Tengo que sentir odio por este hombre. Sé que tengo que sentirlo, pero no es lo que siento realmente. Lo que siento es más complicado. No sé cómo llamarlo. No es amor.
Ayer por la mañana fui al médico. Acompañada por un Guardián, uno de los que llevan brazalete rojo y que se ocupan de esos menesteres. Viajamos en un coche rojo, él delante y yo detrás. No me acompañaba mi doble; en estas ocasiones soy una solitaria.
Me llevan al médico una vez al mes, para someterme a diversas pruebas: análisis de orina, de hormonas, biopsia para detectar si hay cáncer, análisis de sangre; igual que antes, salvo que ahora es obligatorio.
El consultorio del médico está en un moderno edificio de oficinas. Subimos en el ascensor, silenciosamente, y el Guardián y yo quedamos frente a frente; veo su nuca en el espejo ahumado del ascensor. Cuando llegamos al consultorio, entro; él espera afuera, en el vestíbulo con los otros Guardianes y se sienta en una de las sillas instaladas con ese fin.
En la sala de espera hay otras mujeres, tres de ellas vestidas de rojo: este médico es un especialista. Nos miramos furtivamente unas a otras, evaluando el tamaño de nuestros respectivos vientres. ¿Alguna de nosotras habrá tenido suerte? El enfermero registra nuestros nombres y los números de nuestros pases en el Compudoc, para comprobar si somos quienes tenemos que ser. Es un hombre de unos cuarenta años, mide alrededor de un metro ochenta y tiene una cicatriz que le atraviesa la mejilla en diagonal; está escribiendo a máquina y sus manos se ven demasiado grandes en relación al teclado; aún lleva la pistola en la pistolera.
Cuando me llaman, paso a la habitación interior. Es blanca, y no hay en ella ningún detalle llamativo, lo mismo que en la de afuera, excepto un biombo -un trozo de tela roja extendida sobre un marco- con un ojo pintado en dorado y debajo una serpiente retorcida alrededor de una espada, en posición vertical, como una especie de empuñadura. Las serpientes y las espadas son restos del simbolismo de épocas pasadas.
Lleno el frasco que me han dejado preparado en el aseo, me quito la ropa detrás del biombo y la dejo doblada encima de la silla. Cuando termino de desnudarme me tiendo en la camilla, sobre la lámina de papel desechable, frío y crujiente. Estiro la segunda lámina, la de tela, sobre mi cuerpo. A la altura de mi cuello hay una tercera lámina que cuelga del techo. Ésta se interpone entre el médico y yo, para que él no pueda verme la cara. Sólo tendrá que tratar con un torso.
Una vez lista, estiro la mano y busco a tientas la pequeña palanca que está a la derecha de la mesa; tiro hacia atrás. En algún otro sitio suena un timbre, pero yo no lo oigo. Un minuto después se abre la puerta y se oyen los pasos y la respiración de alguien que entra. Él no debe hablarme, salvo que sea absolutamente necesario. Pero este médico es muy locuaz.
– Cómo vamos? -pregunta, utilizando un tic del habla de otros tiempos. Aparta la lámina de mi piel y un escalofrío me recorre el cuerpo. Un dedo frío, cubierto de goma y gelatina, se desliza dentro de mí, hurga en mi interior. El dedo retrocede, se introduce en diferente dirección y se retira.
– Todo está bien -comenta, como si hablara consigo mismo-. ¿Te duele algo, cariño? -Me llama cariño.
– No -respondo.
Ahora le toca el turno a mis pechos, que son palpados en busca de algún absceso. La respiración se acerca, percibo el olor a humo, a loción para después de afeitar. Luego la voz, muy suave, cerca de mi cara: es él, que mueve la lámina.
– Yo podría ayudarte -dice, susurra.
– ¿Qué? -pregunto.
– Chsss -me advierte-. Podría ayudarte. He ayudado a otras.
– ¿Ayudarme? -le digo, en voz tan baja como la suya-. ¿Cómo? -¿Sabe algo, ha visto a Luke, lo ha encontrado, puede traerlo?
– ¿Cómo te parece? -pregunta, todavía en un susurro. ¿Es su mano la que se desliza por mi pierna? Se está quitando el guante-. La puerta está cerrada con llave. Nadie puede entrar. Ninguno de ellos sabría jamás que no es suyo.
Levanta la lámina. La parte más baja de su cara está cubierta por la reglamentaria mascarilla blanca de gasa. Un par de ojos pardos, una nariz, y una cabeza de pelo castaño. Tiene la mano entre mis piernas.
– La mayoría de esos tíos ya no pueden hacerlo -me explica-. O son estériles.
Casi jadeo: ha pronunciado la palabra prohibida: estéril. Ya no existe nada semejante a un hombre estéril, al menos oficialmente. Sólo hay mujeres fértiles y mujeres estériles, eso dice la ley.
– Montones de mujeres lo hacen -prosigue-. Tú quieres un bebé, ¿verdad?
– Sí -admito. Es verdad, y no pregunto la razón porque ya la conozco. Dame hijos, o me moriré. Esta frase tiene más de un sentido.
– Estás a punto -añade-. Ahora es el momento. Hoy o mañana sería perfecto, ¿por qué desaprovechar la oportunidad? Sólo llevaría un minuto, cariño -así debía de llamar a su esposa; quizás aún lo hace, pero en realidad es un término genérico. Todas nosotras somos cariño.
Vacilo. Él se me está ofreciendo, ofreciéndome sus servicios, con cierto riesgo para él.
– Detesto ver las que os hacen pasar -murmura. Su actitud es auténticamente compasiva. Y sin embargo disfruta con esto, con simpatía y todo. Tiene los ojos húmedos de compasión; su mano recorre mi cuerpo, nerviosa e impacientemente.
– Es demasiado peligroso -argumento-. No. No puedo -esto se castiga con la muerte, aunque tienen que cogerte mientras lo haces, y con dos testigos. ¿Qué posibilidades existen, habrá un micrófono oculto en la habitación, quién está exactamente al otro lado de la puerta?
Su mano se detiene.
– Piénsalo -me aconseja-. He visto tu gráfico; no te queda demasiado tiempo. Pero se trata de tu vida.
– Gracias -le digo. No debo darle la impresión de que estoy ofendida, sino abierta a su sugerencia. Él aparta la mano casi con reticencia, lentamente; en lo que a él respecta, aún no se ha dicho la última palabra. Podría falsear las pruebas, informar que sufro de cáncer, de infertilidad, hacer que me envíen a las Colonias con las No Mujeres. Nada de todo esto se ha mencionado, pero el conocimiento de su poder queda suspendido en el aire mientras me palmea el muslo; luego se aparta hasta quedar detrás de la lámina colgante.
– El mes que viene -sugiere.
Vuelvo a vestirme detrás del biombo. Me tiemblan las manos. ¿Por qué estoy asustada? No he excedido ningún límite, no le he dado ninguna esperanza, no he corrido ningún riesgo, todo está a salvo. Es la decisión lo que me aterroriza. Una salida, una salvación.
El cuarto de baño está junto al dormitorio. Tiene un empapelado de florecillas azules, nomeolvides, y cortinas haciendo juego. Hay una alfombra de baño azul y, sobre la tapa del inodoro, una cubierta azul de imitación piel. Lo único que le falta a este lavabo para ser como los de antes es una muñeca cuya falda oculta el rollo extra de Papel higiénico. Aparte de que el espejo de encima del lavabo ha sido quitado y reemplazado por un rectángulo de estaño y que la puerta no tiene cerradura, y que no hay maquinillas de afeitar, por supuesto. Al principio, en los cuartos de baño se producían incidentes: cortes, ahogos. Antes de que suprimieran todos los micrófonos. Cora se sienta en una silla, en el vestíbulo, para vigilar que nadie más entre. En un cuarto de baño, en una bañera, una es vulnerable, decía Tía Lydia. No decía a qué.
El baño es un requisito, pero también un lujo. El simple hecho de quitarme la toca blanca y el velo, el simple hecho de tocar otra vez mi propio pelo, es un lujo. Tengo el pelo largo y descuidado. Debemos llevarlo largo, pero cubierto. Tía Lydia decía: San Pablo afirmaba que debía llevarse así, o rapado. Y largaba una carcajada, una especie de relincho con la cabeza echada hacia atrás, tan típico de ella, como si hubiera contado un chiste.
Cora ha llenado la bañera, que humea como un plato de sopa. Me quito el resto de mis ropas, la sobrepelliz, la camisa blanca y las enaguas, las medias rojas, los pantalones holgados de algodón. Los leotardos te pudren la entrepierna, solía decir Moira. Tía Lydia jamás habría utilizado una expresión como pudrirte la entrepierna. Ella usaba la palabra antihigiénico. Quería que todo fuera muy higiénico.
Mi desnudez me resulta extraña. Mi cuerpo parece anticuado. ¿De verdad me ponía bañador para ir a la playa? Lo hacia, sin reparar en ello, entre los hombres, sin importarme que mis piernas, mis brazos, mis muslos y mi espalda quedaran al descubierto y alguien los viera. Vergonzoso, impúdico. Evito mirar mi cuerpo, no tanto porque sea algo vergonzoso o impúdico, sino porque no quiero verlo. No quiero mirar algo que me determina tan absolutamente.
Me meto en el agua, me acuesto y me dejo flotar. El agua está templada. Cierro los ojos y súbitamente, sin advertencia, ella está conmigo; debe de ser el olor del jabón. Pongo la cara contra el suave pelo de su nuca y la huelo: talco de bebé, piel de niño recién bañado y champú, con un vago olor a pis en el fondo. Ésta es la edad que tiene cuando estoy en la bañera. Se me aparece a diferentes edades, por eso sé que no es un fantasma. Si lo fuera, siempre tendría la misma edad.
Una vez, cuando tenía once meses, justo antes de que empezara a caminar, una mujer me la robó del carrito del supermercado. Era un sábado, el día que Luke y yo hacíamos la compra de la semana, porque los dos trabajábamos. Ella estaba sentada en el asiento para los niños que tenían antes los carritos de los supermercados, con agujeros para las piernas. Estaba muy contenta; yo me giré de espaldas, creo que era en la sección de comida para gatos; Luke estaba en la carnicería al otro extremo de la tienda, fuera de la vista. Le gustaba elegir la carne que íbamos a comer durante la semana. Decía que los hombres necesitaban más carne que las mujeres, que no se trataba de una superstición y que él no era ningún tonto, para algo había seguido unos estudios. Existen diferencias, decía. Le encantaba repetirlo, como si yo intentara demostrar lo contrario. Pero en general lo decía cuando estaba mi madre presente. Le encantaba provocarla.
Oí que empezaba a llorar. Me giré y vi que desaparecía pasillo abajo, en brazos de una mujer que yo jamás había visto. Lancé un grito y la mujer se detuvo. Debía de tener unos treinta y cinco años. Lloraba y decía que era su bebé, que el Señor se la había dado, que le había enviado una señal. Sentí pena por ella. El gerente de la tienda se disculpó, y la retuvieron hasta que llegó la policía.