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– Debe de tener alguna característica especial -señalo. Sé que lo estoy provocando, adulando, desatándole la lengua, y yo misma me desagrado, de hecho esto es nauseabundo. Pero nos tiramos la pelota. Si él no habla, lo haré yo. Lo sé, puedo sentir las palabras que retroceden en mi interior, hace mucho tiempo que no hablo realmente con alguien. El breve susurro intercambiado hoy con Deglen durante nuestro paseo, apenas cuenta; pero fue una incitación, un preludio. Después del alivio que sentí, incluso con una conversación tan breve, quiero más.

Pero si hablo, diré algo que no debo, revelaré algo. Incluso lo noto, como una traición a mí misma. No quiero que él sepa demasiado.

– Oh, para empezar me dedicaba a la investigación de mercado -explica en tono tímido-. Después amplié el campo de actividades.

Me sorprende el hecho de que, aunque sé que es un comandante, no sé de qué es Comandante. ¿Qué controla, cuál es su campo, como solían decir? No tienen títulos específicos.

– Ah -digo, fingiendo entender.

– Se podría decir que soy una especie de científico -añade-. Dentro de ciertos límites, por supuesto.

Después no dice nada durante un rato, y yo tampoco. Nos esperamos mutuamente.

Por fin soy yo quien rompe el silencio.

– Bueno, tal vez podría explicarme algo que me pregunto desde hace tiempo.

Se muestra interesado.

– ¿Qué es?

Estoy corriendo un riesgo, pero no puedo reprimirme.

– Es una frase que recuerdo de algún sitio -es mejor no decir de dónde-. Creo que es en latín, y pensé que tal vez… -sé que tiene un diccionario de latín. Tiene varios diccionarios en el estante superior, a la izquierda de la chimenea.

– Dime -me apremia, distante, pero más alerta, ¿o es mi imaginación?

– Nolite te bastardes carborundorum -recito.

– ¿Qué? -se asombra.

No la he pronunciado correctamente. No sé cómo se pronuncia.

– Podría deletrearla -propongo-. O escribirla.

Vacila ante esta novedosa idea. Quizá no recuerda que sé escribir. Jamás he cogido una pluma ni un lápiz dentro de esta habitación, ni siquiera para sumar los puntos. Las mujeres no saben sumar, dijo él una vez, en broma. Cuando le pregunté qué quería decir, me respondió: Para ellas, Uno más uno más uno más uno no es igual a cuatro.

– ¿A qué es igual? -le pregunté, suponiendo que diría Cinco, o tres.

– Simplemente uno más uno más uno más uno -concluyó

Pero ahora me responde:

– De acuerdo -y me lanza su pluma por encima del escritorio en actitud casi desafiante, como si aceptara un reto. Miro a mi alrededor buscando algo donde escribir y él me pasa el bloc de los puntos, un taco de papeles con una pequeña sonrisa impresa en la parte superior de la hoja. Aún fabrican esas cosas.

Escribo la frase cuidadosamente, revisando en mi archivo mental. Nolite te bastardes carborundorum. En este contexto no es ni una plegaria ni una orden, sino una triste inscripción alguna vez garabateada y luego olvidada. Percibo la sensualidad de la pluma entre mis dedos, casi como si estuviera viva, noto su energía, el poder de las palabras que contiene. Pluma es sinónimo de Envidia, decía lía Lydia citando otro lema del Centro, advirtiéndonos que nos mantuviéramos apartadas de semejantes objetos. Y tenían razón, es sinónimo de envidia. El solo hecho de cogerla produce envidia. Tengo envidia de la pluma del Comandante. Es otra de las cosas que me gustaría robar.

El Comandante coge la hoja de la sonrisa de mi mano y la mira. Entonces se echa a reír, ¿se ruboriza?

– No es auténtico latín -afirma-. Sólo es un chiste.

– ¿Un chiste? -pregunto, desconcertada. No puede ser sólo un chiste. ¿He corrido este riesgo, he hecho preguntas sólo por un chiste?-. ¿Qué clase de chiste?

– Ya sabes cómo son los colegiales -comenta. Ahora comprendo que su risa es nostálgica, es una risa de indulgencia hacia su antiguo yo. Se pone de pie, se acerca a la librería y coge un libro de su botín; pero no es el diccionario. Es un libro viejo, parece un libro de texto, con las esquinas de las páginas dobladas y sucio de tinta. Antes de enseñármelo, lo hojea en actitud contemplativa y evocadora; entonces dice-: Aquí -y lo deja abierto sobre el escritorio, delante de mí.

Lo primero que veo es una ilustración, una foto en blanco y negro de la Venus de Milo, con un bigote, un sujetador negro y pelos en las axilas torpemente dibujados. En la página siguiente se ve el Coliseo de Roma, con una leyenda escrita en inglés, y debajo una conjugación: sum es est, sumus estis sunt.

– Allí -dice señalando el margen, donde se ve escrito con la misma tinta empleada para el pelo de la Venus: Nolite te bastardes carborundorum.

– Es un poco difícil de explicar dónde está la gracia a menos que sepas latín -puntualiza-. Solíamos escribir todo tipo de cosas de esta manera. No sé de dónde lo sacamos, de los chicos mayores, tal vez -deja pasar las páginas, olvidándose de mí y de sí mismo-. Mira esto -sugiere. La ilustración se llama Las Sabinas, y en el margen se ve la inscripción: chul chus chut, chulum chuchus chu pat-. Y había otra -añade-. Pim pis pit… -se interrumpe, retornando al presente, turbado. Vuelve a sonreír; esta vez es como una mueca. Me lo imagino con pecas y un remolino en el pelo. En este momento casi me gusta.

– ¿Pero qué significaba? -pregunto.

– ¿Cuál? -dice-. Oh. Significaba «No dejes que los bastardos te carbonicen». Supongo que entonces nos creíamos muy inteligentes.

Fuerzo una sonrisa, pero ahora todo me parece claro. Comprendo por qué ella escribió la frase en la pared del armario, pero también comprendo que ella debe de haberla aprendido aquí, en esta habitación. ¿Qué otra explicación podría haber? Ella nunca fue un colegial. Con él, durante alguna etapa previa de recuerdos de su infancia, de intercambio de confidencias. Entonces no soy la primera en penetrar en su silencio, en jugar con él juegos infantiles de palabras.

– ¿Qué le ocurrió a ella?

Apenas comprende mi pregunta…

– ¿La conocías?

– Un poco -le miento.

– Se colgó -dice en tono reflexivo más que apesadumbrado-. Por eso sacamos la instalación de la luz de tu habitación -hace una pausa-. Serena lo descubrió -prosigue, como si fuera una explicación. Y lo es.

Si se te muere el perro, cómprate otro.

– ¿Con qué? -le pregunto.

No quiere darme ninguna idea.

– ¿Qué importa? -responde. Con un trozo de sábana, me imagino. Ya he considerado las posibilidades.

– Supongo que fue Cora quien lo encontró -comento. Por eso gritó.

– Sí -dice-. Pobrecilla -se refiere a Cora.

– Tal vez no debería venir nunca más -sugiero.

– Creí que lo pasabas bien -dice en voz apenas audible y mirándome atentamente. Si no lo conociera, pensaría que es miedo-. Eso es lo que pretendía.

– Quiere hacerme la vida llevadera -señalo. No suena como una pregunta sino como una afirmación categórica, sin dimensiones. Si mi vida es llevadera, tal vez lo que ellos están haciendo es lo correcto, después de todo.

– Sí -admite-. Así es. Lo preferiría.

– Pues bien -prosigo. Las cosas han cambiado. Ahora sé algo sobre él. Lo que sé es la posibilidad de mi propia muerte. Lo que sé de él es su culpabilidad. Por fin.

– ¿Qué quieres? -pregunta, aún en voz baja, como si fuera simplemente una transacción comercial, y además insignificante; golosinas, cigarrillos.

– ¿Quiere decir además de la loción de manos? -pregunto.

– Además de la loción de manos -confirma.

– Me gustaría… Me gustaría saber -suena como una frase indefinida, incluso estúpida, le digo sin pensar.

– ¿Saber qué?

– Todo lo que hay que saber -afirmo, pero eso es demasiado petulante-. Lo que está ocurriendo.

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