¡Recita en el nombre de tu Señor, que ha creado,
ha creado al hombre de sangre coagulada!
Al alaq, 1-2
En el centro del bosque, en la cima de una colina, se levantaba el templo. El último de una serie casi infinita de santuarios, construidos uno sobre otro desde tiempo inmemorial, pues aquella pequeña montaña era un importante «nudo» que concentraba varias corrientes de la energía del chu'lel.
El Mujer Serpiente trepó por la ladera en compañía de dos sacerdotes y un prisionero tutul xiu. Era un hombre alto, de rasgos marcados y angulosos, que movía sus largos miembros con una asombrosa elegancia. Se detuvo para meditar al pie del templo en ruinas. La visión del horizonte en aquel lugar remoto le recordó el largo camino que había recorrido para llegar hasta allí. Hubo un tiempo en que sus nuevos pupilos eran señalados por las demás tribus como «los que no tenían nada». Eran tan pobres que nunca fueron una preocupación para nadie. Fue entonces cuando él los encontró, y los que habían llegado del norte como un pueblo errante que nada poseía conquistaron en poco tiempo las ciudades más poderosas del valle.
Penetró solo en el viejo templo abandonado. Caminó unos pasos en el oscuro interior y se detuvo frente a la figura de piedra de Tezcatlipoca, erigida en aquel lugar olvidado doscientos años antes por los voluntariosos sacerdotes toltecas. Contempló el rostro del dios, cubierto por innumerables capas de sangre seca, y buscó el parecido con su propio rostro.
– Todo pasa -murmuró con ironía-, las eras y los hombres. Sólo los dioses permanecen.
Pero la amenaza del Final Definitivo volvía a presentarse. Dos años atrás, había presenciado cómo el cielo se iluminaba sobre Tenochtitlán con un gran resplandor, ancho cerca del horizonte y afilado en el cenit, como un fuego blanco que se alzara por el oriente en mitad de la noche. De inmediato interpretó estos augurios para el tlatoani.
– Una vez más el Mundo está a punto de desaparecer -le dijo-. Algún día no habrá sangre suficiente en él para evitarlo.
– ¿Y ese día será el fin de todo? -le preguntó Ahuítzotl.
El Mujer Serpiente siempre había sido su consejero y su ejecutor, como antes lo había sido de su hermano Tízoc, el anterior tlatoani. Y de Moctezuma, el creador del Imperio. Este último había llegado al trono siendo ya un hombre maduro y no había dirigido sus campañas personalmente, aunque fue un excelente administrador y organizador. Ahuítzotl, en cambio, era inseparable de sus ejércitos, por muy remota que fuera la batalla. Era un comandante de campaña dotado de verdadero genio militar y sus hombres lo adoraban. Con la ayuda del Mujer Serpiente, las conquistas no conocerían límites.
Y sólo había una cosa que él le pediría a cambio: chalchihuatl , sangre humana.
– Hay otro mundo al otro lado del mar -le confió en una ocasión a Ahuítzotl-. Algún día necesitaremos también de su sangre para evitar el final.
A su debido tiempo, él les daría la tecnología necesaria para cruzar el mar y apoderarse de los reinos de ese otro mundo que Talos el Rojo había abandonado en un remoto pasado. Quizás, incluso, convirtiera a Ahuítzotl en inmortal para liderar la conquista. Le parecía el hombre adecuado. Tras la elección, el joven tlatoani había emprendido importantes campañas guerreras para extender los límites de la Triple Alianza, para someter al mundo entero en su fervor sangriento. Primero venció la resistencia de la rebelde ciudad de Xiquipilco. Después conquistó Chiapa y Xilotepec, sus aliadas. Tomaron las ciudades y quemaron sus templos. Todos los sacerdotes fueron degollados; todas sus casas, quemadas, y el saqueo fue la recompensa para sus tropas victoriosas. Los rebeldes de Xiquipilco fueron sometidos al más terrible de los castigos, no fueron perdonados ni los ancianos ni los enfermos. Se llegó a arrancar a los niños que dormían al lado de sus madres para ser sacrificados. Todos los prisioneros fueron enviados a Tenochtitlán, donde aguardarían su destino final. Los ensartaron por las fosas nasales y los obligaron a caminar durante semanas, unidos uno a otro, en una interminable fila que desaparecía en la distancia.
Y la guerra continuaba aún, imparable hacia el sur. La sangre no podía dejar de fluir.
El Mujer Serpiente se tumbó para tocar con sus manos y su boca el suelo del templo. En aquel lugar la corriente era poderosa, notaba fluir el chu'lel con una cegadora velocidad bajo él.
– Estoy aquí -le dijo-. ¿Puedes oírme? ¿Puedes hablarme?
Entonces le llegó la respuesta. Pero no fueron palabras inteligibles, como las que pronunciaría una criatura dotada de razón, fue un bramido agónico, desesperado, una mezcla del llanto de un anciano desdentado y el rugido de una bestia sin mente. A su alrededor el templo tembló. Las paredes se agrietaron y el polvo acumulado durante milenios se desprendió como chorros de lágrimas.
«Baal» era el primer nombre que le habían dado los humanos y el que Mujer Serpiente prefería. Según las antiguas leyendas de los tirios, Baal fue destrozado por gigantescos monstruos y sus restos fueron recogidos del desierto por la diosa Anat , quien, a pesar de la tristeza que la embargaba, fue capaz de cavar con diligencia una tumba para sepultarlo. Y, desde entonces, el lugar en el que yacen los restos de Baal dejó de ser arena baldía y tierra yerma, para transformarse en un fértil vergel.
Pero el cuerpo durmiente de Baal necesitaba ser alimentado.
Ordenó a los sacerdotes que esperaban en el exterior que le trajeran inmediatamente al prisionero. Conduciendo al guerrero maniatado, penetraron en el templo. Sujetaron al cautivo por los brazos, mientras el Mujer Serpiente lo miraba directamente a los ojos.
– Eres afortunado -le dijo al tutul xiu -; tu mundo se muere, pero tú no vas a contemplar tanta desdicha…
Extrajo su cuchillo ritual de obsidiana y con un movimiento rápido cercenó la yugular del prisionero. La sangre brotó como de una fuente y el Mujer Serpiente bebió directamente de la herida.
La vida perdura sólo devorando a la vida. Únicamente destruyendo y asimilando a otros seres vivientes es como las criaturas pueden existir.
Ésa era la terrible verdad que encerraba aquel universo.
Cuando se sintió saciado, se apresuró a recoger la sangre que seguía manando y empapó unos trapos de algodón. Acto seguido, salpicó con ella las paredes del templo.
– ¡Salgamos de aquí! -ordenó luego a los sacerdotes.
Éstos dejaron el cadáver en el suelo y obedecieron.
De regreso al campamento, el Mujer Serpiente convocó a su presencia a los embajadores que habían visitado la ciudad de los itzá.
– ¿Los habéis visto? -les preguntó.
– Si, tehuatzin [28] -dijo el jefe de la expedición-, vimos a los dzul. Nuestros ojos tenían que luchar para no observarlos constantemente, pues en verdad son extraños. Pero lo importante es que él está con ellos.
– ¿Estás seguro?
El mexica alzó un disco de jade en cuyo centro había sido incrustada una esmeralda.
– Tú me entregaste esto para que mirara a su través.
– ¿Y lo hiciste?
– Sí, tehuatzin. Apenas durante un instante, pero él estaba allí. Oculto.
– ¿Qué fue lo que viste?
– Su aspecto era el de un hombre extraño, como el resto de los dzul , pero al mirarlo a través del amuleto vi… una gran llama deslumbrante en el interior de su cuerpo.
– Entonces es él -musitó el Mujer Serpiente-. Está aquí.
– Tehuatzin -siguió diciendo el cacalpixque -, también vi el disco del que nos hablaste. Uno de los dzul lo llevaba colgado del cuello, disimulado bajo sus ropas, pero pude verlo.
El Mujer Serpiente asintió gravemente.
Hizo venir al señor de la ciudad de Amanecer y a su viejo Ahuacán.
– No era ninguno de los hombres que capturamos en la playa -se defendió el Halach Uinich -. Mis sacerdotes lo hubieran descubierto.
– ¡Estúpido! No podrían haberlo descubierto de ninguna forma. La magia que lo oculta es muy poderosa.
El señor de Amanecer tendió sus manos abiertas.
– En ese caso, tehuatzin , ¿qué podríamos haber hecho nosotros?
El Mujer Serpiente se agachó y dibujó algo en la arena con un palito: un disco rodeado por un anillo de símbolos.
– ¿Visteis si alguno de ellos llevaba un adorno como éste?
– Sí -dijo de inmediato el Halach Uinich -. Colgaba como un medallón del cuello de uno de los dzul. Reconocimos la escritura de los dioses y respetamos la vida de su dueño.
– Yo soy el dueño de ese objeto. -Se incorporó y se enfrentó al gordo jefe cocom -. Me pertenece.
– Lo siento, tehuatzin. No lo sabíamos.
El Ahuacán permanecía en silencio y con los ojos clavados en el suelo. El Mujer Serpiente le dijo:
– Tú sí deberías haberlo reconocido como un objeto de los teules.
– Pensé que su portador era un enviado de los dioses, que ellos se comunicarían con nosotros a través de él. Cuando el guerrero itzá venció en la piedra del gladiador, interpreté esto como una respuesta.
El Mujer Serpiente apretó los puños y sintió deseos de arrancar la cabeza del anciano Ahuacán de su frágil cuello. Pero se contuvo. La culpa había sido suya, ésa era la verdad. ¿Cómo es posible que un humano como el Uija-tao se hubiera adelantado a sus pasos de ese modo? Si él hubiera advertido a sus aliados de Amanecer sobre la llegada de los extranjeros las cosas serían distintas. Pero en aquel momento miraba hacia otro lado, ¿no? La amenaza dibujada en el cielo estaba demasiado próxima y era demasiado impresionante.
– De alguna forma -dijo- ha conseguido eludirnos, y ahora lo tenemos enfrente.
– Entonces, todo va a ser más difícil -se lamentó el Halach Uinich.
El Mujer Serpiente se volvió hacia él y le dijo:
– Todo va a suceder tal y como estaba previsto.
– ¡Es un teule ! -exclamó.
– Los nahual de Tezcatlipoca combatirán a vuestro lado. ¿Qué puedes temer?
El Halach Uinich bajó los ojos, avergonzado. El Mujer Serpiente siguió hablando:
– Es importante que concentremos todo el poder en este lugar sagrado. Hace un momento, Tezcatlipoca me habló en el templo. Me dijo que la victoria será nuestra y que él estará con vosotros a través de mí. Éste será el campo de combate; ordena a tus hombres que limpien la zona y talen los árboles para prepararlo.