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No obstante, con ponerme pesimista no ganaba nada, y en cualquier caso era absurdo desperdiciar de aquel modo los últimos minutos de claridad que quedaban. Bajé de nuevo hasta el coche para buscar un maletín y meter las cosas esenciales y, armándome de una lámpara de bicicleta que daba una luz sorprendentemente potente, empecé a buscar un sendero por el que descender hasta el pueblo. Pero después de subir un buen rato por la colina hasta alejarme de la cerca un buen trecho, no conseguí encontrar ningún sendero. Después, cuando noté que la pendiente terminaba y que la carretera empezaba a bajar formando curvas no muy pronunciadas siguiendo una dirección que se alejaba del pueblo, cuyas luces aún vislumbraba a través del follaje, me volvió a invadir un profundo desánimo. De hecho, por unos instantes pensé que la mejor salida era volver a andar el camino que me separaba del coche y meterme dentro hasta que pasara algún otro vehículo. Pero faltaba muy poco para que anocheciera y pensé que si intentaba detener un coche en aquellas circunstancias me tomarían por un salteador de caminos o algo por el estilo. Por otra parte, desde que había dejado el coche no había pasado ningún otro vehículo. Pensándolo bien, creo que no había visto ningún vehículo desde que había salido de Tavistock. Decidí, por lo tanto, regresar hasta el lugar en que se hallaba la cerca y, desde allí, avanzar a campo través lo más recto posible en dirección a las luces del pueblo, hubiese camino o no.

La bajada no me resultó, al fin y al cabo, demasiado dura. Los pastos se sucedían unos a otros marcando el camino hacia el pueblo, y si bajaba pegado a los lindes podía andar más o menos cómodamente. Pero cuando ya estaba cerca del pueblo me resultó imposible encontrar forma de llegar al campo siguiente, y tuve que ir enfocando con la lámpara de la bicicleta, a un lado y a otro, los setos que me obstruían el paso. Finalmente, descubrí una pequeña abertura por la que pude escurrirme, no sin que se me rompieran los hombros de la chaqueta y las vueltas de los pantalones.

Al cabo de un rato fui a parar a un camino empedrado que llegaba hasta el pueblo, y fue mientras bajaba por ese camino cuando me encontré con mister Taylor, el amable señor que me ha hospedado esta noche. Salía de un cruce que había a unos metros delante de mí y tuvo la cortesía de esperar a que le alcanzara. Me saludó con la gorra y me preguntó si podía ayudarme en algo. Le expliqué lo más brevemente posible la situación en que me encontraba, añadiendo que le agradecería sobremanera si me acompañaba a alguna buena hostería. Al oír mis palabras, mister Taylor meneó la cabeza y me dijo:

– Lo siento, pero no va a encontrar usted ninguna hostería en nuestro pueblo, señor. John Humphreys suele alojar a los viajeros en el Crossed Keys, pero ahora está haciendo obras en el techo. -Y antes de que estas descorazonadoras noticias pudieran tener todo su efecto, mister Taylor añadió-: Si no le importa estar un poco incómodo, en mi casa podemos ofrecerle habitación y una cama para que pase usted la noche. No es nada del otro mundo, pero mi esposa limpiará y dispondrá lo imprescindible para que esté usted cómodo.

Creo que, aunque no muy convencido, le dije que no podía abusar de su amabilidad hasta ese extremo. Sin embargo, mister Taylor me respondió:

– Le aseguro que será un honor para nosotros. No hay muchas personas como usted que pasen por Moscombe y, sinceramente, no sé qué otra cosa puede hacer a estas horas. Mi esposa no me perdonaría nunca que le dejara abandonado toda la noche.

así es como al final he aceptado la amable hospitalidad de los señores Taylor. Pero cuando antes he dicho que la tarde había sido agotadora por todos los acontecimientos, no me refería simplemente al disgusto de quedarme sin gasolina y a tener que hacer tan duro trayecto hasta el pueblo. Lo sucedido ulteriormente, lo que ha sobrevenido una vez que me he sentado a cenar con los señores Taylor y sus vecinos, ha resultado, a su manera, más extenuante que las molestias básicamente físicas que había tenido que afrontar antes. Les aseguro que ha sido un verdadero alivio poder por fin subir a mi habitación y refrescar durante unos momentos los recuerdos que guardo de todos estos años en Darlington Hall.

El caso es que últimamente me he visto repetidas veces voluntariamente inmerso en todos estos recuerdos. Sobre todo, desde que hace unas semanas ha surgido la posibilidad de volver a ver a miss Kenton, he pasado mucho tiempo pensando por qué nuestra relación sufrió semejante cambio. Efectivamente, entre 1935 y 1936, después de muchos años durante los cuales habíamos conseguido compenetrarnos muy bien profesionalmente, nuestra relación experimentó un cambio importante. Terminamos incluso por abandonar la costumbre de reunirnos para tomar nuestra taza de chocolate ya concluido el día, aunque la verdadera raíz de ese cambio, la serie de acontecimientos que realmente motivaron esta ruptura, nunca he sido capaz de elucidarla.

Estos días he estado pensando que, posiblemente, un incidente decisivo en este cambio fuese el ocurrido la noche en que miss Kenton entró en la despensa sin haberla llamado. Ahora no recuerdo con exactitud por qué se presentó ante mí. Me parece que entró con un jarrón de flores «para alegrar el ambiente», aunque quizá vuelva a confundirme con otra ocasión al principio de conocernos, en que intentó hacer lo mismo. Sé que durante todos aquellos años, en tres ocasiones, como mínimo, intentó poner flores sobre mi mesa pero puede ser que esté equivocado y no fuese por ese motivo por lo que aquella noche en particular vino a mi gabinete. En cualquier caso, debo señalar que durante el tiempo que mantuvimos buenas relaciones profesionales nunca permití que esta relación implicase que el ama de llaves tuviese entera libertad para entrar y salir de la despensa cuando le viniese en gana. Por lo que a mí personalmente se refiere, la despensa donde trabaja el mayordomo debe ser el centro de operaciones de la casa, un lugar con una función primordial, y no el cuartel de un general durante una batalla. Y es fundamental que en su interior todas las cosas estén ordenadas y los demás las dejen exactamente como yo quiero que estén. Nunca he sido de esos mayordomos que permiten que todo el mundo entre y salga de la despensa con quejas y preguntas. Si se quiere dirigir una casa de la forma coordinada y uniforme, la despensa del mayordomo debe ser, evidentemente, un lugar donde el aislamiento y la intimidad estén garantizados.

Es cierto que la noche en que miss Kenton entró allí no estaba ocupado en ningún asunto de trabajo. Fue de hecho durante una semana tranquila, al final del día, mientras disfrutaba de una de mis pocas horas de ocio. Como he dicho, no estoy seguro de que miss Kenton entrara con un jarrón de flores, pero sí recuerdo que me dijo:

– Mister Stevens, de noche esta despensa parece aún más incómoda que de día. Tiene usted una bombilla muy lúgubre, sobre todo para estar leyendo.

– La luz es perfecta, miss Kenton.

– Se lo digo en serio. Este cuarto parece una celda. Sólo falta un catre, ahí, en esa esquina, para que uno se imagine a un condenado en sus últimas horas de vida.

Ahora no sé si yo, a mi vez, repliqué algo. En cualquier caso, no aparté la mirada de mi libro y esperé a ver si miss Kenton se disculpaba y se marchaba. Pero entonces la oí decir:

– Me pregunto qué estará usted leyendo.

– No es más que un libro, miss Kenton.

– Eso ya lo veo. Lo que me intriga es qué libro.

Levanté la mirada cuando vi que miss Kenton se me acercaba. Cerré el libro y, apretándolo contra el pecho, me levanté.

– Miss Kenton -dije-, le ruego que respete mis momentos de intimidad.

– Pero… ¿por qué le da tanta vergüenza enseñarme el libro? Empiezo a sospechar que se trata de un libro algo picante.

– Miss Kenton, me sorprende que sea capaz de pensar que en las estanterías de mi señor pueda haber libros «picantes», como usted dice.

– He oído decir que muchos libros de autores eruditos contienen pasajes de lo más picantes. Claro que yo, personalmente, nunca he tenido el valor de comprobarlo. Pero permítame, por favor, que vea lo que está leyendo.

– Miss Kenton, le ruego que me deje tranquilo. Es increíble que insista en acosarme de este modo durante los pocos ratos libres de que dispongo. Miss Kenton, sin embargo, siguió acercándose, y debo reconocer que me costaba decidir cuál podía ser el mejor modo de proceder. Por un momento tuve la tentación de meter el libro en el cajón de mi escritorio y cerrarlo rápidamente con llave, pero me pareció que podía resultar absurdo y un tanto teatral. Retrocedí entonces unos pasos con el libro todavía pegado al pecho.

– Por favor, enséñeme el libro -dijo miss Kenton acercándose más- p después le dejaré que siga disfrutando de su lectura. A saber qué libro será, que lo esconde usted tanto.

– Miss Kenton, no me importa lo más mínimo que sepa usted el título de este libro. Lo que sí me importa, por una cuestión de principios, es que se presente de este modo y me usurpe los ratos que tengo para estar solo.

– Lo que me pregunto es si se trata de un libro perfectamente respetable o si pretende usted impedir que me escandalice.

Y de pronto, con miss Kenton allí delante, parada frente a mí, algo cambió entre nosotros, fue como si de repente nos encontrásemos en un mundo aparte. Creo que no es fácil describir exactamente lo que intento decir. Sólo sé que a nuestro alrededor todo pareció enmudecer, y tuve la impresión de que la actitud de miss Kenton había sufrido una transformación. Su rostro reflejó una extraña seriedad, y una expresión que me pareció la de una persona asustada.

– Déjeme que vea el libro, por favor.

Avanzó unos pasos y empezó a soltarme lentamente el libro de las manos. Consideré que lo mejor, mientras tanto, era que mirase hacia otro lado, pero al tener su cuerpo tan cerca sólo podía desviar la mirada doblando el cuello de forma muy poco natural. Miss Kenton siguió arrebatándome el libro; levantándome prácticamente un dedo tras otro. Durante todo el proceso, que me pareció larguísimo, conseguí mantener mi postura, y finalmente la oí decir:

– ¡Válgame Dios, mister Stevens! Pero si no es un libro nada escandaloso. No es más que una simple historia de amor.

Y creo que justo en ese momento decidí que ya había soportado bastante. No recuerdo con exactitud qué le dije, sólo sé que le ordené que se marchase de mi despensa y di por concluido el episodio.

Supongo que debería añadir unas cuantas palabras referentes al libro sobre el que giró este incidente. Bien, es cierto que se trataba de lo que podríamos llamar una «historia sentimental», una de las muchas que albergan la biblioteca y alguna de las habitaciones de los huéspedes, para distracción de las damas que nos visitan. Pero la razón por la que a veces me enfrascaba en esos libros era muy simple. Suponían un medio extremadamente eficaz de mantener y desarrollar mi dominio del lenguaje. Mi opinión, y no sé si también la de ustedes, es que por lo que respecta a nuestra generación se ha hecho demasiado hincapié en la conveniencia, desde un punto de vista profesional, de poseer buen acento y dominio del lenguaje. Es decir, han sido factores sobre los cuales en ocasiones se ha insistido mucho, menospreciando cualidades profesionales más importantes. Yo, por mi parte, nunca he considerado que el buen acento y el dominio del lenguaje no sean atributos agradables. De hecho, he juzgado que era mi obligación el mejorarlos al máximo. Y para ello, un método rápido es leer, en los escasos ratos libres, unas cuantas páginas de un libro bien escrito. Es la política que he seguido durante varios años, y el libro que miss Kenton me sorprendió leyendo aquella tarde era el tipo de libro que solía escoger, ya que son obras que están escritas en buen inglés y contienen numerosos diálogos elegantes, de gran valor práctico para mí. Otros libros más pesados, trabajos más versados, digamos, aunque puedan permitir mayores avances, están redactados en términos que probablemente no me serían de tanta utilidad, teniendo en cuenta la clase de diálogos que, en general, pueda yo mantener con una dama o un caballero. Nunca he tenido tiempo ni ganas de leer de cabo a rabo una de esas novelas; sé que la trama siempre era absurda, sólo historias pasionales, y de no haber sido por la utilidad que, como ya he dicho, tenían para mí, no habría desperdiciado un solo minuto en estos libros. Debo confesar sin embargo, y no me importa decirlo ni creo que deba avergonzarme, que en ocasiones estas historias me divertían. Quizá en aquella época me empeñaba en no reconocerlo pero, como ya digo, no veo motivo para avergonzarme. ¿Qué hay de malo en que uno se divierta leyendo historias de damas y caballeros que se enamoran y declaran mutuamente sus sentimientos, empleando frases, a veces, de lo más elegantes?

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