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Él se vuelve y le acaricia la mejilla con un dedo.

– Algún día volveré por ti.

A la mañana siguiente ella encuentra una pequeña rosa fuera de la ventana, donde ha caído inadvertidamente y ha sido pisoteada en la grava.

7

La ausencia de lluvias aquella primavera había llevado a la introducción del máximum en el precio del grano. Esto, a su vez, agravó la escasez, provocó revueltas, alentó la oratoria, llenó archivos de triplicados de licencias, avisos de requisiciones, escrituras, cartas de denuncia.

¿Cómo conciliar el progreso con la libertad? ¿Cómo mejorar el mundo sin saber controlarlo? Ese era el interrogante de la época.

Joseph no le dedicó ni un minuto, abriéndose paso por la ciudad silbando bajo un cielo despejado que ese año había empezado a dar por hecho.

En el solar que había a un lado de la plaza del mercado central estaban excavando los cimientos de las letrinas públicas. El progreso podía medirse en ladrillos y argamasa, pensó, eso era algo grande.

– Repugnante -dijo una mujer, contemplando las obras.

– Indecente -coincidió su compañera-. Pero ¿qué se puede esperar hoy día?

– Escandaloso. Lo próximo que harán será invitarnos a asistir a la meada inaugural.

– Vergonzoso. El alcalde y los concejales seguramente han hecho un curso de entrenamiento.

Animadas, empezaron a intercambiar alegres insultos con los obreros, que aprovecharon la oportunidad para dejar la pica y enzarzarse en una batalla verbal.

– Buenas tardes -dijo una voz a su lado.

– ¡Ciudadana Saint-Pierre! ¿Qué te trae por aquí?

– Espero a Berthe -explicó Mathilde-. Pero debe de estar atascada en alguna cola.

Él miró los húmedos rizos que luchaban por escapar del gorro de algodón.

– ¿Me harías el honor de tomarte una limonada conmigo mientras esperas?

Encontraron una mesa a la sombra de un toldo y ella le dijo que había venido a Castelnau para comprar un regalo a Sophie, cuyo cumpleaños era dentro de tres días.

– Le gustan las flores, así que consideré comprarle Agua de Heliotropos, pero es escandalosamente cara. Y las peladillas son impensables este año, han triplicado su precio. ¿No te parece triste que a mi edad me vea abrumada por preocupaciones financieras? Debería ser una época de despreocupado alborozo.

– Tienen muy buena repostería aquí. ¿Puedo ofrecerte algún pastelillo?

Ella escogió, frunciendo el entrecejo. Él levantó el vaso y brindó por ella.

– ¿Has solucionado el problema a tu satisfacción?

Ella sacó del bolsillo un pequeño paquete y desenvolvió el papel de seda: un par de peines, cada uno con una rosa labrada.

– Tenían un precio razonable en un puesto del mercado. Cuento con que se rompan enseguida, pero la alternativa era bordar un trozo de algodón y llamarlo pañuelo… y nadie se merece eso.

– Estoy seguro de que tu consideración será apreciada.

Ella bebió limonada contemplando la polvorienta plaza.

– Me preocupa Sophie. Ya no es tan joven. Y si un hombre no puede conseguir una mujer hermosa y rica, requiere al menos juventud.

Colocaron un plato de pasteles ante ellos. La conversación se interrumpió durante un rato. Mathilde se recostó por fin.

– Ha sido estupendo. Gracias. -Se quitó con la lengua una miga de pastel de la comisura del labio y añadió, un tanto innecesariamente-: Mi apetito está reñido con mi aspecto.

– En cuanto a tu hermana… -empezó él. Pero se interrumpió y se toqueteó los anteojos.

– Está desprendiéndose de Stephen. Al menos ya no se propone no mirarlo. Y sé que tiene buena opinión de ti. Pero no la tiene de sí misma. Necesita que la alienten.

– Yo no soy rico -dijo él- y nací en Lacapelle. Si Fletcher no le pareció bastante bueno…

– Qué idea tan peculiar. Sophie no es así. Hasta Claire ya no está segura de qué pensar sobre los extranjeros. Aunque los norteamericanos son un caso aparte, ¿verdad? No tan extraños como exóticos. Como las alfombras persas. Y ayuda el hecho de que tiene dinero y buena apariencia.

Una bandada de esperanzados gorriones se había posado cerca de sus pies. Joseph lanzó las migas en su dirección y observó cómo se las disputaban. Estaba repasando una conversación en que había creído que Fletcher le decía que…

– Probablemente he sido un necio -dijo por fin.

– No me sorprendería. Sin embargo, pareces competente así como bondadoso, cosa que no abunda. Todo el mundo está hablando de lo bien que has resuelto el tema de la basura. El olor es bastante soportable ahora, a pesar del calor.

– La carreta pasa dos veces a la semana -dijo él. Sirvió el resto de la limonada en el vaso de ella sin dejar de sonreír.

– Y el doctor Ducroix dice que has transformado el hospital. Lo dice bastante a menudo, como si aún no hubiera decidido si estar complacido o no.

– El ayuntamiento ha alquilado un local aparte para los veteranos, y con los fondos confiscados por el tribunal revolucionario hemos abierto un orfanato. Sigue habiendo problemas básicos, como la falta de personal. -Ofreció esa información de forma mecánica, con la mente en otra parte. ¿Qué tenía pensado hacer esa tarde? ¿Cuándo podría poner en marcha ese programa de dar aliento? Se vio a sí mismo cabalgando hasta Montsignac con los bolsillos abultados de peladillas.

– Haces honor a la Revolución -dijo Mathilde-. Y tienes un gusto excelente en pastelillos.

Pero él no escuchaba.

– En cuanto a tu hermana, ¿de verdad crees…?

Ella asintió.

– Dentro de un par de meses. Cuando termine la temporada de las rosas. Una cosa…

– ¿Sí?

– Tendrás más posibilidades si te quitas esos anteojos.

8

Admitiendo aborrecer la grande y tenebrosa oficina del alcalde, Ricard los hizo pasar a un pequeño salón contiguo. Era un espacio más íntimo, explicó, daba pie al intercambio de ideas, y también más igualitario; siempre había desaprobado la costumbre de Luzac de arrellanarse detrás de su escritorio mientras los demás tenían que encaramarse por su oficina. Allí había una mesa ovalada no demasiado grande, en torno a la cual podían sentarse como iguales y entablar una discusión sincera.

El recién inaugurado Comité Central expresó la admiración que se esperaba de él por el techo, con sus escenas pintadas de fêtes cbampêtres en paneles dorados, y las altas ventanas orientadas hacia el sur que se abrían a un balcón y una frondosa plaza. Ricard se movía a saltitos alrededor, llamando la atención sobre los azules y rojos de la alfombra, señalando los armarios de esquinas lacadas, recorriendo con mano reverente una exquisita estatuilla de bronce de Hércules.

– La revolución en mobiliario casero -murmuró Mercier cerrando bien las persianas cuando el alcalde les dio la espalda.

Cuando por fin se acomodaron alrededor de la mesa, Joseph se preguntó si los demás eran tan conscientes como él de la ausencia de Luzac: el quinto hombre, cuya exclusión del comité daba una idea de hasta qué punto se habían separado sus caminos desde el pasado otoño. A pesar de las precauciones de Mercier, les llegaba el débil canto de las cigarras. En la mente de Joseph apareció la cara de lechuza de Luzac, pálida y persistente, las garras ferozmente aferradas a las vigas. Aceptando solo un vaso de agua, vio la sonrisa de complicidad del impresor.

Ricard abrió la reunión con una declaración formal del objetivo del Comité Central. Este era fundamentalmente un organismo consultivo, dijo, cuyos «expertos», cuidadosamente seleccionados, harían recomendaciones al ayuntamiento acerca de la mejor manera de poner en marcha y salvaguardar la política revolucionaria. Chalabre representaba la seguridad, Mercier la imprenta y la opinión pública, Joseph el vaguísimo dominio del bienestar público.

– ¿Qué significa eso exactamente? -preguntó Mercier. Medio inclinando la cabeza hacia Joseph, sentado al otro lado de la mesa, añadió-: Sin faltar al respeto, por supuesto.

– El ciudadano Morel -respondió Ricard fríamente- nos asesorará sobre cuestiones de sanidad e higiene y los asuntos prácticos relacionados, todos ellos vitales para el bienestar público. Hubiera dicho que todos estábamos al corriente de su obra en el hospital, así como de sus logros en la recogida de la basura y la construcción de letrinas.

– Ah, sí -dijo Mercier-, basura y excrementos. ¡Contemplad a un revolucionario trabajando!

– ¿Podemos pasar al siguiente punto? -Chalabre había sacado una cajita de pastillas de limón y escogió una. Se disponía a guardárselas en el bolsillo cuando se cruzó con la mirada del alcalde, por lo que la puso en el centro de la mesa.

Ese verano corría el rumor de que la Revolución se estaba desmoronando a marchas forzadas. En las reuniones de la Convención, los representantes elegidos por el pueblo se insultaban a gritos: «¡Pajarraco vil! ¡Sapo chiflado!». Una banda de parisienses armados, ejerciendo su derecho parisiense de arreglar el país, puso fin a la interminable contienda irrumpiendo en la Convención y saliendo con los representantes cuyas opiniones en temas como la abolición de la propiedad privada no coincidían con las suyas.

En Castelnau, las autoridades municipales habían recibido notificación de la inminente visita del ciudadano Brunel, enviado desde París para cerciorarse de que la Revolución progresaba por toda Francia.

– Naturalmente, no tengo la menor intención de dar al compañero Brunel motivos para intervenir en nuestros asuntos -dijo Ricard-. La misma existencia de este comité debería bastar para convencerlo de que en Castelnau somos capaces de prever los problemas y solucionarlos.

¿Cuántas veces habían oído a Ricard denunciar el orgullo de las provincias? «Soy francés -le gustaba decir-, eso es todo lo que cuenta.» Sin embargo, el resentimiento hacia París también se retorcía dentro de él. Solo que, en su caso, adoptaba la forma de determinación para superar el entusiasmo revolucionario de la capital y con adelanto cuando fuera posible. Era como desear a una mujer que no te hacía caso pero que de vez en cuando te utilizaba para sus fines, pensó Joseph; ella decidía el rumbo de tu vida, independientemente de que decidieras perseverar o alejarte.

– Admito que estaba equivocado. -Mercier, inclinando la silla hacia atrás, sonrió al alcalde y recorrió la mesa con la mirada-. Dije al ciudadano Ricard que su consejo nunca aprobaría este comité.

– No erró por mucho -replicó Ricard-. Nuestro amigo Luzac no perdió tiempo en expresar sus reparos. Empezó diciendo que ni usted ni Morel son miembros elegidos del consejo.

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