– Hace cinco minutos ha insinuado que no necesitan ningún pretexto, que era solo cuestión de tiempo el que… se volvieran contra mí.
– Desde luego. -La voz de Saint-Pierre era muy cortés-. Pero, verá, era la seguridad de Sophie lo que tenía ahora en mente.
– Me aseguraría de que no le pasara nada… la protegería -protestó él.
El magistrado no respondió.
Se oyeron unos pasos correr por el pasillo. La fila de hormigas había empezado a doblarse sobre sí misma.
– ¿Qué debo hacer? -preguntó Joseph.
Su padre piensa qué propio es de Sophie abordar los problemas sin vacilar, no porque los reciba de buen grado sino para quitarlos de en medio lo antes posible. En las ascensiones ella siempre lo adelanta varios metros, subiendo con zancadas resueltas mientras que él lo hace sin prisas, disfrutando de la vista, reparando en un ramillete de campanillas moradas, esquivando un escarabajo marrón. Tiene que tener en cuenta a su corazón; además, no logra quitarse la costumbre de creer que dispone de todo el tiempo del mundo, amplias curvas en un río verde y lento que serpentea hasta perderse en la distancia.
Se pregunta si todos los niños comparten la ilusión de que son los demás quienes se hacen viejos. Pero sabe que alcanzará y hasta adelantará a Sophie en la bajada, donde avanza sin detenerse mientras ella lo hace de lado, temiendo resbalar. Y qué puede deducirse de ello, se pregunta; tal vez sencillamente que tiene una lamentable tendencia a examinar la evidencia en busca de explicaciones alternativas que encajen con los hechos.
Trata de explicar una versión de eso a Sophie, que lo espera en lo alto de la cresta al abrigo de un espino.
– No me fío de la gente que no contempla las distintas alternativas -dice ella, mientras él se sienta en la hierba-. Se jactan de ser prácticos cuando lo que son en realidad es poco imaginativos.
– Bueno, también existe el exceso de imaginación.
– Que Stephen no te oiga decir eso.
Él observa cómo se retuerce para liberarse de la bolsa que ha insistido en llevar en bandolera. Hubo un tiempo en que había creído que ella y Fletcher… e inmediatamente su mente da un brinco, como una liebre asustada, porque no se atreve a pensar en lo que sabe que está ocurriendo, y ¿qué será de Claire…? ¿Qué puede esperarle salvo tristeza?
Sophie le ofrece un racimo de pequeñas uvas doradas, creyendo saber por qué está tan sombrío.
– Tendrás tiempo para terminar tu libro -dice-, y daremos un paseo cada día. Y si vendemos esos dos campos habrá suficiente dinero, aunque Matty siga creciendo con rapidez.
– En tiempos de mi abuelo -dice él, recorriendo el valle con la mirada- todo lo que alcanzas a ver era nuestro. -Un comentario suscitado no por el pesar, sino por la ligera perplejidad ante la erosión de las certezas por parte del tiempo.
Sophie escupe una pepita -¡zup!- en el centro de un grupo de ortigas amarillentas.
Y llega la pregunta:
– ¿Qué piensas de Joseph Morel?
Ella mira con el entrecejo fruncido una uva y la lanza ladera abajo, donde graznan unos grajos invisibles.
– Hace mucho que no lo veo. No creo que sus obligaciones oficiales lo hayan alentado a modificar la opinión que tiene de las personas como nosotros.
– Tal vez su presencia en el comité salve a todos de lo peor de su entusiasmo.
Era lo que había argumentado Morel, sosteniendo que por lo menos Ricard le preguntaba su opinión y a menudo lograba persuadirlo de que adoptara su forma de pensar: «Somos amigos, ¿comprende?». Había mencionado un fondo municipal para ayudar a los pobres, el albergue de los veteranos de guerra indigentes y las mejoras en la sanidad pública; había hablado con optimismo de un hospital de partos que proporcionaría a las mujeres obreras el descanso en una cama que tanto necesitaban. Bajo la mirada escéptica de Saint-Pierre había admitido que, en lo que se refería a las «situaciones políticas» y las medidas tomadas para encargarse de ellas, su influencia era mínima. «Pero le he prometido apoyarle hasta el final del próximo verano.»
Sophie se pone de pie con un solo y suave movimiento. Saint-Pierre piensa: Nunca volveré a trepar a un árbol, nunca volveré abajar corriendo una colina, nunca volveré a montar de un salto un caballo o a bajar de dos en dos los escalones.
Octubre ha sido una sucesión de días pálidos y despejados. Las mangas recogidas de Sophie dejan al descubierto unos antebrazos dorados aún por el sol. Ella se aparta un mechón de los ojos y se acerca a las gruesas moras que perforan el seto, cuya arquitectura está emergiendo una vez más de la confusión del verano. Saint-Pierre observa, consciente de que no ha respondido a su pregunta. Y ya no está seguro de si ha hecho bien en pedir cautela, recomendar paciencia, aconsejar prudencia hasta… ¿hasta qué? ¿Cómo puede acabar todo esto?
Morel ha prometido no hablar con Sophie hasta terminar su etapa en el comité. Lo ha prometido de mala gana, mirándose los pies, deseando haber acudido directamente a ella en vez de a su padre. Así y todo, le ha dado su palabra.
A Morel no le queda mucho tiempo de vida, de eso Saint-Pierre está seguro. El médico está enfermo de dudas, una enfermedad terminal en tiempos de revolución. No tolerarán por mucho más tiempo sus escrúpulos sintomáticos. ¿Qué supondría que se casara con Sophie, aparte de dolor? Y algo peor tal vez.
Pero el tibio aliento del recelo le susurra al oído, insinuando que, de la mano de su instinto para alejarla del peligro, va el deseo de mantenerla cerca, a su lado, aliviando sus días. ¿Otro viejo estúpido y egoísta, piensa, en eso me he convertido?
Cuando la bolsa de Sophie está llena vuelve a sentarse a su lado. Saint-Pierre, deseando permanecer el mayor tiempo posible comiendo uvas al sol otoñal, empieza a hablar de los restaurantes. Desaprueba -cómo no- esa moda pasajera parisina. Claro que no censura a los dueños, cocineros anteriormente empleados en cocinas aristocráticas que se han encontrado sin empleo y han abierto esos establecimientos adonde acuden en tropel a comer los diputados de provincias.
– Esos pobres diablos no han probado una comida casera en años -dice Saint-Pierre con sincera lástima-. Nada bueno se saca de merodear por París.
Pero, por una vez, Sophie no está prestando atención.
– Padre -dice-, hay algo que quiero hacer.
En el puesto de control, el primer guardia había llamado a otro guardia para que examinara los papeles de Sophie, y le habían pedido que vaciara la bolsa y los bolsillos. Se quedaron un rato estudiando las cifras que ella había garabateado detrás del recibo de una tienda.
1 fanega de harina 158
1 fanega de cebada 22
1 fanega de copos de avena 22
1 libra de sal 96
2 litros de aceite 110
12 mechas de lámpara 24
1 libra de jabón de Marsella 23
1 ana de tela 86
2 pares de medias 64
1 sombrero pasable 220
827
– Es una gran cantidad de comestibles secos. -El segundo guardia, el mayor de los dos, acercó la cara a la de ella-. ¿Estás acaparando provisiones?
– Por supuesto que no. Somos ocho en casa, sin contar dos niños, un perro y dos caballos.
Detrás de ella, una mujer que arrastraba a un niño ceñudo rió entre dientes, compasiva.
– Típico de los hombres. No tienen ni idea de lo que supone dar de comer a una familia.
– ¿Cuál es el propósito de tu visita a Castelnau?
– Tengo cita con el doctor Joseph Morel -dijo Sophie, esperando que no le pidieran que lo demostrara.
El primer guardia recorría la lista con un dedo, moviendo los labios.
– Has sumado mal. Son 825, no 827. -Le tendió el papel para que lo comprobara.
El segundo guardia se dio unos golpecitos en la sien y puso los ojos en blanco.
– Mujeres. Son unas negadas para los números.
– Todo el mundo puede cometer un error. -La defensora de Sophie alzó la voz y se cruzó de brazos-. Con lo caro que está todo es imposible llevar la cuenta. -Esperó un momento a ver si aceptaban el desafío. Al ver que no era así, estiró el cuello para escudriñar la lista-. Querida -volviéndose hacia Sophie-, te están cobrando demasiado por las mechas. Si vas a la tienda de mi hermana, no te pedirá más que dieciocho livres la docena. La encontrarás en la rué de la Convention, es imposible no verla. Dile que te envío yo.
– Gracias.
– ¿Es este el sombrero por el que has pagado tanto? Es perverso -fulminando a los guardias con la mirada- lo que cierta gente cree que puede sacar durante una revolución.
El portero del hospital le indicó dónde estaba el despacho del director. Ella había calculado su visita para el mediodía, sabiendo que el doctor Ducroix llegaba a esa hora a casa de Isabelle para almorzar.
Se había dejado los chanclos puestos hasta llegar a la verja, pero en el patio debía de haber barro de la lluvia reciente. Justo antes de llamar, bajó la vista y vio que sus zapatos rojos nuevos estaban sucios. Al instante el coraje la abandonó; pero era demasiado tarde, ya había llamado a la puerta y oído su voz.
Joseph se levantó para saludarla, parpadeó rápidamente, le ofreció una silla, se disculpó por la ausencia de Ducroix -asumió que era a su colega a quien ella quería ver-, le dijo que si se apresuraba tal vez lograra alcanzar a Ducroix, que se había marchado hacía apenas cinco minutos.
– Bien puedo preguntárselo a usted -dijo ella, aceptando la silla que le ofrecía y retirando de esta un platito en el que había habido leche.
Él le libró del platito y volvió a disculparse, murmurando algo sobre gatitos y haciendo un vago ademán hacia las salas. Luego dijo, sin mirarla a ella sino al montón de papeles que había encima del escritorio.
– ¿En qué puedo ayudarla?
Sophie tembló. Empezó a disculparse por molestarle, por no haber concertado una cita, sabía lo ocupado que estaba y no debería robarle tiempo…
Él la interrumpió en voz baja.
– Estoy enteramente a su disposición.
– Mi hermana… la pequeña, me comentó que tal vez les interesara ayuda para cuidar a los enfermos. Me tendrían que enseñar qué hacer. Tengo un poco de experiencia, asistí a mi madre durante su enfermedad… -Desesperada, llamó en su auxilio al profesor Kólreuter, quien dio brincos por un paisaje ordenado con precisión geométrica, y unas flores curiosas florecieron al primer roce.
De pronto, Joseph se quitó los anteojos.