún conocido y sin que a nadie le importara mi vida. ¡Ya ve lo fuertes que son mis elevados principios! ¡Me da tanta vergüenza! No pude irme, mister Stevens, me faltó valor.

Miss Kenton hizo otra pausa y se quedó pensativa. Entonces me pareció que era el momento oportuno para contarle, del modo más exacto posible, lo ocurrido un rato antes entre lord Darlington y yo. Procedí a narrarle los hechos y concluí diciendo:

– Lo que está hecho ya no tiene remedio, pero al menos me ha consolado oírle decir a mi señor que todo aquello fue un grave error. He pensado que le gustaría saberlo. Después de todo, a usted la afectó tanto como a mí.

– Discúlpeme, mister Stevens -dijo miss Kenton, que aún seguía a mis espaldas, con una voz totalmente distinta, como si la hubiesen despertado bruscamente de un sueño-, pero no lo entiendo. -Y tras volverme, prosiguió-: Si no recuerdo mal, a usted le importaba un comino que Ruth y Sarah tuviesen que marcharse. Diría que incluso hasta le pareció bien.

– Escúcheme, miss Kenton, creo que se muestra injusta. Fue un asunto que me afectó mucho, sí, mucho. Le aseguro que me divierten más otras cosas.

– ¿Y por qué no me dijo usted eso en aquel momento?

Sonreí, pero durante unos instantes no supe muy bien qué contestar. Y antes de encontrar una respuesta, miss Kenton dejó a un lado la costura y añadió:

– ¿No se da cuenta del gran apoyo que habría supuesto para mí el año pasado que me hubiera confiado sus sentimientos? Usted sabía cuánto me dolía que despidiesen a esas dos chicas. ¿No se da cuenta de lo mucho que me habría ayudado? ¿Por qué, mister Stevens? ¿Me puede explicar por qué siempre tiene que fingir ? ¿Me lo puede decir?

Volví a reírme. Me parecía ridículo el cariz que estaba tomando la conversación.

– Miss Kenton -le dije-, creo que no la entiendo muy bien.

¿Fingir, dice usted?

– Me dolió mucho que Ruth y Sarah se marcharan. Y me dolió sobre todo porque creía que sólo me importaba a mí.

– Vamos, miss Kenton -cogí la bandeja donde había puesto las tazas y los platos sucios-, ¿de verdad cree que aprobaba esos despidos? Por supuesto que no.

Miss Kenton no dijo nada, y mientras me retiraba, me volví a mirarla. Contemplaba de nuevo el paisaje, pero el cenador se había quedado tan oscuro que sólo alcancé a ver su silueta dibujada en un fondo pálido y vacío. Le rogué que me disculpara y me fui.

Ahora que he relatado el episodio de las dos empleadas judías que fueron despedidas, recuerdo otro hecho que, a mi juicio, bien podría suponer lo que llamaríamos un curioso corolario de todo este asunto. Me estoy refiriendo a la llegada de una criada llamada Lisa. Al ser despedidas las dos muchachas judías, nos vimos obligados a contratar a sustitutas, siendo la tal Lisa una de ellas. Esta joven había solicitado el puesto vacante presentando unas referencias de lo más confusas, las cuales, a los ojos de cualquier mayordomo experimentado, dejaban entrever que la chica había sido despedida de su anterior empleo. Por otra parte, cuando miss Kenton y yo la interrogamos, quedó claro que nunca había permanecido en sus anteriores colocaciones más de dos semanas. En líneas generales, no me pareció que fuese una persona adecuada para desempeñar trabajo alguno en Darlington Hall. Sin embargo, para mi gran sorpresa, una vez hubimos terminado la entrevista, miss Kenton insistió en que debíamos contratarla.

– Es una chica con muchas posibilidades -me decía constantemente como réplica a mis protestas-. Estará directamente bajo mi supervisión y yo misma me encargaré de que se porte bien.

Estuvimos en desacuerdo durante algún tiempo, y quizá por el hecho de que aún seguía fresco en nuestras mentes el asunto de las dos chicas que habían sido despedidas, no me opuse contra su deseo con toda la energía que hubiera podido. Finalmente, acabé por ceder, aunque diciendo:

– Miss Kenton, comprenderá que si se contrata a esta chica todas las responsabilidades que de ello se deriven recaerán sobre usted. Por lo que a mí respecta, no me cabe la menor duda de que esta muchacha no está en absoluto capacitada para formar parte de nuestro personal. Y sólo entrará a formar parte con tal que se encargue usted misma de su formación.

– Nos dará buenos resultados, mister Stevens. Ya lo verá.

Y para sorpresa mía, durante las semanas que siguieron, la joven hizo muchos progresos, y a un ritmo notable. Su actitud en el trabajo parecía mejorar cada día, e incluso su actitud al andar y realizar las tareas, tan poco armoniosa en un principio que era mejor mirar para otro lado, mejoró espectacularmente.

Conforme avanzaron las semanas, y con ellas la milagrosa transformación de la muchacha en una útil empleada más, quedó patente el éxito de miss Kenton. Parecía regocijarse especialmente asignándole tareas o funciones que requiriesen un mayor grado de responsabilidad, y si por azar yo estaba observando, procuraba atraer mi atención adoptando una expresión burlona. La reunión que mantuvimos aquella noche en torno a nuestras tazas de chocolate fue un ejemplo típico de la clase de conversaciones que solíamos tener sobre Lisa.

– Lamentablemente -me dijo miss Kenton- debo decirle que Lisa no ha cometido todavía ningún error grave que valga la pena mencionar aquí. Se sentirá usted decepcionado.

– No estoy decepcionado en absoluto, miss Kenton. Más bien me alegro por usted y por todos nosotros. Reconozco que, por lo que se refiere a los progresos de la chica, tiene usted cierto mérito.

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