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Epílogo

Rosie leyó la carta por la que parecía la millonésima vez en su vida, la dobló cuidadosamente y volvió a meterla en el sobre. Sus ojos recorrieron la colección de cartas, tarjetas de felicitación, e-mails impresos, conversaciones de chat impresas, faxes y notas manuscritas de cuando era colegiala. Había cientos de papeles desparramados por el suelo, y cada uno contaba su propia historia de triunfo o tristeza, cada carta representaba una etapa de su vida.

Las había guardado todas.

Estaba sentada en la alfombra de piel de borrego delante de la chimenea de su habitación en Connemara y siguió contemplando el despliegue de palabras que tenía ante sí. Su vida en tinta y papel. Había pasado la noche entera releyéndolas, le dolía la espalda de estar encorvada y le escocían los ojos. Le escocían por el cansancio y las lágrimas.

Personas a las que había amado habían cobrado vida durante aquellas horas al leer sus temores, emociones y pensamientos, personas que una vez habían sido reales, pero que ahora ya no formaban parte de su vida. Amigos que llegaron y se fueron, compañeros de trabajo, compañeros de estudios, amantes y familiares. Aquella noche había revivido su vida entera en cuestión de horas.

Sin que se diera ni cuenta, el sol había salido y las gaviotas revoloteaban por el cielo gritando excitadas al embravecido mar que les procuraba alimento. Las olas se estrellaban contra las rocas y amenazaban con adentrarse en la tierra. Nubes grises colgaban como volutas de humo frente a su ventana, demorándose pese a que el chubasco matutino ya había cesado.

Los delicados tonos de un arco iris recién formado se alzaban desde el pueblo dormido, se expandían por el cielo del amanecer y se hundían en el campo, enfrente de Casa Amapola. Una visión vibrante de rojo de manzana acaramelada, crema, albaricoque, aguacate, jazmín, rosa y azulete contra el cielo gris. Tan cerca que Rosie quería alargar el brazo para tocarlo.

La campanilla del mostrador de abajo sonó ruidosamente. Rosie chasqueó la lengua y miró la hora: las seis y cuarto.

Había llegado un huésped.

Se puso de pie lentamente con una mueca de dolor por haber estado agachada en la misma postura durante horas. Se agarró al poste de la cama y se levantó. Poco a poco estiró la espalda.

La campanilla sonó otra vez.

Las rodillas le crujieron.

– ¡Ya voy! -contestó procurando disimular la irritación de su voz.

Había sido una tonta quedándose en vela toda la noche para leer aquellas cartas. Le esperaba una jornada bastante movida y no podía permitirse estar cansada. Cinco huéspedes se marchaban y otros cuatro vendrían poco después. Había que limpiar las habitaciones, lavar las sábanas y hacer las camas de los nuevos, y ni siquiera había empezado a preparar el desayuno.

Pasó de puntillas con sumo cuidado entre el lío de cartas desparramadas alrededor de la alfombra procurando no pisar aquellos papeles tan importantes que había conservado toda su vida.

La campanilla volvió a sonar.

Puso los ojos en blanco y maldijo para sí. No estaba de humor para huéspedes impacientes. No cuando no había dormido ni un instante.

– ¡Un momentito! -gritó alegremente, agarrándose a la barandilla para bajar la escalera más aprisa.

Se golpeó un dedo del pie contra una maleta dejada tontamente junto al primer escalón. Al tropezar salió despedida hacia delante y entonces una mano la sostuvo con firmeza por el brazo para que recobrara el equilibrio.

– Lo siento mucho -se disculpó el hombre, y Rosie levantó la cabeza de golpe.

Rosie miró al hombre que tenía delante. Casi un metro ochenta, de pelo moreno con canas en las sienes. Tenía la piel cansada y arrugada alrededor de los ojos y la boca. Tenía los ojos cansados, como lo estarían los de cualquiera que hubiese conducido cuatro horas hasta Connemara después de un vuelo de cinco horas. Pero aquellos ojos brillaban y refulgieron al humedecerse.

Los ojos de Rosie también se humedecieron. Notó que le apretaban el brazo con más fuerza.

Era él. Finalmente era él. El hombre que había escrito la carta final que había leído aquella mañana, rogándole una respuesta.

Naturalmente, después de recibirla, no había tardado nada en contestar. Y mientras el silencio mágico volvía a envolverlos cincuenta años después, lo único que pudieron hacer fue mirarse a los ojos.

Y sonreír.


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