– Eso no es cierto -protestó el andalusí-. Tenemos las canoas cargadas de provisiones.
Koos Ich masticó un trozo de pulpa de mangle y dijo:
– Olvídate de ellas. La costumbre es reservarlas mientras vayamos encontrando alimentos frescos.
– ¿A esto le llamas alimento? En ese caso debes saber que mi costumbre es no comer algo con un sabor tan horrible.
– No hay otra cosa, hombre de madera. Lo tomas o lo dejas.
Lisán arrojó a un lado el fruto y se tumbó sobre el lecho de húmedas hojas muertas. Para protegerse de los mosquitos, que zumbaban sin descanso junto a sus orejas, intentó meter la cabeza en el interior de su túnica. Se sentía cansado y miserable. Dio media vuelta e intentó dormir.
Mientras dos itzá establecían un perímetro de guardia, Lisán no dejaba de girar a un lado y a otro, acosado por los mosquitos. Finalmente, comprendió que le iba a ser imposible descansar y se puso en pie. Los guardias lo observaron con curiosidad mientras caminaba hacia la linde del campamento, pero no dijeron nada.
Buscando un poco de soledad, y también para comprobar hasta qué punto se estiraban los límites de su libertad, se internó en la selva. Al alejarse un poco de los mangles el aire empezó a oler mejor y despejó un poco su cabeza. La luna asomaba entre las copas de los árboles y Lisán añoró su lejana ciudad de Granada. Consideró todas las circunstancias que lo seguían arrastrando por una aventura cuyo curso no acertaba a predecir. Se preguntaba si era ya dueño de su destino o si seguía siendo un esclavo con unos dueños distintos, pero no menos crueles. Consideró la posibilidad de huir hacia el sur en una de aquellas canoas. Quizás él fuera capaz de gobernarla en solitario, pero únicamente si podía permanecer al abrigo de la barrera de arrecifes. Enfrentado a las olas de alta mar no duraría ni un instante.
Un suave roce contra las hojas lo hizo volverse rápidamente y vio a alguien acercándose desde la oscuridad. La luz de la luna le descubrió que era la sacerdotisa.
– ¿Los hombres de allí de donde vienes no necesitan dormir? -preguntó Sac Nicte con un susurro.
– Necesitamos dormir, igual que aquí. Pero a veces el sueño nos rehúye…
La sacerdotisa llegó a su altura y se detuvo. Su rostro estaba medio en sombras y sólo se distinguían claramente sus ojos, que parecían sonreír. La luz de la luna creaba una especie de aureola al iluminar sus cabellos.
– Hubo una época en la que no había noche en el mundo -dijo-, hasta que un sabio soñó con la noche porque su corazón necesitaba reposo. Entonces una lechuza le trajo una semilla de cacao y le dijo: «Aquí está encerrado lo que deseas. Arroja la semilla a un cenote y así, por una sola vez, vendrá la noche». Pero el sabio abrió la semilla de cacao para descubrir su secreto y las tinieblas se extendieron por todo el Mundo. Entonces, al verse rodeado de oscuridad, deseó que volviera el día. Se dice que así es la vida de los hombres: viven en el día y sueñan con la noche; tienen la noche y sueñan con el día.
Lisán sonrió.
– A menudo yo también pienso que todo es un sueño -dijo- del que habré de despertar en algún momento para encontrarme de nuevo en mi mundo.
– ¿Cómo es tu mundo, Lisán al-Aysar?
Había una sincera curiosidad en su voz. El andalusí inspiró profundamente aquel aire húmedo, cargado de aromas extraños. Señaló hacia el oriente.
– Mi mundo está en esa dirección. Tiene la forma de un mar ovalado, en cuyas costas han nacido y muerto civilizaciones desde que los hombres tienen memoria. Las aguas de ese mar son cruzadas en todas direcciones por canoas que son mayores que uno de vuestros templos. Porque sobre las aguas de ese mar, y en sus costas, comerciamos, vivimos y luchamos. Sobre todo luchamos, porque, ciertamente, la guerra no es extraña en mi mundo.
– ¿Jugáis al juego de los dioses?
Lisán hizo un gesto de desconcierto.
– Perdona, no te entiendo.
– ¿Peleáis por vuestros dioses?
– Beey. En cierto modo. Las playas del sur de ese mar están ocupadas por los creyentes y las playas del norte por infieles que quisieran vernos desaparecer. También hay otros mundos y otras gentes de costumbres casi incomprensibles, pero es posible llegar a ellos tras largos y peligrosos viajes por tierra. El comercio con esos lejanos países ha sido la riqueza para las naciones que bordean nuestro mar. Pero nunca hubiera imaginado un lugar como éste, de no haberlo visto con mis propios ojos. Aquí todo es insólito. El color de los lagartos que corren entre las piedras o el olor de la tierra o el de las diferentes maderas. Nada es lo que te esperas, lo que ya dabas por sentado. Y en mi mundo, millones de personas viven sus vidas sin saber que esto existe, ajenos por completo a esta tierra. Es… desconcertante…
Mientras hablaba, Lisán frotaba una de sus manos contra el costado de su camisola. Notaba desde hacía rato una comezón bastante fuerte en la palma. La alzó a la altura de sus ojos y vio que estaba roja y algo hinchada. Se palpó la inflamación con cuidado.
– Has tocado el árbol del fuego -le dijo la mujer al ver su gesto.
– Beey. Algo he tocado, sin duda. La mano entera me arde.
Sac Nicte caminó hacia dos árboles de la jungla. Uno era de corteza rojiza y el otro la tenía de color claro.
– Ése es el «árbol del fuego» -dijo mientras señalaba el rojo-. Debes evitarlo. Y éste -señaló el otro- siempre crece a su lado.
Usando un pequeño cuchillo de sílex, Sac Nicte arrancó un trozo de corteza del árbol claro y se acercó de nuevo al andalusí.
– Déjame que frote con esto la palma de tu mano…
El andalusí la extendió dócilmente.
– ¿Qué es?
– Siempre crecen juntos. Uno es el veneno, el otro es la cura. Todo tiene aquí un lugar decidido y ajustado por los dioses. ¿Tú sabes cuál es tu lugar, Lisán al-Aysar?
Sac Nicte retuvo la mano del extranjero mientras la frotaba con la corteza.
– Ma' -admitió Lisán, disfrutando de la suave calidez de aquel roce-. Eso es algo que no he sabido nunca.
Un contacto humano que no le asustaba o repugnaba. Sin duda que era algo que representaba un avance en su recuperación. Porque Lisán así lo sentía; que había estado muy enfermo, a las puertas de la muerte, y que un milagro le estaba devolviendo poco a poco la salud. Pero era consciente de que una pequeña zona de su alma seguía dañada, como una mancha en la retina de un ojo que hubiera mirado directamente al sol. Era una zona que se había vuelto dura e insensible, y lo sobresaltaba cada vez que palpaba en ella para comprobar cómo progresaba la cicatrización.
– Dime una cosa, Lisán al-Aysar -dijo Sac Nicte, sin soltar su mano-, las mujeres de tu mundo… ¿tienen el rostro cubierto de pelos como tú?
La sonrisa del faquih se ensanchó y acabó riendo de buena gana.
– ¿Cómo dices? No. Las mujeres no tienen barba… Bueno, casi ninguna la tiene…
– ¿Estás seguro?
– Mi abuela tenía un buen bigote, pero… -No podía dejar de reír. Hizo un esfuerzo por serenarse-. Lo cierto es que muchas sí que lucirían una buena barba, si no tuvieran mucho cuidado en quitarse los pelos de la cara… Y de otras partes del cuerpo…
Ella lo estudió con atención, como si lo viera por primera vez, y dijo:
– Los dioses crearon al primer hombre con maíz rojo, pero a los de tu tierra debieron de crearlos con maíz blanco.
– Conozco otras tierras, habitadas por gentes que sin duda nacieron de maíz negro… Si tal cosa existe…
– Beey. Existe. Maíz rojo, negro, blanco y amarillo.
El andalusí observó cómo el largo cabello negro de la mujer reflejaba la luz plateada y vio sus ojos enmarcados por las sombras. Lo comprendió todo, de repente, con un estremecimiento que sintió en las tripas, no en la mente o en el corazón.
– Es extraño… -dijo lentamente-. Tus ojos…
Sac Nicte cambió su expresión. Su sonrisa se esfumó y dio media vuelta. Iba a marcharse, pero Lisán la detuvo.
– ¡Espera! Yo te conozco… ¡No es posible!
La cabeza le daba vueltas. Sabía que era imposible, pero allí estaba, y lo que le sorprendía era que no lo hubiese advertido antes. Hasta ese punto su mente seguía ofuscada.
– Sé que te conozco… desde hace mucho tiempo…
Aquella mujer cuyo rostro cubierto por un velo no había visto, pero sus ojos… Quizás estaba enloqueciendo por la soledad, el dolor, el miedo a la muerte… Ahora se abría una esperanza ante él y quizás eso enturbiaba aún más sus sentidos y hacía que lo confundiera y lo mezclara todo. Igual que él y sus compañeros confundieron sus intenciones cuando los pajes de los hombres-tigre les cosieron y curaron las heridas.
Alargó su mano libre y acarició los cabellos de la mujer. Ella permaneció muy quieta durante un momento, mirándolo con aire desafiante. Luego se apartó un poco.
Avergonzado de su reacción, Lisán retiró la mano y dijo:
– Lo siento… Quizá sólo fue un sueño.
– Sí -dijo ella-, pero su significado oculto ya me ha sido revelado. Te conozco, sí, desde hace mucho. La diosa Ixchel me mostró el futuro en un sueño y desde entonces sé quién eres y cómo nos íbamos a encontrar.
Lisán la miró fascinado.
– ¿Quién crees que soy? -preguntó.
Pero Sac Nicte no dijo nada más. Dio media vuelta y regresó al campamento, dejando a Lisán solo y confundido. Alzó la vista hacia el cielo. La luna acababa de ser cegada por nubes empujadas por vientos que olían a tormenta y que aullaban entre los mangles.
La noche sufrió entonces un cambio notable, una tempestad se levantó por oriente y la lluvia azotó con fuerza, empapando la tierra. La oscuridad, el bramido del viento, el chasquido de los árboles y el choque furioso de las olas contra la costa, hicieron que el andalusí se sintiera de nuevo perdido en un mundo remoto y olvidado.
El viento aún no había amainado a la mañana siguiente, cuando el campamento se despertó. Mientras los itzá lanzaban al mar sus canoas, Lisán observó con preocupación cómo rompían las olas contra los arrecifes, invisibles y cortantes como navajas de barbero.
Las dos canoas se encaminaron lentamente hacia la muralla de coral. Las olas se estrellaban contra ella y lanzaban surtidores de espuma hacia lo alto. Tras cruzarla se vieron sacudidos por el enloquecedor caos de un mar que atacó las frágiles canoas haciéndolas oscilar y cabecear. Las olas los empujaban hacia atrás, obligándolos a retroceder hacia los afilados y amenazadores dientes de los arrecifes.