Magdalena peruana y otros cuentos (1987)
– Vengo del pestilente entierro del Papa -dijo mi hermano, por toda excusa. Como siempre, había llegado tarde al almuerzo familiar.
– ¿El entierro de quién? -preguntó mi padre, que era siempre el último en escuchar. Y a mi hermano le reventaba tanto que lo interrumpieran cuando se arrancaba con una de sus historias, que un día me dijo-: Definitivamente, Manolo, no hay peor sordo que el que sí quiere oír.
– Esta mañana enterraron al Papa Guido, papá.
– ¿Al Papa qué?
– Al Papa Guido Sin Número.
– ¿Guido sin qué?
– Carlos, por favor -intervino, por fin, y como siempre, mi madre-, habla más fuerte para que se entere tu padre.
– Lo que estaba diciendo, papá, es que esta mañana enterraron al Papa Guido Sin Número.
– Uno de tus amigotes, sin duda alguna -volvió a interrumpir mi padre, esta vez para desesperación de mi hermano, primero, y de todos, después.
– Déjalo hablar -volvió a intervenir mi madre, eterna protectora de la eterna mala fama de mi hermano Carlos, el mejor de todos nosotros, sin lugar a dudas, y el único que sabía vivir, en casa, precisamente porque casi nunca paraba en casa. Por ello conocía historias de gente como el Papa Guido Sin Número, mientras yo me pasaba la vida con el dedo en la boca y los textos escolares en mi vida.
Por fin, mi padre empezó a convertirse en un sordo que por fin logra oír, y aunque interrumpió varias veces más, por eso de la autoridad paterna, Carlos pudo contarnos la verídica y trágica historia del Papa Guido Sin Número, un cura peruano que colgó los hábitos, como quien arroja la esponja, tras haberle requeteprobado, íntegro al Vaticano, méritos más que suficientes para ser Papa urbi et orbi, y que siendo descendiente de italianos, para colmo de males se apellidaba Sangiorgio, por lo cual, como le explicó enésimas veces al Santo Padre de Roma, en Roma, ya desde el apellido tengo algo de santo, Santo Padre.
– No entiendo nada -dijo mi padre.
– Lo vi muerto la primera vez que lo vi -continuó mi hermano.
– ¿Lo viste?
– Quiero decir, papá, que la primera vez que lo vi, Pichón de Pato…
– ¿Y tú tienes amigos llamados Pichón de Pato? -interrumpió mi padre nuevamente.
– Deja hablar a tu hijo, Fernando.
Mi hermano miró como diciendo es la última interrupción o se quedan sin historia, y prosiguió. Estaba en el Bar Zela (mi padre no se atrevió a condenar a muerte al Bar Zela), y dos golpes seguidos sonaron a mi espalda. El primero, sin duda alguna, había sido un perfecto uppercut al mentón, y el otro un tremendo costalazo. Volteé a mirar y, en efecto, Pichón de Pato acababa de entrar en busca de Guido Sangiorgio a quien había estado buscando siete días y sus noches, como a Juan Charrasqueado…
– ¿Como a quién? -interrumpió mi padre.
– Mira, papá, tómalo con calma, y créeme que llenaré cada frase de explicaciones innecesarias para que nada se te escape. ¿De acuerdo?
– ¿Qué?
– Te contaré, por ejemplo, que Juan Charrasqueado es una ranchera que toda América latina se sabe de paporreta y en la que Juan Charrasqueado, que es Juan Charrasqueado como en la ranchera que lleva su nombre, precisamente, se encuentra bebiendo solo en una cantina y pistola en mano le cayeron de a montón. Esto fue en México, papá, o sea que nada tiene que ver con la reputación, excelente por cierto, según el cristal con que se mire, del Bar Zela. A Juan Zela le cayeron pistola en mano y de a montón y no tuvo tiempo de montar en su caballo, papá, cuando una bala atravesó su corazón. Así, igualito que en la ranchera, papá, Pichón de Pato, rey de la Lima by night, a bajo costo, apareció por el Zela y Guido no tuvo tiempo de decir esta boca es mía. Lo dejaron tendido sobre el aserrín de los que mueren en el Zela.
A la legua se notaba que Carlos se había tomado más de una mulita de pisco en aquella mítica chingana frente al Cementerio del Presbítero Mautro, cuyo nombre, Aquí se está mejor que al frente, despertaba en mí ansias de vivir sin el dedo en la boca y sin la eterna condena de los textos escolares ad vitam eternam. Nunca envidié a mi hermano Carlos. Ése era mi lado noble. Pero en cambio lo admiré como a un Dios. Ése era mi dedo en la boca.
Mi padre ya no se atrevía a interrumpir, y fue así como mi hermano Carlos descubrió a ese increíble personaje que fue el Papa Guido Sin Número. Lo conoció muerto sobre el aserrín del Zela y, años más tarde, o sea esa misma mañana, antes de entrar a tomarse una mulita de pisco, luego dos y cinco o seis, lo acompañaría hecho una gangrena humana hasta el eterno descanso de su alma terriblemente insatisfecha.
Increíblemente, yo logré ver al Papa Guido una mañana por las calles de París, ciudad en la que continuaba mi vida pero ahora contextos universitarios. Era exacto a Caruso y vestía de Caruso y sus ojos sonreían locura y sus escarpines blancos perfeccionaban a Caruso caminando por las calles de París, hacia el año 67. Eran ya los tiempos de la decadencia y caída del Papado, pero el Papa Guido Sin Número, convertido ahora en Caruso, hacía pasar inadvertida cualquier preocupación de ese tipo. Del aeropuerto de París habían llamado a la Embajada del Perú y habían explicado que no se trataba de delito alguno pero que qué hacían, ¿lo detenían o no? Mientras tanto, el extravagante peruano se dirigía ya a París y que allá en París se encargaran de él. La policía había cumplido con avisar a la Embajada. Y el extravagante peruano pudo seguir avanzando rumbo a París, a ratos a pie, a ratos en taxi, sonriente y con el maletín que contenía decenas de miles de dólares que iba lanzando cual pluma al viento mientras cantaba La donna é mobile quale piuma al…E increíblemente apareció todavía con dólares al viento por la rué des Écoles y yo me pasé a la acera de enfrente de puro dedo en la boca, lo reconozco, aunque también, es cierto, para observar mejor un espectáculo que ahora, escuchando a mi hermano hablar, empezaba a revelarme su trágico y fantástico contenido.
Cotejé datos con Carlos, y me explicó que en efecto ese dinero se lo había ganado el Papa Guido Sin Número, en su fabulosa época de publicista. Si bien era cierto que de una revista muy prestigiosa lo largaron porque su director, al ver que le llovían anuncios como nunca, investigó las andanzas de Guido, descubriendo que trabajaba pistola en mano y con la amenaza de volver pistola en mano por más avisos o disparo, también era cierto que obtuvo el récord mundial de avisaje para esa revista. O casi. Bueno, papá, es una manera de contar las cosas. Pero no me negarás que quien llenó la avenida Arequipa de tubos encendidos de Kolynos fue el Papa Guido Sin Número. De Miraflores a Lima colgó tubos en ambas pistas de la avenida, un tubo iluminado de Kolynos en cada poste de luz.
– ¡Conque fue él! Malogró por completo la avenida Arequipa.
– Pero no negarás, papá, que hasta hoy nos tiene a todos los peruanos lavándonos los dientes con Kolynos, a pesar de que la televisión se mata anunciando otros dentífricos.
– Yo me sigo lavando con pasta inglesa -jodió el asunto, una vez más, mi padre. Y agregó que llevaba cincuenta años de lavanda y talco Yardley y pasta de dientes inglesa y que para algo había trabajado como una bestia toda la…
La vida del Papa Guido Sin Número, lo interrumpió mi hermano, esta vez, fue la de una muy temprana vocación sacerdotal. Empezó por una infancia de sacristán precoz, de acólito permanente, y de niño cantor de Viena, o algo por el estilo, en cuanto coro sagrado necesitara coro cualquiera de cualquier iglesia de Lima. Nunca se limpiaba los zapatos porque, según decía él, ya a los cinco años, la limpieza se la debo a Dios y por ello sólo me ocupo de limpiar altares. Y en esto llegó hasta el fetichismo porque prefirió siempre los altares en los que se acababa de celebrar la santa misa. Huelen a Dios, explicó, y a los once años cumpliditos partió a su primer convento, cosa que a sus padres en un primer momento y convento no les preocupó, porque estaban seguros de que regresaría a casa al cumplir los once años y una semana, pues ya a los diez había intentado violarse a la lavandera y a la cocinera, y a las dos al mismo tiempo, papá.
– Sigue, sigue…
– Pero no volvió más y a Roma llegó a la temprana edad de diecisiete años, con los ojos abiertos inmensos y dulzones debido a la maravilla divina y la proximidad vaticana. Nunca se descubrió que se había metido de polizonte en tres cónclaves seguidos…
– ¿Se había metido de qué?
– Se zampó a tres cónclaves, papá, y vio de cerquísima cada secreto de la elección de tres presidentes…
– Querrás decir de tres papas -lo interrumpió nuevamente mi padre, aunque feliz esta vez porque tenía todita la razón.
Y mi hermano, que sin duda alguna se había metido como mil mulitas de pisco, en Aquí se está mejor que al frente, dijo que con las causas perdidas era imposible, pero inmediatamente agregó que se estaba refiriendo a nuestro Papa, para evitar que lo botaran de la mesa. Y contó que, en efecto, aunque nunca se le logró probar nada, a Guido se le atribuían horas y horas de atentísimas lecturas, subrayando frases claves, de la vida de los Borgia, los Médicis, y El príncipe de Maquiavelo, añadiendo, por todo comentario, que eso nuestro futuro Papa lo llevaba en la sangre, para que cada uno de nosotros juzgara a su manera. Lo cierto es que, al cumplir los cuarenta, Guido, nuestro futuro Guido Sin Número se hartó de forzar entrevistas con importantísimos cardenales influyentísimos, representantes de tres congregaciones representantes de tres multinacionales y la Banca suiza, se aburrió de aprobar exámenes que no existían (pero que él logró que le impusieran), de sabiduría divina, humana, e informática, y así poquito a poco y con paciencia de santo logró probar que había nacido para ser Papa, ni un poquito menos, ante todita la curia romana, íntegro el Vaticano, y ante el mismísimo Papa en ejercicio, perdón, pero para la historia de las fechas y nombres nunca fui bueno, para eso tienen a Manolo que se sabe los catorce incas y cuenta papas cada noche para dormirse. En fin, un Pío de esos en ejercicio fue quien organizó la secreta patraña de nombrarlo Papa honorario con el nombre de Guido Sin Número, y nada menos que en la Basílica de San Pedro, aunque en un rinconcito y de noche, eso sí, y todo esto, según le explicó el Papa al Papa Guido, papá, tutto questo, collega Guido Senza Numero, carissimo flglio mió (Guido ya estaba pensando figlio diputtana, perdón papá), en fin, todo esto porque siempre fue, era, es y será demasiado pronto para que un peruano pueda aspirar a Papa, por más vocación y curriculum vitae que tenga, Guido, y ahora no te me vayas a volver cura obrero, por favor, pero pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor, la eternidad…