– Tenían naranjas -comento-. En Leche y Miel. Todavía quedan algunas -se lo digo como un ofrecimiento. Quiero congraciarme con ella. Las naranjas las vi ayer, pero no le dije nada a Rita: estaba demasiado malhumorada-. Si me das los vales, mañana podría coger algunas -le paso el pollo; hoy ella quería filetes, pero no había.
Rita gruñe, pero no expresa placer ni aceptación. El gruñido significa que lo pensará durante su rato de ocio. Desata el hilo del paquete del pollo y abre el papel glaseado. Toca el pollo con la punta de los dedos, dobla un ala, mete el dedo en la cavidad y saca los menudillos. El pollo queda allí, sin cabeza y sin patas, con la carne de gallina, como si tuviera escalofríos.
– Hoy es día de baño -anuncia Rita sin mirarme.
Entra Cora, que viene de la despensa de atrás, donde guardan las fregonas y las escobas.
– Un pollo -dice, casi con regocijo.
– Puro hueso -afirma Rita-, pero tendrá que servir.
– No había muchos más -explico, pero Rita me ignora.
– A mí me parece bastante grande -responde Cora. ¿Me está defendiendo? La miro, para ver si sonríe; pero no, sólo estaba pensando en la comida. Ella es más joven que Rita; la luz del sol, que ahora entra por la ventana oeste, le toca el pelo peinado con raya y echado hacia atrás. Hasta no hace mucho tiempo debió de haber sido bonita. Tiene una pequeña marca como un hoyuelo en cada oreja, donde antes tenía los agujeros para los pendientes.
– Grande -argumenta Rita-, pero huesudo. Tendrías que hablar más fuerte -me dice, mirándome a la cara por primera vez-. No son del montón, como tú -se refiere al rango del Comandante; pero por el sentido que da a sus palabras, ella piensa que soy del montón. Tiene más de sesenta años y su mentalidad no cambiará.
Va hasta el fregadero, pasa las manos rápidamente bajo el chorro de agua y se las seca con el paño de cocina. Éste es blanco con rayas azules. Los paños de cocina son iguales que siempre. A veces estos destellos de normalidad me atacan inesperadamente, como si me tendieran una emboscada. Lo normal, lo habitual, una advertencia, como una patada. Observo el paño de cocina fuera de su contexto y se me corta la respiración. Para algunos, en cierto sentido, las cosas no han cambiado tanto.
– ¿Quién se ocupa del baño? -le pregunta Rita a Cora, no a mí-. Yo tengo que ablandar el pollo.
– Lo haré yo más tarde -responde Cora-, después de quitar el polvo.
– Si no, nadie lo hará -concluye Rita.
Hablan de mí, como si yo no las oyera. Para ellas soy una faena de la casa, una de tantas.
Me han hecho a un lado. Cojo el cesto, salgo por la puerta de la cocina y recorro el pasillo hasta el reloj de péndulo. La puerta de la sala está cerrada. El sol atraviesa el montante de abanico, pintando el suelo de colores: rojo, azul, púrpura. Pongo el pie encima y estiro las manos, que se me llenan de flores de luz. Subo las escaleras y veo mi rostro -distante, blanco y deformado- enmarcado en el espejo del vestíbulo, que sobresale como un ojo aplastado. Recorro la alfombra de color rosa ceniciento del pasillo de arriba, en dirección al dormitorio.
Veo a alguien de pie en el pasillo, cerca de la habitación donde me alojo. El pasillo está oscuro; pero veo a un hombre, de espaldas a mí. Está mirando el interior, y su silueta queda oscurecida contra la luz que sale de la habitación. Ahora lo veo: es el Comandante, se supone que no debe estar aquí. Me oye llegar, se gira, vacila y finalmente avanza. Viene hacia mí. Está violando las normas. ¿Y ahora qué hago?
Me detengo y él se queda parado; no puedo ver su rostro, me está mirando, ¿qué quiere? Pero por fin vuelve
a avanzar, se aparta para no tocarme, inclina la cabeza Y desaparece.
Algo se me ha revelado, ¿ pero qué? Como la bandera de un país desconocido, vista fugazmente en la curva de una colina; podría significar un ataque, podría significar ‘a posibilidad de parlamentar, podría significar el final de algo, de un territorio. Las señales que los animales se hacen mutuamente: los párpados bajos, las orejas hacia atrás, el pelo erizado. El destello de unos dientes… ¿pero qué demonios estaba haciendo? Nadie más lo ha Visto. Eso espero. ¿Estaba invadiendo la habitación? ¿Estaba en mi habitación?
He dicho mi…
Mi habitación, entonces. Al fin y al cabo, tiene que existir algún espacio que pueda reivindicar como mío, incluso en estos tiempos.
Estoy esperando en mi habitación, que en este momento es una sala de espera. Cuando me acuesto es un dormitorio. Las cortinas aún se agitan bajo la suave brisa, afuera todavía brilla el sol, que no entra por la ventana. Se ha trasladado hacia el oeste. Estoy intentando no contar cuentos, o al menos no contar éste.
Alguien ha vivido en esta habitación antes que yo. Alguien como yo, o eso quiero creer.
Lo descubrí tres días después de mudarme aquí.
Tenía que pasar aquí mucho tiempo, y decidí explorar la habitación. No a la ligera, como uno podría explorar una habitación de hotel, sin esperar sorpresas, abriendo y cerrando los cajones, las puertas de los armarios, desenvolviendo la diminuta pastilla de jabón y toqueteando las almohadas. ¿Alguna vez volveré a estar en la habitación de un hotel? Cómo desperdicié aquellas habitaciones y aquella libertad con que se podían observar.
Libertad alquilada.
Por las tardes, cuando Luke aún huía de su esposa cuando yo aún era imaginaria para él. Antes de que nos casáramos y de que yo me solidificara. Yo siempre llegaba primero y me registraba. No ocurrió muchas veces, pero ahora me parece una década, una era; recuerdo cómo me vestía, cada blusa, cada pañuelo. Mientras lo esperaba me paseaba de un lado a otro, encendía la televisión y la apagaba, me ponía unos toques de perfume detrás de las orejas, se llamaba Opio. Venía en un frasco chino, rojo y dorado.
Estaba nerviosa. ¿Cómo llegué a saber que él me amaba? Debía ser sólo una aventura. ¿Por qué siempre decíamos sólo? En esa época, los hombres y las mujeres se probaban mutuamente, como quien se prueba un traje, rechazando lo que no les sentaba bien.
Entonces golpeaban a la puerta; yo abría, sintiendo alivio y deseo. Todo era tan momentáneo, tan condensado… y sin embargo parecía no tener fin. Después nos quedábamos tumbados en la cama, cogidos de la mano, charlando. De lo posible, de lo imposible, de qué se podía hacer. Pensábamos que teníamos problemas. ¿Cómo llegamos a saber que éramos felices?
Pero ahora también echo de menos las habitaciones en sí mismas, incluso los horribles cuadros de las paredes: paisajes de hojas caídas, o de nieve derritiéndose sobre los árboles, o de mujeres vestidas con trajes de época y rostros de muñeca de porcelana y sombrillas, o de payasos de mirada triste, o de cuencos con frutas rígidas y de aspecto gredoso. Las toallas nuevas de usar y tirar, las papeleras incitantes, haciendo señas a los desperdicios tirados en el suelo despreocupadamente. Despreocupadamente. En esas habitaciones yo me convertía en una persona despreocupada. Podía levantar el teléfono y enseguida aparecía la comida en una bandeja, la comida que yo había elegido. Pero que era mala, lo mismo que la bebida. En los cajones de los tocadores podías encontrar ejemplares de la Biblia, colocados allí por alguna institución benéfica, aunque probablemente nadie debía de leerlas. También había postales Con la foto del hotel, y podías escribir en ellas y enviarlas a alguien. Ahora todo esto parece un imposible; como si uno se lo hubiera inventado.
Bien. Entonces exploré esta habitación, no a la ligera, como la habitación de un hotel. No quería hacerlo todo de una vez, quería que durara. Dividí mentalmente la habitación en sectores; me adjudicaba un sector por día y lo examinaba con la mayor minuciosidad: la irregularidad del yeso debajo del papel de la pared, los rasguños en la pintura del zócalo y del alféizar, las manchas del colchón… porque llegué incluso a levantar las mantas y las sábanas de la cama y a darles vuelta, un poco cada vez para poder ponerlas en su sitio rápidamente si venía alguien.
Las manchas del colchón. Como pétalos de flores secas No eran recientes, sino de un amor antiguo; ahora no hay otro tipo de amor en la habitación.
Cuando las vi, cuando vi la prueba que dos personas habían dejado de su amor, o de algo así, al menos de deseo, al menos de contacto entre dos que ahora quizás eran ancianos o estaban muertos, volví a tapar la cama y me tendí encima. Levanté la vista hasta el ojo de yeso del cielo raso. Quería sentir que Luke estaba tendido a mi lado. Suelo padecer estos ataques del pasado, como desmayos, como una ola que me invade la mente. A veces apenas puedo soportarlo. ¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?, pienso. No hay nada que hacer. También se puede servir estando de pie y esperando. O tendido y esperando. Ya sé por qué el cristal de la ventana es inastillable. Y por qué quitaron la araña. Quería sentir a Luke tendido a mi lado, pero no había espacio.
Me reservé el aparador para el tercer día. Primero miré atentamente la puerta, por dentro y por fuera, y luego las paredes y sus ganchos de latón; ¿por qué habían pasado por alto los ganchos? ¿Por qué no los habían quitado? ¿Estaban demasiado cerca del suelo? Sin embargo, todo lo que necesitabas era un calcetín. Y la barra con las perchas de plástico y mis vestidos colgados de ellas, la capa roja de lana para los días fríos, el chal. Me arrodillé para examinar el suelo y allí estaba, en letras diminutas, bastante reciente por lo que se veía, marcado con un alfiler, o tal vez simplemente con la uña, en el rincón más oscuro: Nolite te bastardes carborundorum.
No sabía lo que significaba, ni qué idioma era. Pensé que podría ser latín, pero yo no sabía nada de latín. Sin embargo, era un mensaje, y estaba escrito, un acto prohibido en sí mismo, y aún no había sido descubierto. Excepto por mí, a quien iba dirigido. Iba dirigido a quienquiera que llegara después.
Me gusta reflexionar sobre este mensaje. Me gusta pensar que me comunico con ella, con esta mujer desconocida. Porque es desconocida; y, si es conocida, nunca me la mencionaron. Me gusta saber que su mensaje tabú ha logrado perdurar al menos para que lo viera otra persona y que, aunque escondido en la pared de mi armario, yo abrí la puerta y lo leí. A veces repito las palabras para mis adentros. Me proporcionan un pequeño gozo. Cuando imagino a la mujer que las escribió, pienso que tiene aproximadamente mi edad, quizás un poco más joven. La identifico con Moira, tal como era ella cuando iba a la universidad y ocupaba la habitación de al lado de la mía: ocurrente, vivaz, atlética, montada en una bicicleta y con una mochila a la espalda, lista para hacer excursionismo. Pecosa, creo; irrespetuosa e ingeniosa.