Hacía cuatro años que Manolo había salido de Lima, su ciudad natal. Pasó primero un año en Roma, luego, otro en Madrid, un tercero en París y finalmente había regresado a Roma. ¿Por qué? Le gustaban esas hermosas artistas en las películas italianas, pero desde que llegó no ha ido al cine. Una tía vino a radicarse hace años, pero nunca la ha visitado y ya perdió la dirección. Le gustaban esas revistas italianas con muchas fotografías en colores; o porque cuando abandonó Roma la primera vez, hacía calor como para quedarse sentado en un Café, y le daba tanta flojera tomar el tren. No sabía explicarlo. No hubiera podido explicarlo, pero en todo caso, no tenía importancia.
Cuando salió del Perú, Manolo tenía dieciocho años y sabía tocar un poco la guitarra. Ahora al cabo de casi cuatro años en Europa, continuaba tocando un poco la guitarra. De vez en cuando escribía unas líneas a casa, pero ninguno de sus amigos había vuelto a saber de él; ni siquiera aquel que cantó y lloró el día de su despedida.
El rostro de Manolo era triste y sombrío como un malecón en invierno. Manolo no bailaba en las fiestas: era demasiado alto. No hacía deportes: era demasiado flaco, y sus largas piernas estaban mejor bajo gruesos pantalones de franela. Alguien le dijo que tenía manos de artista, y desde entonces las llevaba ocultas en los bolsillos. Le quedaba mal reírse: la alegre curva que formaban sus labios no encajaba en aquel rostro sombrío. Las mujeres, hasta lo veinte años, lo encontraban bastante ridículo; las de más de veinte, decían que era un hombre interesante. A sus amigos les gustaba palmearle el hombro. Entre el criollismo limeño, hubiera pasado por un cojudote.
Yo acababa de llegar a Roma cuando lo conocí, y fue por la misma razón por la que todos los peruanos se conocen en el extranjero: porque son peruanos. No recuerdo el nombre de la persona que me lo presentó, pero aún tengo la impresión de que trataba de deshacerse de mí llevándome a aquel Café, llevándome donde Manolo.
– Un peruano -le dijo. Y agregó-; Los dejo; tengo mucho que hacer -desapareció.
Manolo permaneció inmóvil, y tuve que inclinarme por encima de la mesa para alcanzar su mano.
– Encantado.
– Mucho gusto -dijo, sin invitarme a tomar asiento, pero alzó el brazo al mozo, y le pidió otro café. Me senté, y permanecimos en silencio hasta que nos atendieron.
– ¿Y el Perú? -preguntó, mientras el mozo dejaba mi taza de café sobre la mesa.
– Nada -respondí-. Acabo de salir de allá y no sé nada. A ver si ahora que estoy lejos empiezo a enterarme de algo.
– Como todo el mundo -dijo Manolo, bostezando.
Nos quedamos callados durante una media hora, y bebimos el café cuando ya estaba frío. Extrajo un paquete de cigarrillos de un bolsillo de su saco, colocó uno entre sus labios, e hizo volar otro por encima de la mesa: lo emparé. «Muchas gracias; mi primer cigarrillo italiano.» Cada uno encendió un fósforo, y yo acercaba mi mano hasta su cigarrillo, pero él ya lo estaba encendiendo. No me miró; ni siquiera dijo «gracias»; dio una pitada, se dejó caer sobre el espaldar de la silla, mantuvo el cigarrillo entre los labios, cerró los ojos, y ocultó las manos en los bolsillos de su pantalón. Pero yo quería hablar.
– ¿Viene siempre a este café?
– Siempre -respondió, pero ese siempre podía significar todos los días, de vez en cuando, o sabe Dios qué.
– Se está bien aquí -me atreví a decir. Manolo abrió los ojos y miró alrededor suyo.
– Es un buen café -dijo-. Buen servicio y buena ubicación. Si te sientas en esta mesa mejor todavía: pasan mujeres muy bonitas por esta calle, y de aquí las ves desde todos los ángulos.
– O sea, de frente, de perfil, y de culo -aclaré. Manolo sonrió y eso me dio ánimos para preguntarle-: ¿Y te has enamorado alguna vez?
– Tres veces -respondió Manolo, sorprendido-. Las tres en el Perú, aunque la primera no cuenta: tenía diez años y me enamoré de una monja que era mi profesora. Casi me mato por ella -se quedó pensativo.
– ¿Y te gustan las italianas?
– Mucho -respondió-, pero cuando estoy sentado aquí sólo me gusta verlas pasar.
– ¿Nada te movería de tu asiento?
– En este momento mi guitarra -dijo Manolo, poniéndose de pie y dejando caer dos monedas sobre la mesa.
– Deja -exclamé, mientras me paraba e introducía la mano en el bolsillo: buscaba mi dinero.
Manolo señaló el precio del café en una lista colgada en la pared, volvió la mirada hacia la mesa, y con dedo larguísimo golpeó una vez cada moneda. Sentí lo ridículo e inútil de mi ademán, una situación muy incómoda, realmente no podía soportar su mirada, y estábamos de pie, frente a frente, y continuaba mirándome como si quisiera averiguar qué clase de tipo era yo.
– ¿Tocas la guitarra? -escuché mi voz.
– Un poco -dijo, como si no quisiera hablar más de eso.
Abandonamos el café, y caminamos unos doscientos metros hasta llegar a una esquina.
– Soy un pésimo guía para turistas -dijo-. Si vas por esta calle, me parece que encontrarás algo que vale la pena ver, y creo que hasta un museo. Soy un pésimo guía -repitió.
– Soy un mal turista, Manolo. Además, no me molesta andar medio perdido.
– Podemos vernos mañana, en el café -dijo.
– ¿A las cinco de la tarde?
– Bien -dijo, estrechándome la mano al despedirse. Iba a decirle «encantado», pero avanzaba ya en la dirección contraria.
Al día siguiente, me apresuré en llegar puntual a nuestra cita. Entré al café minutos antes de las cinco de la tarde, y encontré a Manolo, las manos en los bolsillos, sentado en la misma mesa del día anterior. Tenía una copa de vino delante suyo, y el cenicero lleno de colillas indicaba que hacía bastante rato que había llegado. Me senté.
– ¿Qué tal si tomamos vino, en vez de café? -preguntó.
– Formidable.
– Mozo -llamó-. Mozo, un litro de vino rojo.
– Sí, señor.
– Rojo -repitió con energía-. ¿Te gustan las artistas italianas? -sonreía.
– Me encantan. ¿Qué te parece si vamos un día a Cinecittá?
– Eso de ir hasta allá -dijo Manolo, y su entusiasmo se vino abajo fuerte y pesadamente como un tablón.
– Tienes razón -dije-. Ya pasará alguna por aquí.
– Se está bien en este café -dijo, mirando alrededor suyo-. Tiene que pasar alguna.
– Y la guitarra, ¿qué tal?
– Como siempre: bien al comienzo, luego me da hambre, y después de la comida me da sueño. Cojo nuevamente la guitarra… La guitarra es mi somnífero.
Trajeron el vino, y llené ambas copas, pues Manolo, pensativo, no parecía haber notado la presencia del mozo. «Salud», dije, y bebí un sorbo mientras él alargaba lentamente el brazo para coger su copa. Era un hermoso día de sol, y ese vino, ahí, sobre la mesa, daba ganas de fumar y de hablar de cosas sin importancia.
– No está mal -dijo Manolo. Miraba su copa y la acariciaba con los dedos.
– Me gusta -afirmé-. ¡Salud!
– Salud -dijo; bebió un trago, tac, la copa sobre la mesa, cerró los ojos, y la mano nuevamente al bolsillo.
Estuvimos largo rato bebiendo en silencio. Era cierto lo que me había dicho: por esa calle pasaban mujeres muy hermosas, pero él no parecía prestarles mayor atención. Sólo de rato en rato, abría los ojos como si quisiera comprobar que yo seguía ahí: bebía un trago, me miraba, luego a la botella, volvía a mirarme…
– Me gusta mucho el vino, Manolo. Terminemos esta botella; la próxima la invito yo.
– Bien -dijo, sonriente, y llenó nuevamente ambas copas.
Aún no habíamos terminado la primera botella, pero el mozo pasó a nuestro lado, y aprovechamos la oportunidad para pedir otra.
– Y tú, ¿qué tal ayer? -preguntó Manolo.
– Nada mal. Caminé durante un par de horas, y sin saberlo llegué a un cine en que daban una película peruana.
– ¿Peruana? -exclamó Manolo sorprendido.
– Peruana. Para mí también fue una sorpresa.
– Y ¿qué tal? ¿De qué trataba?
– Llegué muy tarde y estaba cansado -dije, excusándome-. Me gustaría volver… Creo que era la historia de dos indios.
– ¡Dos indios! -exclamó Manolo, echando la cabeza hacia atrás-. Eso me recuerda algo… Pero, ¿a qué demonios? Dos indios -repitió, cerrando los ojos y manteniéndolos así durante algunos minutos.
Vaciamos nuestras copas. Habíamos terminado la primera botella, y estábamos bebiendo ya de la segunda. Hacía calor. Yo, al menos, tenía mucha sed.
– Tengo que recordar lo de los indios.
– Ya vendrá; cuando menos lo pienses.
– ¡Nunca puedo acordarme de las cosas! Y cuando bebo es todavía peor. Es el trago: me hace perder la memoria, y mañana no recordaré lo que estoy diciendo ahora. ¡Tengo una memoria campeona!
Manolo parecía obsesionado con algo, y hacía un gran esfuerzo por recordar. Bebíamos. La segunda botella se terminaría pronto, y la tercera vendría con la puesta del sol y los cigarrillos, con los indios de Manolo, y con mi interés por saber algo más sobre él.
– ¡Salud!
– No pidas otra -dijo Manolo-. Sale muy caro. Vamos al mostrador; allá los tragos son más baratos.
Nos acercamos al mostrador y pedimos más vino. A mi lado, Manolo permanecía inmóvil y con la mirada fija en el suelo. No lograba verle la cara, pero sabía que continuaba esforzándose por recordar.
– ¡Siempre me olvido de las cosas! -sus dientes rechinaron, y sus manos, muy finas, parecían querer hundir el mostrador; tal era la fuerza con que las apoyaba.
– Manolo, pero…
– Siempre ha sido así; siempre será así, hasta que me quede sin pasado.
– Ya vendrá…
– ¿Vendrá? Si sintieras lo que es no poder recordar algo; es mil veces peor que tener una palabra en la punta de la lengua; es como si tuvieras toda una parte de tu vida en la punta de la lengua, ¡o sabe Dios dónde! ¡Salud!
Estuvo largo rato sin hablarme. Miré hacia un lado, vi la puerta del baño, y sentí ganas de orinar. «Ya vengo, Manolo.» En el baño no había literatura obscena: olía a pintura fresca, y me consolaba pensando que hubiera sido la misma que en cualquier otro baño del mundo: «Los hombres cuando quieren ser groseros son como esos perros que se paran en dos patas; como todos los demás perros». Pensé nuevamente en Manolo, y salí del baño para volver a su lado. Todas las mesas del café estaban ocupadas, y me pareció extraño oír hablar en italiano. «Estoy en Roma», me dije. «Estoy borracho.» Caminé hasta el mostrador, adoptando un aire tal de dignidad y de sobriedad, que todo el mundo quedó convencido de que era un extranjero borracho.