– ¿Y qué? -replicó Lisette-. Tienen que comer, ¿no?
– ¿Comer? Esa es buena. Se lo gastan todo en bebida y en mujeres de mala vida.
– Los mendigos tienen tanto derecho a divertirse como cualquiera.
La mujer bufó de indignación y se volvió para susurrar algo a su compañera.
Lisette miró a Joseph, puso los ojos bizcos y sacó la lengua. Luego le dio un ataque de risa y se llevó una mano a la boca.
Él le cogió la cesta y se asombró de lo que pesaba.
– Zanahorias -dijo ella-, huevos, vino y miel. Entre la tienda y el huerto de mi hermana nos las arreglamos. No sé cómo lo hacen los demás. Paul dice que solo es cuestión de tiempo el que controlen los precios, pero eso no acabará con la escasez, ¿no?
Un guardia echó un vistazo indiferente a sus papeles y los dejó pasar con un ademán. Caminaron por calles en las que la luz empezaba a retirarse. Los primeros trabajadores se desperdigaban, deteniéndose en portales, como retrasando el momento de volver a casa. Los niños se despedían a gritos, se pellizcaban, se guardaban en el bolsillo un guijarro, un trozo de lazo, un silbato, volvían corriendo para hacer cambios urgentes en los planes del día siguiente.
Lisette preguntó a Joseph dónde había estado, y él le habló del granjero que tosía sangre mientras su mujer lloraba y decía que a su hijo lo habían llamado a filas y qué iban a hacer, qué iban a hacer.
– Pero el caso es que solo necesitan que estés con ellos. Mi madre sabe que se está muriendo y no le importaría llamar al abbé Michel para los últimos ritos. Pero desapareció en enero. Los médicos son como los sacerdotes: gente a la que llamas, no porque esperas que te salven, sino porque necesitas tener la sensación de que han hecho todo lo posible.
Un callejón, un estrecho pasadizo que olía a alcantarilla, se abría a su izquierda entre dos casas de madera. En la esquina de la calle había una joven escuálida de unos dieciséis años, piel blanca cremosa y pelo castaño rojizo. Los recorrió con ojos inexpresivos que volvió a clavar en Joseph antes de apartarlos de nuevo.
Lisette lo miró de reojo y rió.
– Siempre está por aquí -dijo él, despreciándose por ruborizarse.
– Últimamente hay tantas… Paul se indigna, dice que es una enfermedad social que no tiene cabida en la Francia republicana. Pero es lo mismo que los mendigos, ¿no? Tienen hambre y no conocen otra manera de conseguir comida.
Cuando se separaron, ella insistió en darle un tarro de miel, cerrándole los dedos alrededor del mismo cuando él puso reparos. Luego se quedó ante él, sosteniendo la cesta con ambas manos. Un hombre que pasaba los miró, pero siguió andando rápidamente cuando ellos lo miraron.
– Todo el mundo tiene miedo, ¿verdad? -dijo Lisette-. Como ese hombre. Mi hermana tiene una amiga… alguien la denunció por decir que no le extrañaba que desertara ese general, y que esperaba que su hijo tuviera suficiente cabeza para hacer lo mismo. Vinieron a buscarla. Tuve que pedir a Paul que interviniera.
– Ha sido una mala primavera.
– Paul dice que la Revolución necesita hombres como tú. Me ha explicado tus proyectos de limpiar las calles. Eso estaría bien… toda esta porquería es repugnante.
Ella tenía una manera de mirar, seria y suplicante, que hizo que Joseph cambiara el peso del cuerpo de un pie al otro.
– Pero tú también tienes miedo, ¿verdad? -dijo-. Por eso bebes.
– ¿Es lo que Ricard…? -Se interrumpió. El cielo seguía lleno de luz azul, pero la noche había invadido las calles. Las ventanas se volvían amarillas, una a una.
Lisette se cambió la cesta de brazo y le tendió una mano.
– Deberías casarte, Joseph.
Mayo, y los castaños están repletos de flores. El hombre que aguarda ante la verja a que anochezca levanta la mirada hacia las ramas y recuerda un jardín. De todas las cosas que ha perdido, le parece que esa es la más difícil de soportar. Piensa que cuando la vida quiere castigar a un hombre, le exige que escoja; no es que él tenga un claro recuerdo de haberlo hecho. Pero allí está él, ese pueblo, esas flores. Recorre con los dedos el tronco de un árbol, de la casa llegan ladridos furiosos.
La carta de Anne identifica a su portador como «un amigo». Claire y Sophie lo reciben en el despacho de su padre, donde él se presenta a sí mismo como Pierre a secas y declina el ofrecimiento de algo de comer, aunque acepta con presteza una copa de vino. Mientras Claire sigue dándole las gracias, él se acerca a la ventana, la cierra y corre las cortinas púrpuras, y se sorprende a sí mismo reparando en el cordón de seda deshilachado y en el terciopelo gastado. Una de las maneras en que ha cambiado es esta recién descubierta atención al detalle; una lástima, piensa, que haya hecho falta una revolución para hacerle fijarse en las cosas. Cuando ellas terminan de leer la carta y lo miran, él no vacila en decir la mentira habitual.
– El final de un soldado. Una muerte valiente.
Él las no apartan la mirada de su cara. Él mira a una y otra, y vuelve a mentir.
– No recuperó el conocimiento. Puedo asegurarles que no sufrió.
– ¿Y mi marido? ¿Estaba con Sébastien cuando…? -Habla con un tono desapasionado, dolorosamente sereno. Pero está pálida y le tiemblan las manos. ¿Quién hubiera imaginado, piensa él, que la mujer de Monferrant sería tan hermosa? ¿O que le importaría tanto su marido?
Asiente.
– Regresé a Inglaterra poco después. Dejé a su marido con vida y con la moral alta.
– Entiendo. -Ella da vueltas a la carta en sus manos, que siguen temblando-. ¿Y eso fue…?
– En diciembre.
– ¿Dónde está ahora el regimiento?
Él se encoge de hombros.
– No les está permitido decirlo. -Sophie vuelve a llenarle la copa y sirve una para Claire. Él repara en las manos de Sophie, lo distintas que son de los pálidos y tersos dedos de su hermana. Ella es la que lleva la casa, piensa, siempre hay alguien como ella en todas las familias.
– Me preguntaba si mi marido… -dice Claire- con el levantamiento monárquico de la Vendée… Corren tantos rumores de oficiales emigrantes que vuelven clandestinamente a Francia para alentar la insurrección.
– No debería creer todo lo que oye -dice él secamente, y bebe un sorbo de vino. Luego repara en el recipiente de plata lleno de pequeñas rosas que hay en el borde del escritorio-: Roses de Meaux. -Mira a ambas mujeres-. ¿Las primeras de la temporada?
Sophie asiente.
– Son tempranas -dice él-. Claro que están mucho más al sur. -Alarga un dedo para tocar un pétalo-. Como pequeñas borlas.
– ¿Quiere una?
Él arranca un capullo medio abierto, que se coloca con cuidado en el ojal. Coge su copa y brinda por Sophie.
– Gracias.
– ¿Y Anne? -pregunta ella-. No dice nada de si ella y los niños están bien. Hace meses que no tenemos noticias.
Él hace un gesto de negación.
– Me pasó la nota un conocido mutuo.
– Hemos oído historias sobre emigrantes. Familias enteras mendigando por las calles.
– Oh, sí -dice él-, y la comida horrible y el tiempo indescriptible. Y las poco agraciadas chicas inglesas, ansiosas de que las corrompan.
Claire baja los ojos hacia su copa. Pero Sophie le sostiene la mirada y él sonríe, porque tiene una teoría que ha comprobado a lo largo de los años, y es que la pasión corre con más fiereza en las mujeres poco agraciadas que en las hermosas.
– ¿Por qué ha venido aquí? -pregunta ella.
Él deja la copa vacía y ella no hace ademán de volverla a llenar.
– ¿Sabe? -dice-, pese a todas las privaciones, al menos el honor lo tenemos intacto.
– Si le parece que el honor es compatible con la traición.
– ¿Traición? -El arquea una ceja-. ¿Y asesinar a su rey… cómo llama a eso?
– ¿Por qué ha venido aquí? -repite ella.
– Necesitamos dinero -dice él-. Joyas, oro, lo que tengan.
Está mirando a Claire. Ella se lleva una mano con anillos a la garganta, en la que últimamente siempre cuelga una gruesa cadenilla de oro.
– No tenemos dinero -dice Sophie-, y ahora creo que debería marcharse.
Él no le hace caso y habla a su hermana.
– Su marido arriesga la vida cada día por nuestra causa.
– Su causa -replica Sophie-, no la nuestra. Nosotros creemos en la Revolución.
– Siempre me divierte oír a la gente utilizar ese término como si significara algo nuevo, un cambio -dice él-. Si supiera usted de astronomía, sabría que describe el curso fijo que traza una estrella por el cielo. -Levanta una mano y cuenta con los dedos-: El ejército francés ha sido derrotado en Holanda, Bélgica, Renania. Dumoriez se ha pasado a los austríacos. La Vendée está en manos monárquicas. Hay revueltas en Lyon. Guerra con las principales potencias europeas. -Vuelve a sonreír-. Cuando habla tan confiadamente de revoluciones, no olvide que las ruedas, por su misma naturaleza, siguen rodando.
Claire está llorosa. Sophie le coge la mano.
– Hay reveses, por supuesto -dice-. La gente comete errores cuando trata de poner en práctica lo inimaginable. Pero al menos lo están intentando.
Él se limita a coger con parsimonia la licorera y a servirse más vino. Lo bebe a sorbos, recostándose en su silla y adelantando las caderas, notando que ellas se dan cuenta de que el vino no es lo único que podría tomar.
– Esperamos… a nuestro padre en cualquier momento.
– Oh, sí -dice él-. Lo sé todo de su padre, mademoiselle de Saint-Pierre. -Luego, porque ya ha logrado asustarla, medio se ablanda-: No tiene por qué alarmarse. No voy a llevarme nada que no quieran darme.
Fuera, en la oscuridad, se oye un grito; Claire se levanta de un brinco.
– Solo es la lechuza -dice Sophie.
Pero su hermana se ha quitado los anillos. Una piedra blanca, otra azul, piedras azules y blancas juntas. Luego se detiene y tiende la mano hacia él.
– Tome. Hágalo usted. -Y tras un breve tirón, el anillo de oro se desliza por su nudillo y acaba en la palma de él-. Aquí tiene. Llévese todo.
Él se guarda en el bolsillo los anillos, el brazalete. Le mira el cuello.
– No -dice ella-. Esto no.
Él asiente y se levanta.
– Gracias, señora marquesa. Su marido se sentiría orgulloso de usted.
Claire se cubre la cara con sus dedos sin anillos.
– No molesten a su criado, por favor -dice él-. Conozco el camino. -Cruza la sala hasta la ventana, descorre la cortina, abre el pestillo.
– ¿De veras que Hubert está bien? -Sophie se acerca a él-. Si ha mentido solo para conseguir las joyas…