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Ella lo observa desde el interior. Todas lo observamos. Es algo que realmente podemos hacer, y no en vano: ¿que sería de nosotras si él se quebrara o muriera? No me extrañaría que debajo de su dura corteza exterior se ocultara un ser tierno. Pero esto sólo es una expresión de deseos. Lo he estado observando durante algún tiempo y no ha dado muestras de blandura.

Pero ten cuidado, Comandante, le digo mentalmente. No te pierdo de vista. Un movimiento en falso y soy mujer muerta.

Sin embargo, debe de parecer increíble ser un hombre así

Debe de ser fantástico.

Debe de ser increíble.

Debe de ser muy silencioso.

Llega el agua, y el Comandante bebe.

– Gracias -dice.

Cora vuelve a instalarse en su sitio.

El Comandante hace una pausa y baja la vista para buscar la página. Se toma su tiempo, como si no se diera cuenta de nuestra presencia. Es como alguien que juguetea con un bistec, sentado junto a la ventana de un restaurante, fingiendo no ver los ojos que lo miran desde la hambrienta oscuridad a menos de un metro de distancia. Nos inclinamos un poco hacia él, como limaduras de hierro que reaccionan ante su magnetismo. Él tiene algo que nosotros no tenemos, tiene la palabra. Cómo la malgastábamos en otros tiempos.

El Comandante empieza a leer, pero parece que lo hiciera de mala gana. No es muy bueno leyendo. Quizá simplemente se aburre.

Es el relato de costumbre, los relatos de costumbre. Dios hablando a Adán. Dios hablando a Noé. Creced y multiplicaos y poblad la tierra. Después viene toda esa tontería aburrida de Raquel y Leah que nos machacaban en el Centro. Dame hijos, o me moriré. ¿Soy yo, en lugar de Dios, quien te impide el fruto de tu vientre? He aquí a mi sierva Bilhah. Ella parirá sobre mis rodillas, y yo también tendré hilos de ella. Etcétera, etcétera. Nos lo leían todos los días durante el desayuno, cuando nos sentábamos en la cafetería de la escuela a comer gachas de avena con crema y azúcar moreno. Tenéis todo lo mejor, decía Tía Lydia. Estamos en guerra y las cosas están racionadas. Sois unas niñas consentidas, proseguía, como si riñera a un gatito. Minino travieso.

Durante el almuerzo eran las bienaventuranzas. Bienaventurado esto, bienaventurado aquello. Ponían un disco, cantado por un hombre. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaven turados los dóciles. Bienaventurados los silenciosos. Sabía que ellos se lo inventaban, que no era así, y también que omitían palabras, pero no había manera de comprobarlo. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Nadie decía cuándo.

Mientras comemos el postre -peras en conserva con canela, lo normal para el almuerzo-, miro el reloj y busco a Moira, que se sienta a dos mesas de distancia. Ya se ha ido. Levanto la mano para pedir permiso. No lo hacemos muy a menudo, y siempre elegimos diferentes horas del día.

Una vez en los lavabos, me meto en el penúltimo retrete, como de costumbre.

¿Estás ahí?, susurro.

Me responde Moira en persona.

¿Has oído algo?, le pregunto.

No mucho. Tengo que salir de aquí, o me volveré loca. Siento pánico. No, Moira, le digo, no lo intentes. Y menos aún tú sola.

Simularé que estoy enferma. Envían una ambulancia, ya lo he visto.

Como máximo llegarás al hospital.

Al menos será un cambio. No tendré que oír a esa vieja bruja.

Te descubrirán.

No te preocupes, se me da muy bien. Cuando iba a la escuela secundaria, dejé de tomar vitamina C, y cogí escorbuto. En un primer momento no pueden diagnosticarlo. Después empiezas otra vez con las vitaminas, y te pones bien. Esconderé mis vitaminas.

Moira, no lo hagas.

No podía soportar la idea de no tenerla conmigo, para mí.

Te envían con dos tipos en la ambulancia. Piénsalo bien. Esos tipos están hambrientos, mierda, ni siquiera les permiten ponerse las manos en los bolsillos, existe la posibilidad de…

Oye, tú, se te ha acabado el tiempo, dijo la voz de Tía Elizabeth, al otro lado de la puerta. Me levanté y tiré de la cadena. Por el agujero de la pared aparecieron dos dedos de Moira. Tenía el tamaño justo para dos dedos. Acerqué mis dedos a los de ella y los cogí rápidamente. Luego los solté.

– Y Leah dijo: Dios me ha recompensado porque le he dado mi sierva a mi esposo -dice el Comandante. Deja caer el libro, que produce un ruido ahogado, como una puerta acolchada que se cierra sola, a cierta distancia: una ráfaga de aire. El sonido sugiere la suavidad de las finas páginas de papel cebolla, y del tacto contra los dedos. Suave y seco, como el papier poudre, gastado y polvoriento, antiguo, el que te daban con los folletos de propaganda en las tiendas donde vendían velas y jabón de diferentes formas: conchas marinas, champiñones. Como el papel de cigarrillos. Como pétalos.

El Comandante se queda con los ojos cerrados, como si estuviera cansado. Trabaja muchas horas. Sobre él recaen muchas responsabilidades.

Serena se ha echado a llorar. Logro oírla, a mis espaldas. No es la primera vez. Lo hace todas las noches en que se celebra la Ceremonia. Intenta no hacer ruido. Intenta conservar la dignidad delante de nosotros. La tapicería y las alfombrillas amortiguan el sonido, pero a pesar de ello podemos oírla claramente. La tensión que existe entre su falta de control y su intento por superarlo, es horrible. Es como tirarse un pedo en la iglesia. Como siempre, siento la necesidad imperiosa de soltar una carcajada, pero no porque piense que es divertido. El olor de su llanto se extiende sobre todos nosotros, y fingimos ignorarlo.

El Comandante abre los ojos, se da cuenta, frunce el ceño y hace caso omiso.

– Recemos un momento en silencio -dice el Comandante-. Pidamos la bendición y el éxito de todas nuestras empresas.

Inclino la cabeza y cierro los ojos. Oigo a mis espaldas la respiración contenida, los jadeos casi inaudibles, las sacudidas. Cómo debe de odiarme, pienso.

Rezo en silencio: Nolite te bastardes carborundorum. No sé qué significa, pero suena bien y además tendrá que servir porque no sé qué otra cosa puedo decirle a Dios. Al menos no lo sé ahora mismo. O, como solían decir antes, en esta coyuntura. Ante mis ojos flota la frase grabada en la pared de mi armario, escrita por una mujer desconocida con el rostro de Moira. La vi salir en dirección a la ambulancia, encima de una camilla transportada por dos Angeles.

¿Qué le pasa?, le pregunté en voz muy baja a la mujer que tenía a mi lado; una pregunta bastante prudente para cualquiera, excepto para una fanática.

Fiebre, dijo moviendo apenas los labios. Apendicitis, dicen.

Esa tarde yo estaba cenando albóndigas y picadillo. Mi mesa estaba junto a la ventana y pude ver lo que ocurría afuera, en el portal principal. Vi que la ambulancia volvía, esta vez sin hacer sonar la sirena. Uno de los Angeles bajó de un salto y le habló al guarda. Éste entró en el edificio; la ambulancia seguía aparcada y el Angel aguardaba de espaldas a nosotras, como le habían enseñado. Del edificio salieron dos Tías, con el guarda, y caminaron hacia la parte posterior de la ambulancia. Sacaron a Moira del interior, atravesaron el portal arrastrándola y la hicieron subir la escalinata sosteniéndola de las axilas, una a cada costado. Ella no podía caminar. Dejé la comida, no pude seguir; en ese momento, todas las que estábamos sentadas de ese lado de la mesa, mirábamos por la ventana. La ventana era de color verdoso, el mismo color de la tela metálica de gallinero que solían poner del lado de adentro del cristal. Seguid comiendo, dijo Tía Lydia. Se acercó a la ventana y bajó la persiana.

La llevaron a una habitación que hacía las veces de Laboratorio Científico. Ninguna de nosotras entraba allí voluntariamente. Después de eso, estuvo una semana sin poder caminar; tenía los pies tan hinchados que no le cabían en los zapatos. A la primera infracción, se dedicaban a tus pies. Usaban cables de acero con las puntas deshilachadas. Después le tocaba el turno a las manos. No les importaba lo que te hacían en los pies y en las manos, aunque fuera un daño irreversible. Recordadlo, decía Tía Lydia. Vuestros pies y vuestras manos no son esenciales para nuestros propósitos.

Moira tendida en la cama para que sirviera de ejemplo. No tendría que haberlo intentado, y menos con los Angeles, dijo Alma desde la cama contigua. Teníamos que llevarla a las clases. En la cafetería, a la hora de las comidas, robábamos los sobres de azúcar que nos sobraban y los hacíamos llegar por la noche, pasándolos de cama en cama. Probablemente no necesitaba azúcar, pero era lo único que podíamos robar. Para regalárselo.

Sigo rezando, pero lo que veo son los pies de Moira tal como los tenía cuando la trajeron. No parecían pies. Eran como un par de pies ahogados, inflados y deshuesados, aunque por el color cualquiera habría jurado que eran pulmones.

Oh, Dios, rezo. Nolite te bastardes carborundorum.

¿Era esto lo que estabas pensando?

El Comandante carraspea. Es lo que hace siempre para comunicamos que, en su opinión, es hora de dejar de rezar.

– Que los ojos del Señor recorran la tierra a lo largo y a lo ancho, y que su fortaleza proteja a todos aquellos que le entregan su corazón -concluye.

Es la frase de despedida. Él se levanta. Podemos retirarnos.

CAPÍTULO 16

La Ceremonia prosigue como de costumbre.

Me tiendo de espaldas, completamente vestida salvo el saludable calzón blanco de algodón. Si abriera los ojos, vería el enorme dosel blanco de la cama de Serena Joy -de estilo colonial y con cuatro columnas-, suspendido sobre nuestras cabezas como una nube combada, una nube salpicada de minúsculas gotas de lluvia plateada que, si las miras atentamente, podrían llegar a ser flores de cuatro pétalos. No vería la alfombra blanca, ni las cortinas adornadas, ni el tocador con su juego de espejo y cepillo de dorso plateado; sólo el dosel, que con su tela diáfana y su marcada curva descendente sugiere una cualidad etérea y al mismo tiempo material.

O la vela de un barco. Las velas hinchadas, solían decir, como un vientre hinchado. Como empujadas por un vientre.

Nos invade una niebla de Lirio de los Valles, fría, casi helada. Esta habitación no es nada cálida.

Detrás de mí, junto al cabezal de la cama, está Serena Joy, estirada y preparada. Tiene las piernas abiertas, y entre éstas me encuentro yo, con la cabeza apoyada en su vientre, la base de mi cráneo sobre su pubis, y sus muslos flanqueando mi cuerpo. Ella también está completamente vestida.

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