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Aquella mañana Robinsón había roto su azada y había dejado escapar su mejor cabra lechera. Aquella escena terminó de abatirle. Por primera vez después de muchos meses tuvo un desfallecimiento y cedió a la tentación de la ciénaga. Retomó el sendero de los jabalíes, que conducía a las zonas pantanosas de la costa oriental, y volvió a encontrar la charca fangosa donde su razón había zozobrado ya tantas veces. Se despojó de sus vestidos y se dejó deslizar en el fango líquido.

En los vapores mefíticos donde giraban nubes de mosquitos se disipó el círculo de pulpos, vampiros y buitres que le obsesionaba. El tiempo y el espacio se disolvían y un rostro se dibujó en el cielo enmarañado, ribeteado de hojas, que era todo lo que podía contemplar. Estaba acostado en una cunita que se balanceaba y que tenía un baldaquín de muselina. Sólo sus manitas emergían de unos pañales de blancura de lirio que le envolvían de la cabeza a los pies. En torno suyo un rumor de palabras y de ruidos domésticos componían el ambiente familiar de la casa en que había nacido. La voz firme y bien timbrada de su madre alternaba con el falsete eternamente quejumbroso de su padre y las risas de sus hermanos y hermanas. No comprendía lo que se decía, pero tampoco intentaba comprender. Y en ese momento las telas bordadas se apartaron para enmarcar el fino rostro de Lucy, estilizado aún más por dos grandes trenzas negras, una de las cuales rodó sobre la colcha. Una debilidad de una dulzura embriagadora envolvió a Robinsón. Una sonrisa se dibujó en su boca que asomaba entre las hierbas putrefactas y las hojas de los nenúfares. A la comisura de sus labios se había adherido el cuerpo oscuro de una sanguijuela.

Log-book .-Cada hombre tiene su pendiente funesta. La mía desciende hacia el cenagal. Allí es donde me agarra Speranza y me muestra su rostro bestial. La ciénaga es mi derrota, mi vicio. Mi victoria es el orden moral que debo imponer a Speranza frente a su orden natural que no es más que otro nombre del desorden absoluto. Ahora sé que aquí no se trata sólo de sobrevivir. Sobrevivir es morir. Hay que, con paciencia y sin descanso, construir, organizar, ordenar. Cada parada es un paso hacia atrás, un paso hacia la pocilga.

Las extraordinarias circunstancias en que me encuentro justifican, me parece, bastantes cambios en el punto de vista, concretamente en los asuntos morales y religiosos. Cada día leo la Biblia. También cada día presto piadosamente atención a la fuente de sabiduría que habla dentro de mí, como habla en cada hombre. A veces me asusto ante la novedad de lo que puedo descubrir y que sin embargo yo acepto, porque ninguna tradición puede prevalecer sobre la voz del Espíritu Santo que está dentro de nosotros.

Así el vicio y la virtud. Mi educación me había acostumbrado a considerar al vicio como un exceso, una opulencia, un despilfarro, un desenfreno ostentoso frente al cual la virtud oponía la humildad, el recogimiento, la abnegación. Ahora me doy cuenta de que este tipo de moral es para mí un lujo que me mataría si pretendiera ceñirme a ella. Mi situación me dicta poner el más en la virtud y el menos en el vicio, y por tanto llamar virtud al coraje, a la fuerza, a la afirmación de mí mismo, al dominio sobre las cosas. Y vicio a la renuncia, al abandono, a la resignación, en una palabra, a la ciénaga. Sin duda de este modo vuelvo a una visión antigua de la sabiduría humana más allá del cristianismo y sustituyo la virtud por la virtus . Pero el fondo de un determinado cristianismo es el rechazo radical de la naturaleza y de sus cosas, ese rechazo que demasiado ya he practicado yo en Speranza y que ha estado a punto de perderme. No triunfaré de la decadencia más que en la medida en que, por el contrario, sepa aceptar mi isla y hacerme aceptar por ella.

A medida que el rencor que le había producido el fracaso con el Evasión se iba apagando, Robinsón soñaba cada vez más en las ventajas que podría sacar de una embarcación modesta con la cual se limitaría a explorar las costas de la isla que eran inaccesibles desde el interior. Comenzó, por tanto, a construir una piragua de una sola pieza trabajando un tronco de pino. Trabajo con el hacha, lento y monótono, que efectuó metódicamente a determinadas horas del día sin la fiebre que había rodeado a la construcción del Evasión . Al principio había pensado encender un fuego bajo la parte del tronco que quería ahuecar, pero temió calcinarlo en su totalidad y se contentó con esparcir brasas en la cavidad ya trabajada. Pero al final prescindió de recurrir a la llama. La embarcación, convenientemente vaciada, tallada, perfilada, pulida con arena fina, era lo suficientemente ligera como para que él pudiera elevarla con los brazos por encima de su cabeza y transportarla cubriéndose los hombros como si se tratara de una gran capucha de madera. Fue una auténtica fiesta para él contemplarla por vez primera danzando sobre las olas, como un potro en una pradera. Había tallado un par de remos muy sencillos tras haber renunciado a la vela por un principio de restricción que procedía del recuerdo del demasiado ambicioso Evasión . A partir de ese momento efectuó una serie de expediciones contorneando la isla, que sirvieron para hacerle conocer su dominio, pero también para hacerle sentir mejor que todas sus experiencias anteriores la soledad que le envolvía.

Log-book .-La soledad no es una situación inmutable en la que yo me encontraría sumergido desde el naufragio del Virginia . Es un medio corrosivo que actúa sobre mí lentamente, pero sin tregua y en un sentido puramente destructivo. El primer día yo transitaba entre dos sociedades humanas igualmente imaginarias: la tripulación desaparecida y los habitantes de la isla, porque yo la creía poblada. Tenía todavía muy vivos mis contactos con mis compañeros de a bordo. Proseguía imaginariamente el diálogo interrumpido por la catástrofe. Y luego la isla resultó desierta. Avanzaba a través de un paisaje sin alma viviente. Detrás mío, el grupo de mis infortunados compañeros se hundía en la noche. Sus voces se habían callado desde hacía ya tiempo, cuando la mía comenzaba sólo a fatigarse de su soliloquio. Desde entonces sigo con una horrible fascinación el proceso de deshumanización, cuyo inexorable trabajo siento dentro de mí.

Sé ahora que cada hombre lleva consigo -y como sobre él- un frágil y complejo andamiaje de costumbres, respuestas, reflejos, mecanismos, preocupaciones, sueños e implicaciones que se ha formado y continúa transformándose por los contactos perpetuos con sus semejantes. Privada de savia, esta delicada eflorescencia se marchita y se disgrega… El prójimo: pieza maestra de mi universo… Mido cada día lo que yo le debía, registrando nuevas fisuras en mi edificio personal. Sé el riesgo que correría si perdiera el uso de la palabra y combato con todo el ardor de mi angustia esta suprema decadencia. Pero mis relaciones con las cosas se encuentran ellas mismas desnaturalizadas por mi soledad. Cuando un pintor o un grabador introducen personajes en un paisaje o en las proximidades de un monumento, no es por gusto de lo accesorio. Los personajes dan la escala y, lo que importa más todavía, constituyen puntos de vista posibles que añadir al punto de vista real del observador de indispensables virtualidades.

En Speranza no hay más que un solo punto de vista, el mío, despojado de toda virtualidad.

Y ese despojo no se ha realizado en un día. Al comienzo, por un automatismo inconsciente, yo proyectaba posibles observadores -parámetros- en la cima de las colinas, detrás de tal roca o en las ramas de tal árbol. La isla se encontraba de este modo cuadriculada por una red de interpolaciones y de extrapolaciones que la diferenciaba y la dotaba de inteligibilidad. Así hace todo hombre normal en una situación normal. Yo no he tomado conciencia de esta función -como de muchas otras- más que a medida que se iba degradando en mí. Hoy es cosa hecha: mi visión de la isla está reducida a sí misma. Lo que yo no veo es un desconocido absoluto . Por todas partes en donde yo no estoy reina una noche insondable. Además constato al escribir estas líneas que la experiencia que ellas tratan de transmitir no sólo no tienen precedente, sino que además contradicen en su misma esencia a las palabras que empleo. El lenguaje depende, en efecto, de modo fundamental de ese universo poblado en el que los otros vienen a ser como otros tantos faros que crean en torno suyo un islote luminoso en el interior del cual todo es -si no conocido- al menos cognoscible. Alimentada por mi fantasía, su luz ha llegado todavía durante mucho tiempo hasta mí. Ahora, es un hecho, las tinieblas me envuelven.

Y mi soledad no ataca más que la inteligibilidad de las cosas. Mina hasta el fundamento mismo de su existencia. Cada vez me asaltan más dudas sobre la veracidad del testimonio de mis sentidos. Sé ahora que la tierra sobre la que se apoyan mis dos pies necesitaría para no tambalearse que otros, distintos de los míos, la pisaran. Contra la ilusión óptica, el espejismo, la alucinación, el soñar despierto, el fantasma, el delirio, la perturbación del oído…, el baluarte más seguro es nuestro hermano, nuestro vecino, nuestro amigo o nuestro enemigo, pero… ¡alguien, oh dioses, alguien!

P.s. Ayer, cuando atravesaba el bosquecillo que está delante de las praderas de la costa sudeste, fui golpeado en pleno rostro por un olor que me ha devuelto brutalmente -casi dolorosamente- a la casa, al vestíbulo en que mi padre recibía a sus clientes, pero en concreto a los lunes por la mañana, día en que mi padre no recibía y en que mi madre ayudada por nuestra vecina aprovechaba para sacar brillo al entarimado. La evocación era tan poderosa y tan incongruente que una vez más dudé de mi razón. Por un momento luché contra el asalto de un dulce recuerdo tan imperioso, pero luego me dejé deslizar en el pasado, ese museo desierto, esa muerte barnizada como un sarcófago que me reclama con tal ternura seductora. Al fin la ilusión aflojó su abrazo. Vagando por el bosque, he descubierto algunas raíces de trementina, arbustos coníferos cuya corteza al estallar por el calor desprendía una resina ámbar con un fuerte olor que contenía todas las mañanas de los lunes de mi infancia.

Ya que era martes -así lo quería su empleo del tiempo-, aquella mañana Robinsón recogía sobre la arena fresca, dejada al descubierto por la marea baja, una especie de moluscos con la carne un poco dura pero sabrosa que podía conservar toda la semana en un jarra llena de agua de mar. La cabeza protegida por el gorro redondo de los marinos británicos, zuecos también reglamentarios en los pies, iba vestido con un calzón que le dejaba las pantorrillas al aire y con una amplia camisa de lino. El sol, del que su blanca piel de pelirrojo no soportaba las quemaduras, estaba oculto por una alfombra de nubes encrespadas, como de astracán, y había podido dejar en la cueva su sombrilla de hojas de palma de la que raramente se separaba. Como la marea estaba baja, había atravesado un tapiz regular de conchas trituradas, bancos de barro y charcas poco profundas y había retrocedido lo suficiente como para abarcar con una mirada la masa verde, rubia y negra de Speranza. Al carecer de cualquier otro interlocutor, proseguía con ella un largo, lento y profundo diálogo en el que sus gestos, sus actos y sus empresas constituían otras tantas preguntas a las que la isla respondía mediante el éxito o el fracaso que venía a ser como aprobación o desacuerdo sancionador. Ya no tenía ninguna duda de que de ahí en adelante todo dependería de sus relaciones con ella y del éxito de su organización. Tenía siempre el oído atento para recoger los mensajes que no cesaban de emanar de ella bajo mil formas, tanto cifradas como simbólicas.

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