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Aquella noche un cielo purísimo permitía que la luna llena reinara con todo su esplendor sobre el bosque. Robinsón cerró la Residencia, confió tanto a Viernes como a Tenn que se cuidaran mutuamente y se adentró bajo la galería silvestre por donde se filtraban extraños rayos de plata. Hipnotizados tal vez por el astro apagado, los animalitos y los insectos que por lo general poblaban el breñal con sus murmullos mantenían un solemne silencio. A medida que se acercaba a la loma rosa, sentía que se iba desprendiendo de las preocupaciones cotidianas y se dejaba invadir por una languidez nupcial.

Viernes le daba cada vez mayores preocupaciones. No era ya sólo que no se integrara armoniosamente en el sistema, sino que incluso -cuerpo extraño- amenazaba con destruirlo. Uno podía dejar a un lado disparates devastadores, como la desecación del arrozal, atribuyéndolo a su juventud y a su inexperiencia. Pero bajo su aparente buena voluntad, se mostraba completamente refractario a las nociones de orden, economía, cálculo, organización. «Me da más trabajo que el que realiza», pensaba con tristeza Robinsón con el vago sentimiento de que estaba exagerando un poquito. Además, el extraño instinto de Viernes, que le hacía ganarse la comprensión y -podría decirse- la complicidad de los animales, que culminaba en una intimidad que resultaba ya irritante con Tenn, tenía desastrosos efectos sobre la pequeña población de las cabras, los conejos e incluso los peces. Era imposible meter en aquella cabeza de madera de ébano que aquel pequeño rebaño no había sido agrupado, alimentado y seleccionado más que para su rendimiento en tanto que destinado a la nutrición y que no estaba allí para la doma, la familiaridad o los simulacros de caza y pesca. Viernes no concebía que pudiera matarse a un animal si no era después de una persecución o un combate que le diera algunas oportunidades: ¡concepción peligrosamente novelesca! No comprendía tampoco que existían especies dañinas a las que había que combatir a ultranza y no se había privado de engordar a una pareja de ratas a la que pretendía hacer crecer y multiplicarse. El orden era una frágil conquista, ganada a duras penas sobre el salvajismo natural de la isla. Los golpes que le daba el araucano, lo trastornaban seriamente. Robinsón no podía permitirse el lujo de un elemento perturbador que amenazara con destruir lo que él había tardado tantos años en edificar. Pero ¿qué hacer entonces?

Al llegar a la linde del bosque se detuvo, arrebatado por la grandeza y la suavidad del paisaje. La pradera extendía hasta donde se perdía la vista, su vestido de seda erizado con lánguidas ondulaciones por efecto de un ligero soplo de viento. Al oeste dormían erguidos los tallos de las cañas, apretados como las lanzas de un ejército, y desde allí brotaba a intervalos regulares el croar armonioso de una rana. Un aliento perfumado le advirtió de que se aproximaba a la loma rosada, cuyas irregularidades del terreno habían sido borradas por la luz de la luna. Las mandrágoras se habían multiplicado allí hasta llegar a modificar la fisonomía del paisaje. Robinsón se sentó con la espalda apoyada en un terraplén de arena y buscó con la mano las largas hojas violáceas con los bordes recortados que él había introducido en la isla. Sus dedos encontraron la redondez de uno de esos frutos tostados que desprendían un olor profundo y fétido, difícilmente olvidable. Sus hijas se hallaban allí -bendición de su unión con Speranza- inclinando sus faldas festoneadas en la hierba negra y él sabía que si arrancaba una de raíz haría surgir las piernas blancas y carnosas del diminuto ser vegetal. Se extendió sobre un surco, algo pedregoso, pero muy envolvente, y gozó del torpor voluptuoso que, ascendiendo del suelo, llegaba a sus riñones. Contra sus labios, apretaba las mucosas tibias y almizcladas de una flor de mandrágora. Conocía perfectamente aquellas flores porque había clasificado sus cálices azules, violetas, blancos o purpúreos. Pero ¿qué era aquello? La flor que tenía ante los ojos era rayada. Era blanca con hebras marrones. Se sacude de aturdimiento. No comprende. Aquel pie de mandrágora no existía dos días antes. Hacía sol y habría notado aquella nueva variedad. Por otra parte, llevaba una cuenta topográfica muy precisa de sus siembras. Verificará su catastro en la alcaldía, pero está convencido de antemano de que jamás se había tendido en el emplazamiento en que había florecido la mandrágora acebrada…

Se levantó. La calma se había roto; todo el bienestar de aquella noche se había disipado. Había nacido en él una sospecha todavía vaga, pero que se había tornado inmediatamente en rencor contra Viernes. Su vida secreta, los sauces plantados al revés, el hombre-planta, e incluso antes los cactus adornados, la danza de Tenn en las llagas de Speranza, ¿no eran todo ello índices que aclaraban el misterio de las nuevas mandrágoras?

Log-book .- He vuelto a la residencia en el límite de la agitación. Desde luego, mi primer impulso ha sido despertar al infame, golpearle después para hacerle vomitar sus secretos y pegarle todavía más después por los crímenes confesados. Pero he aprendido a no actuar nunca bajo el dominio de la cólera. La cólera impulsa a la acción, pero es siempre a la mala acción. Me he forzado a regresar a mi casa, a colocarme de pie, con los talones unidos delante del atril y a leer al azar algunas páginas de la Biblia. ¡Hasta qué punto me ha hecho falta contenerme, mientras mi espíritu daba saltos como un cabrito atado con una cuerda excesivamente corta a un poste! Por fin la calma volvió a mí a medida que la palabra majestuosa y amarga del Eclesiastes volaba de mis labios. ¡Oh Libro de los libros, cuántas horas serenas te debo! Leer la Biblia es subir a la cima de una montaña desde donde se abarca con una sola mirada toda la isla y la inmensidad del océano que la envuelve. Entonces todas las pequeñeces de la vida son barridas, el alma despliega sus inmensas alas y planea, no conociendo ya más que cosas sublimes y eternas. El pesimismo altivo del rey Salomón era apropiado para hablar a mi corazón que desbordaba rencor. Me gusta leer que no hay nada nuevo bajo el sol, que el trabajo del justo no es más recompensado que la ociosidad del loco, que es inútil construir, plantar, regar, criar ganado, porque todo es correr tras el viento. Se habría dicho que el Sabio de los sabios halagaba mi atrabiliario humor para descargar sobre mí la única verdad que me importa, la que está escrita desde toda la eternidad a la espera de este instante. Y el hecho es que he recibido en pleno rostro, como una bofetada bienhechora, estos versículos del capítulo IV:

Más vale vivir con otro que solitario;
dos tienen una buena recompensa en su trabajo,
porque si caen, uno de ellos puede relevar a su compañero.
Pero desdichado de aquel que solo está
y cae sin tener a un segundo que le sustituya.
Del mismo modo si dos duermen juntos, se dan calor,
pero un hombre solo ¿podría calentarse?
Y si alguno domina a quien está solo,
los dos juntos podrán resistirle,
y el hilo de tres cabos no se rompe fácilmente.

He leído y releído estas líneas y recitándolas todavía fui a acostarme. Me he preguntado por vez primera si yo no habría pecado gravemente contra la caridad al intentar por todos los medios someter a Viernes a la ley de la isla administrada, haciendo resaltar así que yo prefería la tierra modelada por mis manos antes que a mi hermano de color. Vieja alternativa, es verdad, origen de más de un desgarramiento y de innumerables crímenes.

Robinsón se esforzaba así por apartar su pensamiento de las mandrágoras acebradas. Le ayudaba en ello la urgencia de las labores de desmonte y de reconstrucción que se hacían necesarias, dadas las torrenciales lluvias, y aquellos trabajos le acercaron a Viernes. De este modo pasaban los meses entre disensiones tormentosas y reconciliaciones tácitas. Ocurría también que Robinsón, profundamente sorprendido por el comportamiento de su compañero, no dejaba percibir nada de lo que pensaba y trataba de excusarle cuando se hallaba ante su diario. Eso fue lo que sucedió; por ejemplo, con el asunto del escudo de concha.

Viernes se hallaba ausente aquella mañana desde hacía ya varias horas, cuando Robinsón fue alertado por una columna de humo que se alzaba tras los árboles, del lado de la playa. No estaba prohibido encender fuegos en la isla, pero la ley exigía que se avisara previamente a las autoridades, precisando el lugar y la hora, para evitar cualquier riesgo de confusión con el fuego ritual de los indios. Para que Viernes hubiera olvidado aquellas precauciones, era preciso que hubiera tenido sus razones, lo que significaba en otros términos que la tarea a la que se dedicaba no era seguramente de las que complacían a su amo.

Robinsón cerró su Biblia, suspirando; luego se levantó y se dirigió hacia la playa tras silbar a Tenn.

No comprendió inmediatamente el extraño trabajo que realizaba Viernes. Sobre una alfombra de cenizas encendidas había colocado una enorme tortuga a la que había vuelto de espaldas. El animal no estaba muerto en absoluto, y batía el aire con sus patas. Robinsón creyó escuchar incluso una especie de tos ronca que debía ser su manera de quejarse. ¡Hacer gritar a una tortuga! ¡Era preciso que aquel salvaje llevara el diablo en el alma! Pero en seguida comprendió cuál era la finalidad de aquel bárbaro tratamiento al ver cómo el caparazón de la tortuga perdía su concavidad y se enderezaba lentamente por la acción del calor, mientras que Viernes trataba de cortar con un cuchillo las adherencias que lo mantenían todavía unido a los órganos del animal. Aún la concha no estaba plana del todo; había tomado el aspecto de un plato ligeramente curvo, cuando la tortuga, girando sobre uno de sus lados, volvió a encontrarse de pie sobre sus patas. Una enorme ampolla roja, verde y violácea se balanceaba sobre su lomo como una alforja hinchada de sangre y bilis. Con una velocidad de pesadilla, tan de prisa como el mismo Tenn que la perseguía ladrando, corrió hacia el mar y se hundió en el rompiente de las olas. «Es tonta -observó Viernes calmosamente-, mañana los cangrejos se la habrán comido.» Sin embargo, frotaba con arena el interior del caparazón aplanado. «No hay flecha que pueda traspasar este escudo -explicó a Robinsón- e incluso las más gruesas bolas rebotan en él, sin romperlo.»

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