Me pregunto dónde la habrá encontrado. Se supone que toda la ropa de ese tipo ha sido destruida. Recuerdo haberlo visto en la televisión, en fragmentos filmados en diversas ciudades. En Nueva York se llamaba Limpieza de Manhattan. En Times Square había hogueras y las multitudes cantaban alrededor de ellas, mujeres que levantaban los brazos, agradecidas, cada vez que sentían que las cámaras las enfocaban, hombres jóvenes de rostro pétreo y bien afeitado que arrojaban objetos a las llamas: prendas de seda, nylon y piel de imitación, ligas verdes, rojas y violetas, raso negro, lamé dorado, plata brillante; bragas bikini, sujetadores transparentes con corazones rosados de raso cosidos para tapar los pezones. Y los fabricantes, importadores y vendedores arrodillados, arrepintiéndose en público, con las cabezas cubiertas con sombreros de papel, de forma cónica -como unas orejas de burro- con la palabra VERGUENZA pintada en rojo.
Pero algunas cosas deben de haberse salvado de las llamas, lo más probable es que no las encontraran todas. Él debe de haberla conseguido del mismo modo que consiguió las revistas: deshonestamente; apesta a mercado negro. Y no es nueva, ha sido usada con anterioridad, debajo de los brazos, la prenda está arrugada y ligeramente manchada con el sudor de alguna otra mujer.
– Tuve que adivinar la talla -me advierte-. Espero que te siente bien.
– ¿Pretende que me ponga esto? -me asombro. Sé que mi voz suena mojigata y desaprobadora. Sin embargo, hay algo atractivo en la idea. Nunca me he puesto nada ni remotamente parecido, tan brillante y teatral, y eso es lo que debe de ser, una vieja prenda de teatro, o algo de un número de un club nocturno desaparecido; lo más parecido que me puse alguna vez fueron trajes de baño y un conjunto de cubrecorsé con encajes de color melocotón que Luke me compró una vez. Sin embargo, hay algo seductor en esta prenda, encierra el pueril atractivo de ponerse de tiros largos. Y sería tan ostentoso, como una burla a las Tías, tan pecaminoso, tan libre… La libertad, como todo lo demás, es relativo.
– Bien -acepto, intentando no parecer demasiado ansiosa. Quiero que él sienta que le estoy haciendo un favor. Tal vez hemos llegado a su verdadero y profundo deseo. ¿Tendrá un látigo escondido detrás de la puerta? ¿Se sacará las botas y se arrojará o me arrojará a mí sobre el escritorio?
– Es un disfraz -me explica-. También tendrás que pintarte la cara; traje todo lo que hace falta. No podrías entrar sin esto.
– ¿ Dónde? -pregunto.
– Esta noche voy a llevarte afuera.
– ¿Afuera? -es una expresión arcaica. Seguramente ya no queda ningún sitio donde llevar a una mujer.
– Fuera de aquí -afirma.
Sé, sin necesidad de que me lo diga, que lo que propone es arriesgado para él, pero especialmente para mí; de todos modos, quiero ir. Quiero cualquier cosa que rompa la monotonía, que subvierta el respetable orden de las cosas.
Le digo que no quiero que me mire mientras me pongo la prenda; delante de él, aún tengo vergüenza de mi cuerpo. Dice que se volverá de espaldas, y lo hace; me quito los zapatos y los calcetines, los leotardos de algodón y me pongo las plumas bajo la protección del vestido. Luego me quito el vestido y deslizo sobre mis hombros los finos tirantes con lentejuelas. También hay un par de zapatos de color malva con tacones absurdamente altos. Nada me sienta a la perfección: los zapatos son un poco grandes y la cintura del traje es demasiado ceñida, pero servirán.
– Ya está -anuncio, y él se da vuelta. Me siento estúpida; quiero verme en un espejo.
– Encantadora -comenta-. Y ahora tu cara.
Todo lo que tiene es un lápiz labial viejo, blando y con olor a uvas artificiales, un delineador y maquillaje. Ni sombra para párpados, ni colorete. Por un momento pienso que no recordaré cómo se hace, y mi primer intento con el delineador me deja un párpado manchado de negro, como si me lo hubiera hecho en una pelea; pero me lo limpio con la loción de manos de aceite vegetal y vuelvo a probar. Me froto ligeramente los pómulos con el lápiz labial y lo extiendo. Mientras realizo la operación, él me sostiene un enorme espejo de mano con dorso de plata. Reconozco el espejo de Serena Joy. Él debe de haberlo cogido de su habitación.
No puedo hacer nada con mi pelo.
– Estupendo -afirma. A estas alturas, está bastante excitado; es como si nos estuviéramos vistiendo para ir a una fiesta.
Va hasta el armario y saca una capa con una caperuza. Es de color azul claro, el color de las Esposas. También debe de ser de Serena.
– Échate la caperuza sobre la cara -indica-. Intenta no estropear el maquillaje. Es para pasar por los controles.
– ¿Y mi pase? -pregunto.
– No te preocupes por eso -me tranquiliza-. Te he conseguido uno.
Y nos disponemos a salir.
Nos deslizamos juntos por las calles envueltas en penumbras. El Comandante me ha cogido de la mano derecha, como los adolescentes en las películas. Me cierro bien la capa de color azul claro, como haría una buena Esposa. A través del túnel formado por la caperuza puedo ver la nuca de Nick. Lleva la gorra en la posición correcta, está sentado en una postura recta y con el cuello estirado, todo su cuerpo está erguido. ¿Su postura desaprueba mi conducta, o yo me lo imagino? ¿Sabe lo que llevo puesto debajo de la capa, él mismo lo consiguió? Si fuera así, ¿está enfadado, siente algún deseo, envidia o alguna otra cosa? Tenemos una cosa en común: ambos debemos ser invisibles, ambos somos funcionarios. Me pregunto si él lo sabe. Cuando le abrió la puerta del coche al Comandante, y por extensión a mí, intenté captar su mirada, hacer que me mirara, pero él actuó como si no me viera. ¿Por qué no? Para él es un trabajo fácil: pequeños recados, favores, y no creo que quiera arriesgar su situación.
En los puestos de control no surge ningún problema, todo sale tan bien como dijo el Comandante, a pesar del pesado golpeteo y de la presión de la sangre en mi cabeza. Gallina de mierda, diría Moira.
Cuando pasamos el segundo puesto de control, Nick pregunta:
– ¿Aquí, señor?
– Sí -responde el Comandante. El coche avanza y el Comandante me advierte-: Ahora tendré que pedirte que te acomodes en el suelo del coche.
– ¿En el suelo? -me asombro.
– Tenemos que atravesar la puerta -me explica, como si eso significara algo para mí. Intenté preguntarle a dónde íbamos, pero dijo que quería darme una sorpresa-. A las Esposas no se les permite la entrada.
Así que me aplasto contra el suelo y el coche vuelve a arrancar, y durante unos minutos no veo nada. Debajo de la capa hace un calor sofocante. Es una capa de invierno, no es de algodón como las de verano, y huele a naftalina. Debe de haberla cogido del armario de la ropa de invierno, sabiendo que ella no lo notará. Ha tenido la amabilidad de mover los pies para hacerme lugar. De todos modos, tengo la frente contra sus zapatos. Nunca había estado tan cerca de sus zapatos. Parecen duros, impenetrables como el caparazón de las cucarachas: negros, lustrados, incrustables. Es como si no tuvieran nada que ver con los pies.
Atravesamos otro puesto de control. Oigo las voces irnpersonales y respetuosas, y la ventanilla que baja y sube eléctricamente para que él presente los pases. Esta vez no enseña el mío, el que se supone que es mío, porque oficialmente no existo, por ahora.
Luego el coche arranca y vuelve a detenerse, y el comandante me ayuda a incorporarme.
– Tendremos que ser rápidos -comenta-. Ésta es una entrada trasera. Le dejarás la capa a Nick. A la hora de siempre -le dice a Nick. O sea que esto también es algo que ha hecho antes.
Me ayuda a quitarme la capa; la puerta del coche está abierta. Noto el aire sobre mi piel casi desnuda y me doy cuenta que he estado sudando. Cuando me giro para cerrar la puerta del coche, veo que Nick me mira a través del cristal. Ahora me ve. ¿Lo que veo es desdén, o indiferencia, es simplemente lo que él esperaba de mí?
Estamos en un callejón, detrás de un edificio de ladrillos rojos, bastante moderno. Junto a la puerta hay una hilera de cubos de basura que huelen a pollo frito en descomposición. El Comandante pone la llave en la puerta, que es chata y gris y está al mismo nivel de la pared y que, me parece, es de acero. En el interior hay un pasillo de hormigón iluminado con lámparas fluorescentes; una especie de túnel funcional.
– Es aquí -me dice el Comandante. Me coloca en la muñeca una etiqueta de color púrpura con una banda elástica, como las etiquetas que dan en los aeropuertos para el equipaje-. Si alguien te pregunta, di que estás alquilada para esta noche -me aconseja. Me coge del brazo para guiarme. Lo que quiero es un espejo para ver si tengo los labios bien pintados o si las plumas son muy ridículas y están muy desordenadas. Con esta luz debo de parecer muy pálida. Pero ya es demasiado tarde.
Idiota, dice Moira.
Caminamos por el pasillo, atravesamos otra puerta gris y chata y avanzamos por otro pasillo, esta vez iluminado y cubierto con una alfombra de color champiñón, rosa pardusco. Las puertas se abren hacia afuera y están numeradas: ciento uno, ciento dos, como uno cuenta durante una tormenta para saber a qué distancia está. Entonces es un hotel. Desde detrás de una de las puertas llegan risas, las de un hombre y una mujer. Hacía mucho tiempo que no oía reír.
Salimos a un patio central. Es amplio y alto y hay varios pisos hasta la claraboya de la parte superior. En el centro hay una fuente, una fuente redonda que rocía agua en forma de diente de león que empieza a granar. Plantas en tiestos y retoños de árbol aquí y allá, enredaderas que cuelgan de los balcones. Ascensores con cristales ovalados se deslizan arriba y abajo como moluscos gigantes.
Sé dónde estoy. He estado aquí antes: con Luke, por las tardes, hace mucho tiempo. Antes era un hotel. Ahora está lleno de mujeres.
Me quedo quieta y las miro. Aquí puedo mirar fijamente, mirar a mi alrededor, ya no tengo la toca que me lo impida. Mi cabeza, despojada de ella, parece extrañamente ligera, como si le hubieran quitado un peso, o parte de su sustancia.
Las mujeres están sentadas, repantigadas, paseándose o apoyadas unas contra otras. Mezclados con ellas se ven algunos hombres, montones de hombres que, vestidos con sus uniformes o trajes oscuros, tan parecidos entre sí, forman un segundo plano indiferenciado. Las mujeres, por su parte, tienen un aspecto tropical, van vestidas con todo tipo de ropas festivas y brillantes. Algunas de ellas llevan conjuntos como el mío, con plumas y adornos brillantes, escotados en los muslos y en los pechos. Algunas tienen puesta ropa interior como la que se usaba antes, camisones cortos, pijamas cortos y algún que otro salto de cama transparente. Otras llevan trajes de baño, enteros o bikinis; hay una con una prenda hecha con ganchillo y unas enormes conchas de vieiras que le cubren las tetas. Algunas van vestidas con pantalones cortos de deporte y blusas abiertas en la espalda, otras con mallas de gimnasia como las que solían verse por televisión, ceñidas, y calentadores tejidos de color pastel. Incluso se ven algunas con trajes dé animadoras, faldas cortas plisadas y enormes letras sobre el pecho. Me imagino que han tenido que recurrir a esta mezcolanza, a lo que han podido birlar o rescatar. Todas están maquilladas, y me doy cuenta de lo raro que me resulta ver mujeres maquilladas, porque sus ojos me parecen demasiado grandes, demasiado oscuros y brillantes, sus bocas demasiado rojas, demasiado húmedas, como bañadas en sangre; o, por otra parte, payasescas.