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Se aproximó a una roca cubierta de algas que cercaba un espejo de agua límpida. Se divertía ante un cangrejito locamente temerario que dirigía hacia él sus dos pinzas desiguales, como un espadachín con su espada y su sable, cuando de pronto fue como si le hubiera golpeado un rayo al descubrir la huella de un pie desnudo. No se habría sorprendido menos si hubiera encontrado su propia huella en la arena o en el fango, ahora que había ya renunciado desde hacía mucho tiempo a caminar sin zuecos. Pero la marca que tenía ante los ojos estaba hundida en la misma roca . ¿Se trataba de la de otro hombre? ¿O es que llevaba ya tanto tiempo en la isla que una marca de su pie en el fango había tenido tiempo de petrificarse debido a las concreciones calcáreas? Se quitó su zueco derecho y colocó su pie desnudo en la cavidad medio cubierta por el agua de mar. Era eso exactamente. Su pie encajaba en aquel molde de piedra como en un borceguí usado y familiar. No podía haber allí ninguna confusión: aquel sello secular -el del pie de Adán tomando posesión del jardín, el de Venus saliendo de las aguas- era también la firma personal, inimitable de Robinsón impresa en la misma roca y por tanto indeleble, eterna. Speranza -como una de esas vacas semisalvajes de la pradera argentina, marcadas, sin embargo, al rojo vivo- llevaba en lo sucesivo el sello de su Dueño y Señor.

El maíz se marchitó por completo y las parcelas de tierra donde Robinsón lo había sembrado recuperaron su antiguo aspecto de praderas baldías. Pero la cebada y el trigo prosperaban y Robinsón experimentaba la primera alegría que le dio Speranza -¡pero qué dulce y qué profunda!- al acariciar con la mano los tiernos brotes de un verde suave y azulado. Necesitó una gran fuerza de carácter para contenerse de arrancar las hierbas parásitas que brotaban aquí y allá en su hermoso tapiz de cereales, pero no podía quebrantar la palabra evangélica que ordena no separar el buen grano de la cizaña antes de la siega. Se consolaba soñando con las hogazas doradas que muy pronto podría deslizar en el horno en forma de túnel que había horadado en la roca blanda de la pared occidental de la gruta. La llegada de una pequeña temporada de lluvias le hizo temblar durante algunos días por sus espigas que se desmoronaban, cargadas de peso, colmadas de agua. Pero el sol brilló de nuevo y las espigas se enderezaron, balanceando sus penachos al viento, como un ejército de diminutos caballos encabritados con sus adornos de plumas en la cabeza.

Cuando llegó el tiempo de la siega, se dio cuenta de que, de todos los útiles que poseía, el más adecuado para servir de hoz o de guadaña era el viejo sable que decoraba el camarote del capitán y que él había recogido junto con los demás restos. Al principio intentó proceder a la siega metódicamente, agrupando y sosteniendo con una varita curva el haz que luego abatía de un sablazo. Pero al manejar aquel arma heroica fue poseído por un extraño ardor y, prescindiendo de toda regla, avanzaba blandiéndolo con furiosos rugidos. Pocas espigas fueron perjudicadas por este tratamiento, pero hubo que renunciar a sacar cualquier partido de la paja.

Log-book .-Esta jornada de siega que habría debido celebrar los primeros frutos de mi trabajo y la fecundidad de Speranza se ha parecido más al combate de un enajenado contra el vacío. ¡Ay! ¡Qué lejos estoy todavía de esa vida perfecta en la que cada gesto estaría dirigido por una ley de economía y armonía! Me he dejado arrastrar como un niño por un impulso desordenado y no he encontrado en ese trabajo nada que se pareciera a la alegre satisfacción que me proporcionaba la siega en la que participaba antaño en la hermosa campiña de West-Riding . La calidad del ritmo, el balanceo de los dos brazos de derecha a izquierda -mientras el cuerpo hace contrapeso por un movimiento inverso de izquierda a derecha-, la hoja que se adentra en la masa de flores, umbelas y plúmulas, corta con limpieza toda aquella materia gramínea y la deposita a mi izquierda, el frescor potente que emana de los jugos, savias y leches eyaculados -todo esto componía una dicha sencilla en la que yo me embriagaba sin remordimientos-. La hoja afilada en el pedernal era lo suficientemente maleable como para que el filo se plegara visiblemente primero en un sentido y después en el otro. La pradera era una masa que había que atacar, desbrozar, reducir metódicamente, ocupándose de ella paso a paso. Pero, en definitiva, esa masa era un conglomerado de universos vivientes y minúsculos, cosmos vegetal en donde la materia se halla completamente absorbida por la forma. Aquella composición refinada de la pradera europea es lo absolutamente opuesto a la naturaleza amorfa y sin diferencias que yo escarbo aquí. La naturaleza tropical es poderosa pero ruda, simple y pobre, como su cielo azul. ¿Cuándo volveré a encontrar el complejo hechizo de nuestros cielos pálidos, los exquisitos matices de gris de la bruma que parece besar los pantanos del Ouse?

Después de desgranar sus espigas trillándolas gracias a una vela plegada en dos, aventó su grano haciéndolo pasar de una calabaza a otra, al aire libre, un día de fuerte viento. La barcia y el tamo de la paja volaban a lo lejos. Le gustaba ese trabajo de purificación, simple pero no fastidioso, por los símbolos espirituales que evocaba. Su alma se elevaba hacia Dios y le suplicaba que hiciera volar lejos los pensamientos frívolos que le llenaban para no dejar en él más que las gruesas semillas de la palabra de sabiduría. Al terminar comprobó con orgullo que su cosecha ascendía a treinta galones de trigo y veinte galones de cebada. Para hacer su harina había preparado un mortero y una mano para majar -un tronco vaciado y una gruesa rama estrangulada a media altura- y el horno estaba preparado para la primera cocción. Fue entonces cuando llevado por una repentina inspiración decidió no consumir nada de esta primera cosecha.

Log-book.- Yo soñaba con el festejo que me daría con ese primer pan, salido de la tierra de Speranza, de mi horno, de mis manos. ¡Pero será para más adelante! Más adelante… ¡Cuántas promesas en estas dos simples palabras! Lo que se me ha mostrado de pronto con una evidencia imperiosa es la necesidad de luchar contra el tiempo, es decir, de aprisionar al tiempo. En la medida en que vivo al día, me dejo ir; el tiempo se desliza entre mis dedos, pierdo mi tiempo, me pierdo yo mismo. En el fondo todo el problema en esta isla podría traducirse en términos de tiempo y no es un azar si -partiendo de lo más bajo- yo he comenzado por vivir aquí como si estuviera fuera del tiempo. Al restaurar mi calendario he vuelto a tomar posesión de mí mismo. Pero hay que hacer todavía más. Ni una brizna de esta primera cosecha de trigo y cebada debe consumirse en el presente. Debe ser toda entera como un resorte dirigido hacia el futuro. La dividiré en dos partes: la primera será sembrada desde mañana mismo y la segunda constituirá una reserva de seguridad -porque hay que prever que la promesa del grano enterrado no se cumpla.

En lo sucesivo obedeceré a la siguiente regla: toda producción es creación, y por tanto es buena. Todo consumo es destrucción y es, por tanto, malo. En realidad, mi situación aquí es bastante similar a la de mis compatriotas que desembarcan a diario en las costas del Nuevo Mundo. Ellos también tienen que plegarse a una moral de acumulación. También para ellos es un crimen perder su tiempo y ahorrar el tiempo es la virtud cardinal. ¡Ahorrar! ¡He aquí que de nuevo se me recuerda la miseria de mi soledad! Para mí es bueno sembrar, es bueno cosechar. Pero el mal comienza cuando muelo el grano y cuezo la masa, porque en ese momento trabajo para mí solo. El colono americano puede llevar hasta su término y sin remordimientos el proceso de la panificación, porque él venderá su pan, y el dinero que acumulará en su cofre será tiempo y trabajo ahorrados. En cambio en mi caso -eso es- mi miserable soledad me priva de los beneficios del dinero que, sin embargo, no me falta.

Hoy puedo medir la locura y la maldad de aquellos que calumnian a esta divina institución: ¡el dinero! El dinero espiritualiza todo lo que toca al aportar una dimensión a la vez racional -medible- y universal -ya que un bien metalizado se convierte en virtualmente accesible para todos los hombres-. La venalidad es una virtud cardinal. El hombre venal sabe hacer callar a sus instintos asesinos y asociales -sentimiento del honor, amor propio, patriotismo, ambición política, fanatismo religioso, racismo- para no dejar hablar más que a su tendencia a la cooperación, su gusto por los intercambios fructíferos, su sentido de la solidaridad humana. Hay que tomar al pie de la letra la expresión edad de oro y veo con claridad que la humanidad volvería a ella si sólo estuviera dirigida por hombres venales. Desdichadamente, son casi siempre los hombres desinteresados los que hacen la historia y entonces el fuego lo destruye todo, la sangre corre a borbotones. Los grandes mercaderes de Venecia nos dan el ejemplo de felicidad fastuosa que alcanza un Estado cuando está conducido por la sola ley del lucro, mientras que los lobos encarnizados de la Inquisición española nos enseñan las infamias de que son capaces los hombres que han perdido el gusto por los bienes materiales. Los hunos se habrían detenido deprisa en su oleada devastadora si hubieran sabido aprovechar las riquezas que habían conquistado. Entorpecidos por sus adquisiciones, se habrían establecido para gozar mejor de las mismas y las cosas habrían recuperado su curso natural. Ellos despreciaban el oro. Y avanzaron siempre hacia adelante, quemando todo a su paso.

A partir de ese momento Robinsón se dedicó a vivir apenas de la nada, trabajando en una explotación intensa de los productos de la isla. Roturó y sembró hectáreas enteras de praderas y bosques, trasplantó un campo de nabos, de rábanos y acederas -especies que brotaban esporádicamente en el Sur-, protegió contra los pájaros y los insectos las plantaciones de palmeras, instaló veinte colmenas que empezaron a ser colonizadas por las primeras abejas, excavó en el borde del litoral viveros de agua dulce y de agua de mar, en los cuales criaba sargos, marrajos, peces caballeros e incluso cangrejos de mar. Almacenó enormes provisiones de frutos secos, carne ahumada, pescados salados y quesos duros y quebradizos como la tiza, que sin embargo podían conservarse indefinidamente. Por último descubrió un procedimiento para producir una especie de azúcar gracias al cual pudo hacer confituras y conservas de frutos en almíbar. Se trataba de una palmera cuyo tronco, más grueso en el centro que en la base o en la corona, destilaba una savia extraordinariamente azucarada. Derribó uno de aquellos árboles, cortó las hojas de la copa y pronto la savia comenzó a manar por el extremo superior. Manó así durante meses enteros, pero era necesario que Robinsón arrancara cada mañana una nueva parte del tronco, cuyos poros tendían a atascarse. Sólo aquel árbol le dio noventa galones de melaza que se fue solidificando poco a poco en un enorme pastel.

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