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»La caída del hombre ha roto la verdad en dos pedazos: una palabra vacía, hueca, mentirosa, sin valor nutritivo. Y un alimento compacto, pesado, opaco y graso, que oscurece la mente y se transforma en mofletes y en panzas.

»¿Qué hacer? Nosotros, nómadas del desierto, hemos elegido la más extremada frugalidad, unida a la más espiritual de las actividades físicas: andar. Comemos pan, higos, dátiles, productos de nuestros rebaños, leche, manteca clarificada, quesos en muy raras ocasiones, carne aún más raramente. Y andamos. Pensamos con nuestras piernas. El ritmo de nuestros pasos impulsa nuestra meditación. Nuestros pies imitan el avance de una mente en busca de la verdad, una verdad desde luego modesta, tan frugal como nuestra alimentación. Remediamos la fractura entre alimento y conocimiento esforzándonos por mantener uno y otro en su simplicidad más extremada, convencidos de que elaborándolos a los dos no se hace más que agravar su divorcio. Claro está que no esperamos reconciliarlos con nuestras únicas fuerzas. No. Para esta regeneración se necesitaría un poder más que humano, en verdad divino. Pero precisamente esperamos esta revolución, y con nuestra frugalidad y nuestras caminatas a través del desierto, nos ponemos, o así nos lo parece, en la disposición más adecuada para comprenderla, para acogerla y hacerla nuestra, si se produce mañana o dentro de veinte siglos.

Taor no comprendió todo aquel discurso, ni mucho menos. Para él era como un amontonamiento de nubes negras, amenazadoras e impenetrables, pero surcadas por relámpagos que durante breves instantes permitían ver fragmentos de paisajes, perspectivas abisales. No comprendió lo esencial de aquel discurso, pero lo conservó entero en su corazón, sospechando que adquiriría para él un sentido profético a medida que se desarrollara su viaje. En cualquier caso ya no podía dudar de que la receta del Rahat-lukum con pistacho -por la cual en principio había abandonado su palacio de Mangalore- se difuminaba, adquiría el aire de un engaño -que le había sacado de su paraíso pueril- o se convertía en una especie de símbolo cuyo significado aún estaba por descifrar.

Por su parte, el ambicioso Siri Akbar, completamente ajeno a las preocupaciones alimenticias de su amo, de su encuentro con el rabí Rizza sólo había sacado una lección, pero ésta hacía que se tambalease todo su edificio mental. Había descubierto la posibilidad de reunir la movilidad -con la ligereza y la desnudez que exige- y una encarnizada voluntad de poder y de predación. Desde luego, Rizza no había dicho ni una palabra de aquel asunto. Pero Siri había escrutado apasionadamente el rigor ascético de su cara, el aspecto feroz de sus compañeros, la delgadez de sus cuerpos -que se adivinaban infatigables y capaces de soportar cualquier sufrimiento-, había entrevisto en la oscuridad de las tiendas la silueta velada de las mujeres y el brillo apagado de las armas. Todo aquí hablaba de fuerza, de velocidad, de una avidez tanto más temible cuando que iba acompañada por un absoluto desdén por las riquezas y sus comodidades.

Así, Taor y Siri se sorprendieron cuando al intercambiar sus reflexiones a bordo del Yasmina, se dieron cuenta de que se llevaban de la isla de Dioscórides -en la que no se habían separado ni un instante-, ideas, imágenes e impresiones muy diferentes. Haciendo aparentemente el mismo viaje, cada día se iban apartando más el uno del otro.

Naturalmente, la observación aún era más cierta por lo que se refería a Yasmina , la elefantita albina de ojos azules. Encerrada durante cuarenta días en la movediza cala del navío que llevaba su nombre, había creído estar a punto de morir más de una vez, sobre todo cuando estalló la gran tempestad. Luego sintió bajo sus patas la pasarela que le permitía salir, y se vio, llena de estupor, al lado de Jina y de Asura , sus compañeros de siempre. Pero, ¿dónde estaban los otros dos, Bohdi y Vahana ? ¡Y qué extraña, reseca, arenosa, escarpada, era aquella tierra, que tenía además una escasa vegetación espinosa! Más raros aún eran los habitantes con los que se había tropezado, no sólo por sus ropas, su cuerpo o su cara, sino también por la mirada sorprendida, temerosa, admirativa que dirigían a los elefantes, animales desconocidos en la isla de Dioscórides. Los tres paquidermos habían causado sensación en todos los pueblos que habían atravesado. Las mujeres habían huido precipitadamente y se habían atrancado en sus casas con los niños. Los hombres habían permanecido impasibles. Pero una escolta de adolescentes había acompañado aquel pesado cortejo, en ocasiones con instrumentos de música. Y como era listísima, Yasmina no había dejado de observar que, aun siendo más pequeña que sus compañeros, no suscitaba menos curiosidad que ellos, e incluso una curiosidad más respetuosa, más espiritual, provocada por la blancura nívea de su pelaje, conmovida por el iris azulado de sus ojos, profundizada por el rubí ardiente de su pupila. Menos maciza, más ligera, pero blanca, azul y roja, recibía el homenaje de una clientela selecta. Entonces nació en su ingenuo corazón un sentimiento nuevo y embriagador, el orgullo, que debía llevarla lejos, muy lejos, más lejos de lo que era razonable.

La travesía duró veintinueve días, y ningún hecho notable turbó el lento desfilar de las costas ocres e inmóviles bajo un sol tórrido que se veía de vez en cuando -a estribor Arabia, a babor África-, y que animaban alturas volcánicas, bahías profundas o la desembocadura de ríos secos.

Se acercaron por fin a Elat, puerto idumeo situado en el fondo del golfo de Akaba, donde les esperaba una sorpresa verdaderamente sensacional. Fue el grumete de Jina, encaramado en la cofa del palo mayor, quien creyó ser el primero en reconocer una silueta familiar entre los navíos andados en el puerto. Se agolparon en grupos febriles en la proa de los tres barcos. Poco a poco la evidencia disipó todas las dudas: era sin duda el Vahana, que habían perdido de vista durante la gran tempestad, y que esperaba allí, intacto y juicioso, la llegada de sus compañeros. El reencuentro fue jubiloso. Los hombres del Vahana, convencidos de que el resto de la flota!es precedía, habían navegado lo más rápidamente posible para tratar de alcanzarlos. En realidad eran ellos los que se habían adelantado; hacía tres días que esperaban en Elat, y empezaban a preguntarse sí por desgracia los otros cuatro navíos no habían sucumbido a la tempestad.

Hubo que poner término a los abrazos y a los relatos para desembarcar los elefantes y las mercancías. De nuevo aquel cortejo tan poco habitual provocó una gran aglomeración de mirones, y fué también Yasmina -reservada, pero secretamente radiante- la que tuvo los mejores elogios. Se estableció un campamento a las puertas de la ciudad para pasar allí el tiempo necesario de un indispensable reposo. En el curso de esa breve estancia, una primera diferencia entre el príncipe Taor y Siri Akbar mostró al príncipe hasta qué punto su esclavo -pero, ¿acaso no había que decir ya: su antiguo esclavo?- había cambiado desde que salieron de Mangalore. Sin duda las urgencias de la navegación y la dispersión de los barcos habían justificado ciertas libertades que se tomó, y que cada día hubiese dado órdenes sin consultar, ni siquiera informar, a Taor. Pero una vez reunidos en tierra, los hombres y los animales, para formar una caravana y dirigirse hacía el norte -había que contar veinte días hasta Belén, el pueblo mencionado por los profetas del desierto-, estaba claro que toda la autoridad tenía que corresponder a una sola persona, evidentemente al príncipe Taor. Esto era lo que pensaba todo el mundo, y Siri Akbar el primero, pero sin duda tal cosa le contrariaba mucho. Por eso se presentó ante Taor a los dos días de su llegada, y le hizo una proposición que sumió al príncipe en abismos de perplejidad. Los cuatro navíos tenían que esperar varias semanas -si no eran varios meses- a que volviese la caravana. Su importancia era vital para garantizar el retorno de la expedición a Mangalore apenas empezase a soplar el monzón de verano.

Era preciso que un pequeño grupo se quedase a bordo para custodiarlos. Hasta ahí Taor no oía nada que no supiese y que él mismo no hubiera previsto. Pero se sobresaltó cuando Siri le propuso que fuera él quien tomase el mando de aquellos hombres, y que por lo tanto se quedara en Elat. Se trataba de una misión de confianza, desde luego, pero que no exigía ninguna iniciativa, ninguna cualidad especial de autoridad o de inteligencia, una simple misión de vigilancia. Mientras que el viaje hacia el norte estaría necesariamente jalonado de riesgos y sorpresas. ¿Cómo era posible que Siri, el fiel servidor siempre pendiente de la persona de su príncipe, pudiese concebir la idea de no acompañarle?

La sorpresa y la pena de Taor fueron tan evidentes que Siri tuvo que batirse en retirada. Alegó débilmente que el peor de todos los riesgos seria para el príncipe y sus compañeros no encontrar a su regreso aquellos navíos esperándoles en Elat, que todas las precauciones eran pocas para evitar este peligro. Taor le hizo ver que la fidelidad y el valor de la guardia que dejaría en el puerto bastarían para que no hubiese nada que temer, y que nunca aceptaría que Siri se separase de él.

Cuando su esclavo se alejó, la contrariedad era tan visible en su rostro que llegaba hasta desfigurarlo.

Este incidente hizo reflexionar a Taor, quien decididamente desde que salió de la corte se apartaba cada vez más de su candidez. Día a día se ejercitaba en una operación en la que nunca se le hubiera ocurrido pensar en Mangalore, y que por otra parte es completamente ajena a los grandes de este mundo: ponerse en lugar de los demás, y adivinar así lo que sienten, piensan y proyectan. Ahora bien, ello aplicado al caso de Siri había revelado abismos a los ojos de Taor. Se había dado cuenta de que la abnegación y la fidelidad absolutas de Siri para con él no eran necesariamente una consecuencia de su naturaleza -como lo había admitido, al menos implícitamente, hasta entonces-, sino que también podía haber en él cálculo, titubeos, incluso traición. Al expresar su proyecto de quedarse en Elat con los navíos, Siri acabó de despabilar a su amo. Taor, ya desconfiado e imaginativo, se preguntó si Siri no quería quedarse como dueño y señor de los navíos para rearmarlos por cuenta propia, y explotarlos como barcos de cabotaje en espera del regreso de la caravana. Tal vez incluso pensaba en dedicarse a la piratería, extraordinariamente fructífera en el mar Rojo. ¿Y quién podía asegurar que Taor, a su regreso de Belén, iba a encontrar su hermosa flotilla fielmente amarrada en el puerto de Elat?

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