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En aquel remoto confín del universo, flotaban millares de moles blancas semejantes a montañas de hielo, esparciéndose hasta perderse en la distancia, como pálidos copos de nieve, separadas unas de otras por distancias inconcebibles, trazando una silenciosa danza en medio de la nada. Y estaban vivas. Cubiertas de aquellas motas rojas, pulsantes y luminosas, las mismas partículas que había empezado a ver por todas partes después de ingerir el hongo. Trazaban circuitos de sangre sobre el hielo blanco hasta formar una compleja filigrana roja, como las venas de un gigante.

Algo estaba desarrollándose en la montaña de hielo más cercana a él. Por toda su pálida superficie, los flujos de partículas rojas empezaban a concentrarse en diversos puntos, creando pequeños y vibrantes conos luminosos, como aquellos que había visto en medio del mar negro. Crecían lentamente. Agujas de fuego que atravesaban la corteza de hielo. Sobre su superficie cambiante se formaron racimos de esferas lechosas, cada una con un diminuto punto negro que giraba enloquecido en su interior.

Lisán se estremeció de terror al comprender que eran ojos. ¡Ojos! Lo supo con toda seguridad. Ojos extraños que espiaban su entorno con una malévola curiosidad. Y él estaba solo, en medio de aquellas criaturas inconcebibles, rodeado por un mudo abismo negro. Hacían girar los racimos de esferas de un lado a otro y escrutaban ansiosas el vacío… De repente, todos aquellos ojos inhumanos se volvieron a la vez hacia él. Sintió su fría mirada y la insolente curiosidad de sus mentes extrañas. Intentó huir, apartarse de aquellas criaturas, pero no tenía forma de moverse. Sólo pudo agitar los brazos y volver su rostro con espanto. Aquella estremecedora sensación apenas duró un instante, porque de inmediato los seres se derritieron, disgregándose sobre la superficie helada en millones de partículas de luz.

La montaña de hielo empezó a moverse entonces. Poco a poco fue apartándose de sus compañeras.

Los cuerpos celestes son eternos e incorruptibles, recordó Lisán. Estaban dotados de un movimiento perpetuo, circular y perfecto, que era comunicado por el Primer Motor a la totalidad de la esfera que lo contenía. Por lo tanto, un cambio de movimiento como el que ahora estaba presenciando era imposible. Aquella esfera de hielo no podía ser otra cosa que un astro innoble, capaz de movimientos mixtos y sometido a cambios imperfectos. Se dirigía a toda velocidad hacia una de las estrellas que salpicaban la negrura. Era la más brillante de todas, y fue creciendo ante sus ojos hasta transformarse en el deslumbrante disco del Sol.

Lisán viajaba remolcado por aquella montaña flotante, que tiraba de él como un barco que al hundirse arrastrara a los desdichados que nadaran cerca.

El Sol brillaba cegador en un cielo absolutamente negro, al que era incapaz de iluminar. Su diámetro aumentaba mientras se acercaban a él. La nieve empezó a humear y el vapor que desprendía fue empujado por la luz del Sol, de forma semejante a como el viento arrastra el humo de una hoguera, hasta formar una larga cola de luz que se deshilachaba en la distancia. Eso le recordó una parábola atribuida a 'Alî, el yerno y heredero espiritual del Profeta: Sin la irradiación del Sol que cae sobre ellas, las partículas de polvo suspendidas en el aire no serían visibles y, sin éstas, los propios rayos del Sol no se distinguirían en el aire.

Sin el reflejo de la luz divina, la propia materia carece de entidad…

De repente, Lisán comprendió que aquella esfera blanca era un cometa. Un cometa como el que les había acompañado en su viaje y había desaparecido del cielo hacía más de un año. El andalusí contempló la montaña de hielo, fascinado por la sorprendente perspectiva desde la que ahora veía aquel astro. Era un cometa, ahora estaba seguro de ello. Su cola blanca se estiró hasta una distancia inconcebible mientras seguían acercándose al Sol.

Una tercera figura luminosa apareció contra el fondo de negrura. Una preciosa bola de luz azul. Una esfera perfecta, tal y como habían supuesto los antiguos griegos; la propia Tierra vista desde los cielos.

Aristóteles se había equivocado por completo. Séneca, en cambio, había deducido que la verdadera naturaleza de los cometas era ajena a la atmósfera terrestre. Pero ninguno de ellos pudo imaginar que este fenómeno sería observado algún día como él lo estaba haciendo en esos momentos, para dirimir de una vez por todas aquella vieja controversia.

La esfera azul que era la Tierra siguió creciendo ante sus ojos. El andalusí intentaba no perder detalle de aquella fantástica visión. Las manchas de nubes que salpicaban la atmósfera, formando delicados remolinos blancos. El preciso dibujo de los límites entre la tierra y el mar. La línea de sombra que marcaba el paso del día a la noche…

Y, mientras contemplaba todo esto, sucedió algo estremecedor.

El cometa continuó imperturbable su camino y Lisán comprendió que iba a chocar contra la superficie del mundo. Y así fue. El impacto se produjo casi al instante. No se oyó ningún ruido cuando la montaña de hielo estalló en una inmensa bola de fuego.

Con el corazón acelerado por lo que acababa de suceder, el andalusí vio cómo la luminosa esfera de luz azul quedaba pronto cubierta por un sucio velo gris oscuro. Recordó la destrucción de Thera y su Imperio del Mar: una bola de fuego caída del cielo los había aniquilado.

Recordó las palabras del sagrado Corán:

Cuando el Cielo se hienda,

cuando las estrellas se dispersen,

cuando los mares sean desbordados…

Cuando el Cielo se desgarre

y escuche a su Señor -como debe ser-,

cuando la tierra sea allanada,

y vomite su contenido, vaciándose…

– ¡En el nombre de Allah, el Compasivo, el Misericordioso!

El andalusí abrió la boca para gritar y engulló un trago de agua. Tosió y se debatió desesperado en la oscuridad, sin saber dónde estaba el «arriba» ni el «abajo», completamente desorientado. El líquido lo abrazaba y tiraba de él hacia el fondo, donde un ejército de muertos lo esperaba ansioso, con los brazos descarnados tendidos hacia él, intentando sujetarlo por las piernas.

Entonces, todo había sido un sueño, una alucinación de la mente, y ahora estaba de nuevo en las negras aguas del cenote… Y se estaba ahogando. Tras tantos meses de penalidades, su destino lo había alcanzado al fin. O quizá la realidad era que aún seguía junto a la Taqwa , en el momento justo de su hundimiento, en medio de la tormenta, y su infierno consistiría en revivir el horror de la muerte por toda la Eternidad.

Pero no. Estaba en el fondo del cenote, rodeado de cadáveres que se habían corrompido en aquellas aguas. Sin duda, los restos de aquellos que habían sido sacrificados antes que él y que llevaban mucho tiempo olvidados allá abajo, aunque las manos sin carne ni tendones de muchos de ellos todavía se abrían, implorantes, hacia una luz a la que ya no podrían regresar jamás. Había cráneos grandes y otros que parecían de niño, algunos reventados por el impacto contra las paredes de la oquedad. Sobre el pecho de uno de los cadáveres distinguió un medallón de jade, donde uno de sus monstruosos dioses sacaba la lengua.

El Uija-tao no le había dicho toda la verdad cuando le aseguró que aquel camino hacia el interior de la caverna sólo lo recorría él. Sin duda, siempre había descendido acompañado por una víctima para el sacrificio y luego había regresado solo. Tal y como había hecho con él. Y allí estaban sus predecesores. Mientras se hundía de nuevo hacia el fondo, vio las macabras carcajadas en cada una de aquellas bocas y la mirada burlona de sus cuencas vacías.

Unas manos lo sujetaron por el pelo. Un cuerpo vivo se pegó al suyo, notó su calor a través de la ropa mientras lo arrastraba con él hacia la superficie. Al fin logró sacar la cabeza y aspiró una bocanada de aire que se mezcló con el agua de sus pulmones. Empezó a toser de un modo angustioso, como si el pecho se le estuviera desgarrando por dentro. Su salvador estaba sujeto por una cuerda. Tiró de ella y lo remolcó hacia la orilla del cenote. Lisán no dejaba de toser, tenía la vista nublada y sólo alcanzó a distinguir unos ojos negros rodeados de sombras. Pero fue suficiente para reconocerla.

– Sac Nicte… -musitó antes de perder el sentido.

12

– ¿Cómo estás, faquih ?

Lisán parpadeó varias veces seguidas, intentando centrar las imágenes que danzaban frente a sus ojos.

Baba estaba frente a él.

– ¿Estoy muerto y esto es el infierno? -preguntó.

– Ni una cosa ni la otra.

Al respirar profundamente sintió una punzada de dolor en las costillas, y recordó la agonía de notar sus pulmones llenos de agua.

– Si estoy a tu lado, esto puede ser sólo el Yahannam.

– Hieres mis sentimientos, faquih . Y ya te he dicho que no estás muerto.

Lisán miró a su alrededor y comprobó que se encontraba en el interior de la choza que Sac Nicte le había mostrado a su llegada a Uucil Abnal. Estaba tumbado sobre la litera, así que se incorporó y se enfrentó a Baba.

– Entonces tú eres un espectro.

El aspecto de Baba había cambiado. Ahora lucía una melena que le llegaba hasta los hombros y una barba tupida; y no llevaba otra cosa sobre el cuerpo que uno de aquellos taparrabos de algodón adornados con plumas.

– No, faquih , sobreviví al naufragio, igual que tú, junto a Piri, Dragut y Jabbar. Al parecer, nosotros cinco somos los únicos que quedamos de la desdichada tripulación de la Taqwa.

– Piri y… ¿también viven?

– Sí.

– ¿Dónde están?

– Oh -Baba agitó una mano, señalando hacia el exterior-, por ahí andan. Ya tendrás oportunidad de verlos.

– Pero ¿dónde habéis estado durante todo este tiempo? -preguntó Lisán-. ¿Cómo llegasteis hasta aquí?

– El Uija-tao mandó buscarnos, igual que hizo contigo. Pero tu rescate fue muy difícil, porque ya eras prisionero de los cocom , y hubo que esperar uno de sus años sagrados de doscientos sesenta días a que la disposición de los cielos fuera propicia para celebrar el sacrificio gladiatorio, la única forma en que podían sacarte de allí.

El recuerdo de sus compañeros asesinados hizo que Lisán se sintiera mareado de nuevo. Se inclinó a un lado como si fuera a vomitar, pero sólo eran arcadas. El esfuerzo hizo que el dolor de sus costillas se intensificara.

– Ahora debes descansar, faquih -dijo Baba mirándolo con expresión preocupada-, estuviste a punto de ahogarte…

– Lo recuerdo. -Lisán se pasó una mano por el rostro-. Y también recuerdo otras cosas… Me siento muy extraño, pero…

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