Lisán estaba harto de hacer el papel de pasajero en aquella embarcación y pidió a gritos que le dieran un remo. Hincó una rodilla en el fondo de la canoa y empezó a paletear con furia y determinación, intentando seguir el ritmo salvaje que marcaban los nativos.
Con un esfuerzo sobrehumano, se encaminaron hacia el mar profundo para evitar los arrecifes que trazaban una paralela a la línea del litoral. A partir de ese momento, y durante las jornadas que duraría el viaje, se verían obligados a navegar a esa distancia de la costa, sin la posibilidad de refugiarse en tierra firme en caso de que la tormenta empeorara repentinamente. Los pasos de la barrera eran muy pocos y estaban cada vez más espaciados. Los itzá los conocían bien, y sabían del peligro que representaba acercarse a aquellos dientes de coral azotados por el viento y el oleaje. El único refugio de los navegantes era la alta mar, allí aquellas embarcaciones parecían insumergibles. Las olas pasaban sobre ellos o las canoas las traspasaban como una flecha atravesaría el vientre de un hombre.
Durante días navegaron resistiendo olas de una altura impresionante, o al menos eso le parecía a Lisán al contemplarlas desde su posición a ras del agua. Llegaban desde detrás, eclipsando el horizonte tras una montaña de agua, y los empujaban hacia su destino. Sólo en dos ocasiones lograron atravesar la barrera de arrecifes para ir a pernoctar en la costa cubierta de mangles. Y a la mañana siguiente, antes de que asomaran las primeras luces, volvían a enfrentar sus canoas con el mar.
Siempre hacia el suroeste , calculaba Lisán. Nubes plomizas ennegrecían el cielo, las olas parecían colinas verdes y cambiantes. Las canoas se deslizaban por sus pendientes para inmediatamente ascender hacia la cresta, desde donde a veces era posible contemplar la línea de árboles de la costa. Muy a menudo la lluvia acribillaba la superficie del agua, pero los itzá y el andalusí seguían remando con tozudo estoicismo. Tenían la única compañía de grandes pájaros, de vuelo algo torpe y con una especie de bolsa bajo el pico, que volaban en formación y se zambullían en picado cerca de las canoas, para emerger al cabo de un instante con un pez debatiéndose en el interior de sus bolsas.
Un día el tiempo mejoró un poco y se vieron remando entre extraños grumos que flotaban por todas partes. Lisán atrajo uno con su remo hasta el borde de la canoa y lo observó con curiosidad. Era una sustancia grasa y gomosa de color gris con estrías rojas.
– ¿Qué es? -preguntó. Aquél era mayor que una cabeza humana, pero los había de todos los tamaños y formas. Su aspecto era poroso y despedía un intenso olor dulzón que no le era desconocido. Intentó recordar dónde había olido algo así antes.
– Espuma de mar solidificada por el sol -dijo uno de los itzá -. A veces aparece por estas aguas… Se dice que posee poderes mágicos.
Lisán arrancó un pedazo con la uña y asomó la punta de un enorme pico, incrustado en aquella sustancia. Intentó imaginar el ave capaz de poseer un pico de ese tamaño y comprendió que podía tratarse del monstruoso pájaro roc, lo que le hizo estremecerse. Un roc no tendría ninguna dificultad en atrapar una de las canoas y echarse a volar hasta su nido, donde servirían de alimento a sus polluelos. Interrogó a Koos Ich acerca de la presencia de aves gigantes en aquellos parajes, pero él no había oído hablar nunca de algo semejante.
Siguieron remando en silencio entre aquellos grumos flotantes, y entonces vieron al primero de los monstruos. Divisaron un surtidor de espuma y vapor surgir directamente frente a ellos en medio del mar. Los nativos dejaron inmediatamente de remar, elevaron sus remos hacia el cielo y permanecieron inmóviles. Lisán no daba crédito a sus ojos cuando vio aparecer un ancho espinazo negro en medio de las dos canoas. Recordó la ballena que había nadado alrededor de la Taqwa y en cuyo lomo el desdichado Yusuf ibn Sarray había enterrado dos flechas. Pero ahora la perspectiva desde aquellas canoas que apenas los elevaban por encima de la superficie del agua era mucho más estremecedora.
El monstruo cruzó frente a ellos como una nao viviente, y el andalusí distinguió cómo uno de sus malévolos ojos se clavaba en él. La cola del leviatán se levantó sobre ellos, chorreante de agua, hasta tapar el sol, y esperó el golpe terrible que aplastara las canoas como a cañitas con las que jugueteara un niño. Los ojos de Lisán estaban dilatados por el terror, sin poder hacer otra cosa, sujetó el brazo de Koos Ich y susurró:
– Esto es el fin. Vamos a ser devorados por esa bestia.
Mientras hablaba vieron aparecer otros dos lomos de ballena, rompiendo la superficie del agua, y al instante otros tres más. Estaban en medio de una manada de monstruos que avanzaban indolentemente por el mar como un rebaño de vacas por un prado. Tuvo la terrible visión de ser arrastrado al oscuro interior de una de aquellas bestias.
Entonces sucedió algo asombroso. Aquellos monstruos danzaban en torno a ellos, con sus oscuros lomos brillando al sol como montañas animadas de vida; parecía inminente que los atacarían y devorarían en pocos instantes, cuando vio que Sac Nicte se ponía en pie en su canoa. La sacerdotisa extendió los brazos hacia las bestias y entonó una pausada canción en algún dialecto nativo desconocido para él. Uno de los leviatanes, Lisán creyó que era el primero que había surgido de las profundidades, se detuvo frente a la canoa de la sacerdotisa y extrajo del agua toda su monstruosa cabeza. Observó los extraños surcos bajo la mandíbula y su piel brillante, salpicada de lapas grises que se adherían a ella formando curiosos dibujos. La bestia permaneció inmóvil y durante un largo rato oyeron sólo el cántico de Sac Nicte. Luego, el leviatán se hundió en las aguas con la misma lentitud con la que había surgido. Lisán miró a su alrededor y vio, lleno de asombro, cómo las otras criaturas desaparecían una tras otra. Los itzá bajaron entonces sus remos y el viaje continuó.
– ¿Has visto eso, Koos Ich? -preguntó excitado.
– Lo he visto, hombre de madera. Ahora sigue remando. Ya no debemos de estar lejos de nuestro destino.
– ¿Qué clase de magia hay en esa mujer? ¿La conoces desde hace mucho tiempo?
– Beey. Desde hace mucho.
– He observado que nunca te acercas a ella; ¿por qué?
– Es difícil de explicar, si no entiendes nuestras costumbres.
– Inténtalo.
El itzá habló mientras paleteaba:
– Estamos viviendo tiempos de crisis y nuestros sacerdotes nos han anunciado que se prepara una gran guerra contra los nahual… tal y como sucedió en el remoto pasado. Y los itzá deben prepararse para la batalla. Yo he sido elegido nacom, capitán de guerra, por tres años, y durante este tiempo no puedo acercarme a una mujer. Incluso los alimentos que consumo deben ser preparados por hombres. Tres años, para dirigir la guerra. Finalizado ese plazo, otro Nacom será elegido y yo podré volver a su lado.
Lisán dejó de remar y miró al guerrero.
– ¿Podrás volver a su lado?
– Ella es mi mujer.
Las canoas se adentraron en un estrecho canal rodeado por los mayores árboles que Lisán jamás hubiera visto. Algunos de ellos eran semejantes a los mangles, con sus raíces aéreas clavándose en el agua como dedos nerviosos; otros arrojaban una espesa sombra sobre el canal. Zapotes, ceibas, ramones, pimenteros, higueras, palmas. El andalusí miraba a un lado y a otro, incapaz de reconocer la mayoría de aquellas especies, pero admirado por su variedad.
Esa mañana se habían introducido en una amplia bahía que, protegida por el escudo de arrecifes, era similar a un inmenso y tranquilo mar interior. En sus costas vio señales de grandes asentamientos en plena actividad, pero ninguno de ellos era su destino. Éste era la ciudad que los itzá llamaban Uucil Abnal, que sin duda los aguardaba al final del canal por el que discurrían las canoas, internándose cada vez más profundamente en el corazón de aquel bosque.
Lisán no dejaba de estudiar los árboles que asomaban por los márgenes, todos de especies distintas, mezclándose y conviviendo unos junto a otros. Comprendió que allí se producía un fenómeno extraño, pues lo habitual era que los árboles formaran grupos de su propia naturaleza allá donde cayeran las semillas de sus progenitores. A veces era posible que un árbol creciera en un bosque ajeno, pero en aquel lugar esta excepción parecía la norma. Las especies se mezclaban, enredando sus ramas, y parecía como si estuvieran atravesando un inmenso jardín botánico en vez de algo que hubiera surgido de forma natural.
Los sabios de la Antigüedad afirmaban que el trigo se convertía en cizaña, y que algunos árboles, como el sauce y la higuera, carecían de flores con las que perpetuar su especie porque recibían su virtud directamente del sol. Pero al-Nabatí afirmaba, en su famoso libro al-Rihla al-nabatiyya , [22] que las especies vegetales se perpetuaban al igual que los hombres, de padres a hijos, sin generaciones espontáneas de otras especies diferentes mezclándose con la propia.
De modo que lo que los rodeaba no podía ser una selva natural, sino un inmenso jardín dispuesto por el hombre. Observó los detalles que delataban la mano del jardinero, como el que los retoños estuvieran podados hasta la misma copa del árbol, de forma que la frondosidad se concentraba allí y el árbol ganaba en esbeltez y nobleza de estampa. Este tipo de prácticas parecían propias de una civilización refinada, semejante a la milenaria tradición de la jardinería persa, según la cual los árboles debían ser sabiamente distribuidos, como los colores en un tapiz, o agrupados a imagen de las constelaciones en el cielo. Se decía que en cada árbol habitaba un espíritu, y si moría era porque éste lo había abandonado. Asimismo, existía una afinidad espiritual entre diferentes especies vegetales, de modo que se sembraban juntas plantas de distinta familia, pero cuyos aromas y colores florales contrastaran agradablemente.
Un embarcadero apareció ante ellos tras doblar un recodo del canal. En él, la piedra labrada con motivos florales se enredaba con las raíces de los troncos milenarios hasta resultar inseparable lo uno de lo otro. En su superficie aguardaban una docena de sacerdotes ataviados con capas de plumas verdes y tiaras de jade y esmeraldas; sus rostros y sus manos estaban pintados también de verde.
– Nos esperaban -comprendió Lisán-, han debido de vigilarnos durante todo nuestro trayecto por el canal.