Alfredo Bryce Echenique: de la memoria al desencuentro
La narrativa de Alfredo Bryce Echenique ha quedado poblada de personajes que se han movido siempre entre la necesidad de la búsqueda del camino y la constatación de la pérdida de rumbo, por lo cual quedan vinculados, en primer lugar, al desarraigo, al desamor y otros desafectos y, finalmente, a la evidencia de un desencuentro de raíces profundas y alcances diversos. Una aproximación irónica a la vida y a su metáfora, la escritura, verifica el detallado análisis de la sociedad de las últimas décadas del siglo que lleva a cabo el autor, quien se convierte en el mejor guía para poder comprender la sustancia más íntima de la sociedad actual. Sus mundos y sus personajes abarcan por extenso los contornos de los apuros y las emociones de cada edad y cada estado: desde la indagación en las huellas imperecederas de la infancia o el impacto de los amores y amistades adolescentes hasta la exploración del joven desarraigado y el muy maduro artista ya olvidado por sí mismo; desde el anhelado, aunque en ocasiones traumático, encuentro con la escritura hasta la confirmación de la debilidad de la conciencia política de los individuos y la constante duda en que se halla sumido el hombre contemporáneo, sea éste personaje o autor, lo que se concreta en la fracasada adivinación de si la verdad es la realidad apariencial o de si la ilusión y la fantasía compiten en similar plano de igualdad.
Las ficciones buscan en la autobiografía y la autobiografía encuentra en la ficción. Esta estrategia del autor supone una exitosa afirmación del individuo puesto que éste como aquél se deciden por aceptar el habitar un espacio en que esas fronteras interiores, las sensoriales, han quedado difuminadas en este último medio siglo. Y esa afirmación es la del individuo desengañado de los sucedáneos que se ha creado; es decir, la del hombre desencontrado y consciente, en la mayor parte de los casos, de ese fracaso porque el camino por el que se ha optado -el de la literatura, el de otras artes como la música y el cine, o el de los medios de comunicación de masas- resulta ineficaz e incluso tremendamente confuso. La mentira artística -que Bryce Echenique hereda de Óscar Wilde- sólo sirve temporalmente y el humor sólo convierte en menos dolorosa la realidad, porque ésta finalmente acaba mostrándose como la constatación de un drama personal que evoluciona hasta su confirmación. El recurso metaficcional, como metáfora de la vida y de su equivalencia en la literatura, sirve a esa mentira artística y supone otra forma de sustituir la realidad, lo cual queda próximo a la autobiografía ficcionalizada y a la ficción autobiográfica, que suponen otras dos señales de la debilidad de límites que plantea la narrativa de Alfredo Bryce Echenique. No obstante, verdad y realidad llegan al texto por una operación de la memoria, que se materializa en la escritura. La escritura evidencia la negativa al olvido y, paradójicamente, la necesidad de corregir el pasado, de forma que mentira y ficción pasan a convivir con verdad y realidad, pues todas las categorías quedan restablecidas con un nuevo cuño, con los perfiles otorgados por la memoria, que configura su propia perspectiva acorde con unas circunstancias precisas, en un intento por solventar el desencuentro en que a sí misma se sorprende.
La búsqueda de la escritura que Alfredo Bryce Echenique llevaba a cabo en Huerto cerrado [1] (1968) permitía el hallazgo de varias sendas que ha explorado ya el escritor más maduro. Por encima de Henry de Montherlant -sobre quien realizaba por entonces su tesis doctoral-, la influencia de Julio Ramón Ribeyro y de Julio Cortázar dominan el ciclo cuentístico en que convierte Bryce Echenique las aventuras del Manolo, quien, además, recuerda tanto al Nick Adams de Ernest Hemingway. El papel de la invención y la escritura comienza a cobrar una importancia capital según se advierte en relatos como «El camino es así» , cuyo título iba a llevarse al libro; el consejo de Ribeyro lo desvió hacia el actualmente conocido. La escritura se convierte en el medio de vencer (aunque efímeramente) las carencias de la realidad. Con este relato Bryce Echenique marca una nueva concepción de la vida más acorde con las exigencias de la sensibilidad contemporánea y su herencia proustiana: el ubi sunt? se entona en el papel para invocar a la realidad sólo aparecida ya en la nostalgia del no existir, ya en la memoria de lo sí sucedido, o en el texto, que consigna ambas posibilidades. Hacia el final de este ciclo cuentístico llega el dramático desencuentro que denuncia la edad perdida. La queja clásica por la caducidad de la vida se entona pero sólo referida esa existencia al tiempo pasado (el ubi sunt? mencionado), vivido o no, o a la duración en lo narrado por el arte que penetra una realidad nueva pero siempre efímera e insuficiente; por ello se entona una queja tan velada que el lector ha de recomponer los intentos de deconstrucción que un narrador no ha podido desvelar y que un autor implícito ha ocultado con desencanto. Pero todo ello logrará, en La felicidad ja ja , metas excepcionales que se extenderán a sus novelas.
Bryce Echenique trataba por entonces, en su libro inaugural, de hallar su propia voz y los temas particulares que caracterizarán su obra, como se aprecia en los primeros cuentos. El arte de la escritura cobra un nuevo papel en «Las notas que duermen en las cuerdas» al comenzar a indagar en la temática adolescente de una manera más profunda y próxima y a través de la autorreflexión escrita. La ternura del diario adolescente constituirá sólo uno de los rostros de la poliédrica visión que de esa edad plantea el autor. «El descubrimiento de América» abandona esa ternura y explora en la sensualidad y una sexualidad que queda abocada al fracaso. No ocurre de forma diferente en «Yo soy el rey» , donde lo grotesco, además, logra cotas no igualadas. Otras preocupaciones adolescentes ocurren en otros relatos, como la amistad en «Su mejor negocio» o el amor lejano en «Un amigo de cuarenta y cuatro años» (que parte de una experiencia que llevará hasta No me esperen en abril). También comienza a aparecer el desarraigo en el cuento que abre el volumen, pues, efectivamente, en «Dos indios» se ocupa por vez primera de la situación del peruano en Europa. Asimismo emerge la memoria del ciclo cuentístico al convertir un silencio -para el personaje narrador y para el lector- en recuerdo involuntario, a la manera de la magdalena proustiana. Es decir, que convierte el silencio en el motor fundamental del recuerdo y, como sugiere la presencia inicial de «Dos indios» en el volumen, ese secreto abre el libro adolescente, en que se convierte todo el conjunto de relatos, recuperadores del pasado por una operación de la memoria, debilitada como se observa por los desencuentros de ese cuento inicial o por el trastornado discurso del último, «Extraña diversión» .
«Dos indios» indaga en el desarraigo, la emigración y la nostalgia desde una forma particular que supone la lucha de la memoria frente al olvido y que obtendrá otros excelentes frutos posteriores. El cuento se enfrenta en una primera persona que da cuenta de los acontecimientos. La nostalgia invade al protagonista, que narra una historia pasada (con personajes que regresarán a Un mundo para Julius ) rota por el tiempo; la conversación sostiene el relato y el alcohol la silencia. Queda para el personaje narrador (y por tanto, para el lector) un secreto sin desvelar en el fondo de esa laguna narrativa, de ese iceberg hemingwayeano. El recurso regresa a «Con Jimmy, en Paracas» , relato del que Bryce Echenique siempre ha afirmado que le permitió el hallazgo definitivo de su propio estilo. Aquí, el silencio oculta un trauma que Manolo, el protagonista-narrador, sí conoce y que permanece escondido; el desciframiento será permitido sólo para algunos lectores, pues la victoria de la memoria sobre el olvido se produce cohibidamente. El mecanismo de la doble distanciación muestra la voluntaria y alejada perspectiva desde la que el protagonista contempla ese instante de su vida en que fue consciente de la homosexualidad. Los símbolos desperdigados, pero cuidadosamente colocados, hablan al lector con cierto reparo; las imágenes, desde el inicio, muestran el grisáceo contexto social en que se va a fraguar el desdichado encuentro; el diálogo final, casi en forma de escena, aporta la señal que corrobora los indicios. La etimología popular de la traducción final (de la palabra bungalow, que sospecha el muchacho, adiestrado en el inglés y ya en la vida) confirma la existencia de un trauma pasado que la escritura desea analizar y expiar; la timidez y el pudor provocan esa laguna que algunos lectores podrán desecar para hallar las causas auténticas de los orígenes del relato.
Con el hallazgo de la nueva fórmula, Bryce Echenique emprende la composición del cuento «Las inquietudes de Julius» , pero pronto advierte que el personaje, su ambiente, la voz y el componente social requieren de una extensión mayor. El empeño se convierte en la primera novela del autor, Un mundo para Julius (1970), con la que logrará el reconocimiento internacional y de su país, como demuestra la concesión del premio Nacional en 1972. La interpretación sociológica, comprometida y antioligárquica con que se entendió entonces en Perú -desde 1968 gobernado por el general Juan Velasco Alvarado- sólo resultará uno de los muchos rostros que ofrecía una novela desenvuelta, rica y de sabor tierno que no sólo desplegaba los resortes de los más clásicos mecanismos narrativos sino que también arriesgaba una exposición grave. Ese riesgo provenía del uso de, por ejemplo, la distanciación hallada en «Con Jimmy, en Paracas» y la libertad formal que, por Cortázar, había practicado en ese cuento, lo que suponía el alejamiento de la trama a lo Montherlant; del mundo adolescente descubierto en «Las notas que duermen en las cuerdas» y que se abría, con la decadencia de la oligarquía, a los relatos de La felicidad ja ja ; de la práctica del tiempo que le llegaba de Proust, el flujo de conciencia de Joyce y el poderoso diálogo de Hemingway, que se unían a una variadísima galería de voces y perspectivas desde las que se retrataba el mundo de la oligarquía, contemplado unas veces con nostalgia, en otras ocasiones con alguna simpatía, y por momentos con cierta agria y no disimulada queja. Pero lo importante, junto al humor, la nostalgia y otros gustos, resultaba el perfilado de los personajes, que convertían a los espacios retratados en un universo abigarrado, atractivo y extraordinariamente vivo a pesar de la distancia existente, fundamentalmente económica, con el lector, como a éste le recordaba en alguna ocasión el narrador en una prueba de vigorosa oralidad.