La segunda noche empezó igual que la primera. Fui hasta su puerta -que estaba cerrada-, llamé, y él me dijo que entrara. Luego siguieron las dos partidas con las suaves fichas de color beige. Prolijo, cuarzo, quicio, sílfide, ritmo, todos los viejos trucos que logré imaginar o recordar para usar las consonantes. Sentía la lengua pesada a causa del esfuerzo de deletrear. Era como usar un idioma que alguna vez supe pero que casi había olvidado, un idioma que tiene que ver con las costumbres que hace mucho tiempo desaparecieron: café au lait en una terraza, con un brioche, ajenjo servido en un vaso largo o camarones en un cucurucho de papel; cosas acerca de las cuales había leído, pero que nunca había visto. Era como intentar caminar sin muletas, como aquellas riñas falsas de las antiguas películas de la televisión. Puedes hacerlo. Sé que puedes. Así se tambaleaba y tropezaba mi mente entre las angulosas erres y tes, deslizándose sobre las vocales ovoides como si lo hiciera sobre guijarros.
El Comandante se mostraba paciente cuando yo dudaba o le preguntaba cuál era la ortografía correcta de una palabra. Siempre estamos a tiempo de consultar el diccionario, dijo. Dijo podemos. Me di cuenta de que la primera vez me había dejado ganar.
Esperaba que aquella noche todo fuera igual, incluyendo el beso de buenas noches. Pero cuando terminamos la partida, se echó hacia atrás en la silla. Apoyó los codos en los brazos de la silla, juntó las yemas de los dedos y me miró.
Tengo un pequeño regalo para ti, anunció.
Sonrió levemente. Luego abrió el cajón superior de su escritorio y sacó algo. Lo sostuvo un momento entre sus manos, como decidiendo si dármelo o no. Aunque desde donde yo estaba la veía del revés, la reconocí de inmediato. En un tiempo habían sido algo muy común. Era una revista, una revista femenina, según deduje al ver la foto sobre el papel satinado: una modelo con el pelo ahuecado, el cuello envuelto por una bufanda, los labios pintados; la moda de otoño. Yo creía que todas esas revistas habían sido destruidas, pero quedaba una y estaba aquí, en el despacho privado del Comandante, donde menos esperabas encontrarte algo así. Miró a la modelo, que estaba de cara a él; aún sonreía, con esa sonrisa melancólica que lo caracterizaba. Su mirada fue la misma que uno dedicaría a un animal del zoológico cuya especie está casi extinguida.
Clavé la mirada en la revista, mientras él la balanceaba delante de mí como si se tratara de un anzuelo, y la deseé. La deseé con tanta fuerza que sentí dolor en las puntas de los dedos. Al mismo tiempo, mi ansia me pareció frívola y absurda porque en otros tiempos me había tomado bastante a la ligera este tipo de revistas. Las leía en la consulta del dentista y a veces en los aviones; las compraba para llevarlas a las habitaciones de los hoteles, como una manera de llenar el tiempo libre mientras esperaba a Luke. Una vez que las había hojeado las tiraba, porque eran absolutamente desechables, y uno o dos días más tarde era incapaz de recordar lo que había leído en ellas.
Sin embargo, en aquel momento lo recordé. Lo que había en ellas era una promesa. Comerciaban con la transformación; sugerían una interminable serie de posibilidades extendiéndose como una imagen en dos espejos enfrentados, multiplicándose, réplica tras réplica hasta desaparecer. Sugerían una aventura tras otra, un guardarropa tras otro, una reforma tras otra, un hombre tras otro. Sugerían el rejuvenecimiento, la derrota y la superación del dolor, el amor infinito. La verdadera promesa que encerraban era la inmoralidad.
Esto era lo que él sostenía entre sus manos, sin saberlo. Pasó rápidamente las páginas, y noté que me inclinaba hacia delante.
Es antigua, comentó, una especie de curiosidad. De la década de los setenta, creo. Es una Vogue, dijo como un experto en vinos que deja caer un nombre. Pensé que te gustaría mirarla.
Me eché hacia atrás. Él podía estar sometiéndome a una prueba para saber cuán profundamente había calado en mí el adoctrinamiento. No está permitida, respondí.
Aquí sí, dijo serenamente. Comprendí de inmediato. Si se había quebrado el tabú principal, ¿por qué dudar ante uno menos importante? Y ante otro, y otro. ¿Quién podía saber dónde terminarían? Detrás de esta puerta, el tabú quedaba desterrado.
Cogí la revista de sus manos y la di vuelta. Aquí estaban, otra vez, las imágenes de mi niñez: atrevidas, arrolladoras, seguras de sí mismas, con los brazos abiertos como si exigieran espacio, con las piernas abiertas y los pies firmemente apoyados en el suelo. Habla algo de Renaissance en la pose, pero yo pensaba en los príncipes y no en las doncellas con cofias y rizos. Aquellos ojos sinceros, sombreados con maquillaje, sí, pero iguales a los ojos de los gatos, fijos y esperando el momento para saltar. Sin retroceder ni aferrarse, no con esas capas y esos trajes de tweed basto y esas botas hasta la rodilla. Esas mujeres eran como piratas, con sus elegantes carteras para guardar el botín y sus dentaduras caballunas y codiciosas.
Noté que el Comandante me observaba mientras yo pasaba las páginas. Yo sabia que estaba haciendo algo que no tenía que estar haciendo, y que a él le producía placer mirar cómo lo hacía. Tendría que haberme sentido perversa; a los ojos de Tía Lydia, era una perversa. Pero no me sentía así. Por el contrario, me sentía como una antigua postal eduardiana de la costa: atrevida. ¿Qué me daría a continuación? ¿Una faja?
¿Por qué la guarda?, le pregunté.
Algunos de nosotros, explicó, conservamos el aprecio por las cosas antiguas.
Pero se suponía que éstas habían sido quemadas, argumenté. Se hicieron registros casa por casa, hogueras…
Lo que representa un peligro en manos de las masas, prosiguió, cosa que en algunos casos ha sido una ironía, y en otros no, está a salvo en manos de aquellos cuyos motivos son…
Impecables, concluí.
Asintió con expresión grave. Era imposible saber si hablaba en serio o no.
¿Pero por qué me la enseña?, le pregunté y de inmediato me sentí estúpida. ¿Qué podía responderme? ¿Que se estaba divirtiendo a costa mía? Porque él debía de saber lo doloroso que para mí resultaba recordar el pasado.
No estaba preparada para lo que en realidad respondió. ¿A qué otra persona podría enseñársela?, me dijo mostrando otra vez una expresión de tristeza.
¿Y si fuera más lejos?, pensé. No quería apremiarlo ni presionarlo. Sabía que yo era prescindible. Sin embargo, le pregunté muy suavemente: ¿ Y su Esposa?
Pareció reflexionar. No, dijo. Ella no comprendería. De todos modos, ya no me habla mucho. Parece que ahora no tenemos muchas cosas en común.
Lo había dicho, había revelado lo que pensaba: su esposa no lo comprendía.
Entonces yo estaba allí por esa razón. Lo mismo de siempre. Demasiado trivial para ser cierto.
La tercera noche le pedí un poco de loción para las manos. No quería parecer pedigüeña, pero necesitaba saber lo que podía conseguir.
¿Un poco de qué?, me preguntó en tono amable, como de costumbre. Él estaba frente a mí, al otro lado del escritorio. Nunca me tocaba mucho, salvo para el beso obligatorio. Ni manoseos, ni jadeos, ni nada de eso; habría sido algo fuera de lugar, en cierto sentido, tanto para él como para mí.
Loción para las manos, repetí. O para la cara. Se nos seca mucho la piel. Por alguna razón, dije nos en lugar de me. Me habría gustado pedirle también unas sales de baño, de esas que se conseguían antes, que parecían pequeños globos de colores, y que me resultaban algo tan mágico cuando las veía en casa, en el bol redondo de cristal que mi madre tenía en el cuarto de baño. Pero pensé que él 110 sabría de qué se trataba. De cualquier manera, probablemente ya no las fabricaban.
¿Se os seca?, preguntó el Comandante, como si nunca hubiera pensado en ello. ¿Y qué hacéis para remediarlo?
Usamos mantequilla, le expliqué. Cuando la conseguirnos. O margarina. La mayor parte de las veces es margarina.
Mantequilla, repitió en tono reflexivo. Una idea muy inteligente. Mantequilla. Y se echó a reír.
Sentí deseos de abofetearlo.
Creo que podría conseguir un poco, comentó, como quien complace a un niño que pide un chicle de globo. Pero ella podría notar el olor.
Me pregunté si este temor se basaría en alguna experiencia pasada. Mucho tiempo atrás: lápiz labial en el cuello de la camisa, perfume en los puños, una escena a altas horas de la noche, en la cocina o en el dormitorio. Un hombre que no hubiera vivido semejante experiencia, no pensaría en eso. A menos que fuera más astuto de lo que parecía.
Tendré cuidado, le aseguré. Además, ella nunca está tan cerca de mí.
A veces, sí, aclaró.
Bajé la mirada. Lo había olvidado. Sentí que me ruborizaba. Esas noches no la usaré, le dije.
La cuarta noche me trajo la loción de manos en un frasco de plástico sin etiqueta. No era de muy buena calidad, olía ligeramente a aceite vegetal. Para mí no existía el Lirio de los Valles. Esta loción debía de ser algo que fabricaban para usar en los hospitales, para curar las llagas. Pero de todas maneras se lo agradecí.
El problema, le dije, es que no tengo dónde guardarla.
En tu habitación, dijo, como si fuera obvio.
La encontrarían, repuse. Alguien la encontraría.
¿Por qué?, preguntó, como si realmente no lo supiera. Y tal vez no lo sabía. No era la primera vez que daba muestras de ignorar realmente las condiciones reales en las que vivíamos.
Nos revisan, expliqué. Revisan nuestras habitaciones.
¿Para qué?, me preguntó.
Creo que en ese momento perdí ligeramente los estribos. Hojas de afeitar, le espeté. Libros, escritos, cosas del mercado negro. Cualquiera de las cosas que no debemos tener. Jesucristo, usted debería saberlo. Mi voz sonaba más furiosa de lo que yo quería, pero él ni siquiera pestañeó.
Entonces tendrás que guardarla aquí, concluyó.
Y eso hice.
Mientras yo extendía la loción por mis manos y luego por mi cara, me miró con la misma expresión de quien mira a través de unos barrotes. Quise girarme de espaldas a él -era como si estuviera conmigo en el cuarto de baño-, pero no me atreví.
Para él, debo recordarlo, sólo soy un capricho.
Dos o tres semanas más tarde, cuando llegó la noche de la Ceremonia, tuve la impresión de que las cosas eran diferentes. Había una incomodidad que nunca había existido. Antes yo la consideraba un trabajo, un trabajo desagradable que había que hacer lo más rápido posible para quitárselo de encima. Insensibilízate, solía decir mi madre antes de los exámenes por los que yo no quería pasar, o de los baños en agua fría. En aquel momento no pensé mucho en lo que la frase significaba, pero tenía algo que ver con el metal, con una armadura, y eso es lo que debería hacer, debería insensibilizarme. Simularé no estar presente, que mi cuerpo no está presente.