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Nos miramos fijamente, con rostro inexpresivo y apático. Luego ella hace un leve movimiento con la cabeza, una ligera sacudida a la derecha. Vuelve a coger el cigarrillo que le ofrece la mujer de rojo, se lo lleva a la boca y deja la mano suspendida un momento en el aire, los cinco dedos estirados. Luego se vuelve de espaldas.

Nuestra antigua señal. Tengo cinco minutos para llegar al lavabo de las mujeres, que debe de estar en alguna parte a su derecha. Miro a mi alrededor: ni rastros del lavabo. No puedo arriesgarme a subir y caminar sin rumbo fijo, sin el Comandante. No conozco lo suficiente, no estoy al tanto, podrían hacerme preguntas.

Un minuto, dos. Moira empieza a pasearse al ver que no aparezco. Sólo puede confiar en que la he entendido y que la seguiré.

El Comandante regresa con dos vasos. Me sonríe, coloca los vasos sobre la larga mesa de café, frente al sofá, y se sienta.

– ¿Te diviertes? -me pregunta. Quiere que me divierta. Al fin y al cabo, esto es un placer.

Le sonrío.

– ¿Hay lavabo? -pregunto.

– Por supuesto -responde. Da un sorbo de su vaso. No me proporciona más información.

– Necesito ir -cuento mentalmente, ya no son minutos, sino segundos.

– Está allí -me indica.

– ¿Y si alguien me detiene?

– Enséñale tu etiqueta -dice-. Será suficiente. Sabrán que estás reservada.

Me levanto y cruzo la sala con paso vacilante. Al llegar a la fuente me tambaleo y estoy a punto de caer. Son los tacones. Sin el brazo del Comandante para sujetarme, pierdo el equilibrio. Varios hombres me miran, creo que con asombro más que con lascivia. Me siento tonta. Pongo el brazo izquierdo delante de mi cuerpo, bien visible y doblado a la altura del codo con la etiqueta hacia afuera. Nadie dice nada.

CAPÍTULO 38

Encuentro la entrada a los lavabos de mujeres. En la puerta aún se lee la palabra Damas escrita en letras doradas con adornos. Hay un pasillo que conduce a la puerta y, junto a ésta, una mujer sentada delante de una mesa, supervisando las entradas y las salidas. Es una mujer mayor que lleva un caftán color púrpura y los ojos pintados con sombra dorada, pero no hay vuelta de hoja: es una Tía. Tiene el aguijón sobre la mesa y la correa alrededor de la muñeca. Aquí no se hacen tonterías.

– Quince minutos -me avisa. Me entrega un cartón rectangular de color púrpura que coge de una pila que hay sobre la mesa. Es como un probador de una tienda de las de antes. Oigo que le dice a la mujer que entra detrás de mí-: Acabas de estar aquí.

– Necesito ir otra vez -le explica la mujer.

– El descanso es una vez por hora -dice la Tía -. Ya conoces las reglas.

La mujer empieza a protestar en tono desesperado y quejoso. Empujo la puerta y la abro.

Recuerdo esto. Es la zona de descanso, iluminada suavemente en tonos rosados; hay varios sillones y un sofá con un estampado de brotes de bambú de color verde lima, y encima un reloj de pared con un marco de filigrana dorada. Aquí no han quitado el espejo, hay uno muy grande frente al sofá. Aquí necesitas saber el aspecto que tienes. Al otro lado de una arcada se encuentran los cubículos de los retretes, también rosados, y lavabos y más espejos.

Hay varias mujeres sentadas en las sillas y en el sofá; se han quitado los zapatos y están fumando. Cuando entro, me observan. En el aire se mezclan el olor a perfume, a humo y a carne en acción.

– ¿Nueva? -me pregunta una de ellas.

– Sí -respondo mientras busco con la mirada a Moira, a quien no veo por ninguna parte.

Las mujeres no sonríen. Vuelven a concentrarse en sus cigarrillos como si se tratara de un asunto serio. En la sala del extremo, una mujer vestida con un traje de gato, con una cola de imitación piel de color naranja, se está arreglando el maquillaje. Es como estar en unos camerinos: maquillaje y humo, materiales de la ilusión.

Vacilo, no sé qué hacer. No quiero preguntar por Moira, no sé hasta qué punto es seguro. Entonces se oye correr el agua de uno de los retretes y Moira sale. Se balancea en dirección a mí; espero alguna señal.

– Todo está bien -me dice a mí y a las otras mujeres-. La conozco -las otras sonríen, y Moira me abraza. La rodeo con mis brazos y el alambre que le levanta los pechos se clava en mi pecho. Nos besamos, primero una mejilla, luego la otra. Nos separamos.

– Qué horror -afirma y me dedica una sonrisa Pareces la Puta de Babilonia.

– ¿No es lo que debo parecer? -le pregunto. Tú pareces una cosa arrastrada por un gato.

– Sí -reconoce levantando la frente-, no es mi estilo, y esta cosa está a punto de caerse a pedazos. Me gustaría que encontraran a alguien que aún supiera cómo hacerlos. Entonces podría conseguir algo medianamente decente.

– ¿Lo escogiste tú? -me pregunto si lo habrá preferido a los otros por ser menos chillón. Al menos éste sólo es blanco y negro.

– Demonios, no -exclama-. Es de los que reparte el gobierno. Supongo que pensaron que era yo.

Aún no puedo creer que sea ella. Vuelvo a tocarle el brazo. Me echo a llorar.

– No lo hagas -me aconseja. Se te correrá la pintura. Además no hay tiempo. Apartaos -les dice en su habitual estilo perentorio y cortante a las dos mujeres que están sentadas en el sofá; y, como de costumbre, se sale con la suya.

– De todos modos se me termina el descanso -responde una de las mujeres, vestida con un traje azul pálido de Viuda Alegre y calcetines blancos. Se pone de pie y me estrecha la mano- Bienvenida -me dice.

La otra mujer también se levanta y Moira y yo nos sentamos. Lo primero que hacemos es quitarnos los zapatos.

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí? -me pregunta por fin-. No es que no sea fantástico verte, pero no es tan fantástico para ti. ¿Qué error cometiste? ¿Te reíste de su polla?

Miro al cielo raso.

– ¿Hay micrófonos ocultos? -pregunto. Me limpio los ojos cuidadosamente con los dedos. La pintura negra se me sale.

– Probablemente -admite Moira-. ¿Quieres un pitillo?

– Me encantaría.

– Tú -le dice a la mujer que está a su lado-. Déjame uno, ¿quieres?

La mujer le entrega uno de buena gana. Moira sigue siendo una habilidosa sablista. Sonrío al comprobarlo.

– Por otro lado, puede que no -reflexiona Moira-. No creas que les importa lo que decimos. Ya lo han oído casi todo, y de cualquier modo nadie sale de aquí si no es en una furgoneta negra. Pero si estás aquí ya debes saberlo.

Me acerco a ella para poder susurrarle al oído.

– Estoy aquí transitoriamente -le explico-. Sólo por esta noche. No debería estar aquí, de ninguna manera. Él me pasó de contrabando.

– ¿Quién? -me pregunta, también en un susurro-. ¿Ese mierda que te acompaña? Yo también estuve con él, es infernal.

– Es mi Comandante -aclaro.

Asiente con la cabeza.

– Algunos de ellos lo hacen, les produce placer. Es como joder en el altar, o algo así. Las de tu pandilla deben ser castos recipientes. Les encanta veros maquilladas. No es más que otro lamentable desliz del poder.

Nunca se me había ocurrido esta interpretación. Se la aplico al Comandante, pero me parece demasiado simple para él, demasiado tosca. Seguramente sus motivaciones son más delicadas. Aunque puede que sólo sea la vanidad lo que me mueve a pensar así.

– No nos queda mucho tiempo -le advierto-. Cuéntamelo todo.

Moira se encoge de hombros.

– ¿Qué interés tiene? -comenta. Pero sabe que tiene interés, de modo que comienza su relato.

Esto es lo que dice, lo que susurra, más o menos. No logro recordar las palabras exactas, porque no tuve con qué escribirlo. He completado el relato por ella en la medida de lo posible: no teníamos mucho tiempo, así que sólo me hizo un resumen. Me lo contó en dos sesiones, nos las arreglamos para hacer juntas un segundo descanso. He intentado emplear su mismo estilo. Es una manera de mantenerla viva.

– Dejé a esa vieja bruja de la Tía Elizabeth atada como un pavo de Navidad, detrás del horno. Quería matarla, de verdad que tenía ganas, pero ahora me alegro de no haberlo hecho, o las cosas habrían sido mucho peores para mí. No podía creer lo fácil que era salir del Centro. Vestida con aquel traje marrón, me limité a caminar con paso firme. Seguí andando como si supiera a dónde iba, hasta que quedé fuera de la vista. No tenía ningún plan; no fue algo organizado, como ellos creyeron, aunque cuando intentaron sonsacarme me inventé un montón de cosas. Es lo que cualquiera hace cuando le ponen los electrodos, y otras cosas. No te importa lo que dices.

»Seguí con los hombros echados hacia atrás y la barbilla alta, avanzando e intentando pensar qué haría. Cuando destrozaron la imprenta cogieron a muchas mujeres que conocía y pensé que ya habrían cogido al resto. Estaba segura de que tenían una lista. Fuimos lo suficiente tontas para pensar que podríamos continuar como hasta ese momento, incluso en la clandestinidad, y trasladamos todo lo que teníamos en el despacho a nuestros sótanos y habitaciones traseras. Así que supe que no me convenía acercarme a ninguna de esas casas.

»Tenía una ligera idea del punto de la ciudad en el que me encontraba, aunque no recordaba haber visto jamás la calle por la que caminaba. Pero por el sol pude calcular dónde estaba el norte. Después de todo, haber pertenecido a las Niñas Exploradoras tenía alguna utilidad. Pensé que más me valía seguir esa dirección y ver si lograba encontrar la Estación o la Plaza, o cualquiera de esas cosas. Entonces estaría segura de dónde me encontraba. También pensé que para mí sería mejor ir directamente al centro de las cosas, en lugar de alejarme. Eso parecería más plausible.

»Mientras estábamos encerradas en el Centro, habían instalado más puestos de control; estaban por todas partes. Al ver el primero se me pusieron los pelos de punta. Me encontré con él repentinamente, al girar en una esquina. Sabía que no sería normal dar media vuelta y retroceder en sus propias narices, así que logré engañarlos del mismo modo que lo había hecho en el Centro, mostrando el ceño fruncido, el cuerpo rígido, apretando los labios y mirándolos directamente, como si fueran llagas supurantes. Ya conoces la expresión que adoptan las Tías cuando pronuncian la palabra hombre. Funcionó a las mil maravillas, lo mismo que en el siguiente puesto de control.

»Pero mi mente daba vueltas y vueltas, como si me estuviera volviendo loca. Sólo tenía tiempo hasta que encontraran a la vieja bruja y dieran la alarma. Pronto empezarían a buscarme: una Tía que va a pie, una impostora. Intenté pensar en algo, recorrí mentalmente la lista de gente que conocía. Finalmente intenté recordar lo que pude de la lista de personas a las que enviábamos información. Por supuesto, hacía tiempo que la habíamos destruido; mejor dicho, no la destruimos, nos la repartimos, cada una memorizó una sección y luego la destruimos Aún usábamos el servicio postal, pero ya no poníamos nuestro logotipo en los sobres. Era demasiado arriesgado.

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