Mientras comían, Lisán interrogó a Koos Ich acerca de la sacerdotisa.
– Vosotros cocináis mientras ella reza -dijo-. Es extraño. ¿Acaso en tu tierra las mujeres gozan de más privilegios que los hombres?
– Ésa es la costumbre, porque la sangre se transmite por la madre y no por el padre.
Lisán consideró el asunto, mientras masticaba una tortilla.
– Curioso, sin duda -dijo al cabo de un rato-, pero imagino que tan lógico o ilógico como cualquier costumbre que puedan adoptar los hombres del otro extremo del mundo.
Koos Ich terminó su desayuno y se puso en pie.
– Hoy vamos a emprender un largo viaje a través del mar, hombre de madera , hasta la región de los itzá.
Lisán miró a un lado y a otro, y preguntó:
– ¿Cómo? No veo ningún… -No conocía la palabra para referirse a un barco-. ¿Cómo vamos a viajar?
Koos Ich palmeó una de las canoas y dijo:
– Estos hombres son guerreros-comerciantes; conocen bien la costa y son navegantes muy expertos, por lo que no tienes nada que temer.
Lisán asintió, nada convencido por las palabras del guerrero. Vio que la sacerdotisa había salido del templo y caminaba hacia ellos.
De inmediato, Koos Ich se alejó por la playa. Al observar esto, el andalusí especuló que quizás había algún problema entre ellos y estaban molestos el uno con el otro… En cualquier caso, eso no era asunto suyo.
Sac Nicte se sentó sobre la arena, con la espalda apoyada contra la canoa, y le dijo:
– Desde el templo vi que adoptabas diferentes posturas y que pronunciabas repetidamente unas palabras. Supuse que rezabas.
– Rezaba, en efecto. Y las palabras eran: La ilaha illa-Llah , que significan que no hay más Dios que Allah. Y yo lo recuerdo cada vez que pronuncio esta frase, con la contemplación de su significado, con el corazón despierto, purificado y limpio de todo excepto de Él.
– Perdona mi curiosidad, pero… ¿tu dios es el Sol?
Lisán negó con rapidez.
– No. Dios lo es todo, no sólo el Sol. El mundo existe en la medida que existe en Dios, porque Él forma parte de todas las cosas. Pero debemos rezarle con el cuerpo vuelto a un determinado punto de la tierra. Como está situado hacia el Levante, en esa dirección he rezado.
– ¿Por qué, si dices que está en todas partes?
Lisán dudó.
– Bueno, es así como debe hacerse.
– ¿Tienes alguna imagen de tu dios a la que rezarle? ¿Puedes mostrármela?
– Ma'. [21] Eso no estaría bien. No existen imágenes de Él.
– ¿Por qué?
– Una figura tallada por el hombre no podría representarlo correctamente -dijo.
La mujer miró pensativa hacia el templo.
– Quizá no tenéis buenos artistas en tu mundo -dijo.
Lisán se negó a seguir por ese camino.
– Quiero saber por qué fueron sacrificados mis hermanos y a mí me dejaron vivir. El guerrero me dijo que tú me aclararías esas cuestiones. Y también por qué acudió a rescatarme.
Sac Nicte recapacitó un instante antes de responder. Comprendía que los conceptos que manejaba podían ser incomprensibles para aquel hombre. Ignoraba demasiadas cosas que para ella eran algo habitual.
– Dices que crees en un dios único. Mi pueblo también; su nombre es Hunab Ku, que significa precisamente eso: «Uno Dios». Pero él no se ocupa personalmente de las cosas de este mundo. El Universo es demasiado grande y él tiene otros asuntos que atender, por lo que ha delegado en seres que son muy poderosos, tanto que algunos los llaman «dioses», aunque todos fueron creados por Hunab Ku, al igual que los hombres.
Lisán creyó encontrar un paralelismo entre lo que la sacerdotisa le estaba contando y sus propios conceptos sobre ángeles y ÿinns.
– Beey , eso lo entiendo -dijo.
– Bueno, es posible comunicarse con estos seres poderosos, con esos «dioses», de muchas formas. La sangre es una de ellas. El ahogamiento es otra… Pero también es posible que envíen una imagen suya para que hable en su nombre.
– ¿Una imagen suya?
– Mírate. Tu aspecto es prodigioso, tienes pelo en la cara y los rasgos de un dios llamado Kukulcán. Quizá los sacerdotes de Amanecer decidieron reservar a uno de vosotros como mediador con los dioses.
– Mis compañeros también tenían barba y rasgos parecidos a los míos. Sigues sin explicarme por qué sólo yo me salvé.
– No lo sé, Lisán al-Aysar, quizá tuviste suerte, quizá vieron algo en ti que te diferenciaba de los demás.
El andalusí se llevó la mano al disco de oro que guardaba bajo su túnica y comprendió que eso era precisamente lo que lo había salvado. Pero ¿por qué? ¿Qué significado tenía?
– Ese guerrero, Koos Ich, puso en juego su vida para rescatarme…
Sac Nicte entrecerró los ojos.
– Beey -dijo-, y no sabes hasta qué punto lo que hizo fue memorable. No hay muchas noticias de hombres que hayan sobrevivido al duelo gladiatorio.
– No me sorprende -dijo Lisán-, pero, en ese caso, ¿por qué se arriesgó por mí?
– Nuestros sacerdotes también hablan con los dioses -dijo la mujer-. Cuando lleguemos a nuestra ciudad, a Uucil Abnal, todos sabremos por qué era tan importante que vivieras, Lisán al-Aysar. De momento, alégrate de tu buena fortuna y dale gracias a ese dios tuyo.
Antes de partir, Sac Nicte celebró un breve sacrificio. Sobre una de las canoas, quemó incienso de copal en honor al dios negro Ek Chuah, el protector de los viajeros y de la estrella polar. Después todos ocuparon su lugar en las estrechas embarcaciones.
Lisán se aferró con ambas manos a la quilla tallada en curva. Aquello le parecía tan inseguro como cruzar el mar Tenebroso a bordo de un barril de cerveza. Koos Ich se colocó tras él y tomó uno de los remos.
– No sientas temor, hombre de madera. Sólo mantente dentro de la embarcación.
Sac Nicte abordó la otra canoa. Cuando los remeros se pusieron en pie para iniciar la marcha, se volvió brevemente y sus ojos se cruzaron con los del aterrorizado Lisán, que ni siquiera intentó disimular el miedo que aquellas barquichuelas le producían. La mirada de la mujer fue fría, como la de quien se asegura de que una valiosa pieza de su equipaje está en su lugar.
Los itzá acompasaron con habilidad los rítmicos chasquidos de los remos. La brisa marina alejó los mosquitos que infestaban la playa cuando las canoas empezaron a alejarse de la orilla. Aquellas embarcaciones eran lentas y pesadas, pero sorprendentemente estables. Estaban construidas con un único tronco ahuecado de madera brillante y roja. Parecían más una escultura tallada por un artista que una barca.
– Cada una de ellas es una ceiba sagrada -le explicó Koos Ich sin dejar de remar-. Es necesario buscar los mayores árboles para obtener troncos aprovechables como éstos.
El andalusí iba a preguntar cómo se las arreglaban para talarlos sin herramientas de metal. Pero las olas rompiendo contra unos arrecifes frente a ellos hicieron que su atención se concentrara en lo que tenían delante. El agua parecía tranquila, pero en realidad aún no estaban en mar abierto. Una extensa barrera de coral corría paralela a la costa, protegiéndolos de las olas y encerrando esa zona que era semejante a una gran laguna. Había albergado la esperanza de que fuera posible realizar todo el viaje al abrigo de aquel parapeto, pero ahora observaba que esto era imposible. El espacio entre la línea de arrecifes y la costa era demasiado angosto. Además, en algunos puntos, los corales se fundían con los bancos de arena de algún cabo y cortaban cualquier posible paso. Comprendió que era necesario atravesarlos para poder navegar libremente por alta mar, y ésa parecía ser la intención de los remeros que se dirigían en línea recta hacia la barrera. Lisán se incorporó un poco en su sitio para ver mejor. Las olas rompían frente a ellos contra los arrecifes y no se distinguía ningún paso.
Cuando estaba seguro de que la canoa se iba a estrellar contra el coral, cruzaron milagrosamente por una abertura estrecha y casi invisible para él.
Tal y como había afirmado Koos Ich, aquellos hombres parecían conocer cada palmo de la costa. Tras atravesar el estrecho canal entre los corales, el andalusí observó cómo el agua cambiaba bajo ellos de la tonalidad gris amarillenta al azul profundo del abismo. Ahora no había duda de que estaban en alta mar. Fueron alcanzados por una serie de olas gigantescas que las canoas remontaron con desenvoltura, subiendo y bajando de aquellas colinas líquidas.
La canoa donde viajaba Sac Nicte se perdía de vista una y otra vez para aparecer al cabo de un instante en lo alto de una onda, cabalgando con elegancia sobre la espuma. El mar estaba algo picado y, una tras otra, las olas se precipitaban contra ellos. Pero los itzá remaban sin descanso, puestos en pie, con una perfecta sincronía que no se veía alterada por los embates del mar ni por lo precario de las plataformas sobre las que se mantenían.
Así transcurrió el día y, al atardecer, Lisán distinguió de nuevo la línea azul de la costa. Se estaban acercando a tierra. Atravesaron sobre las espumosas olas que rompían contra la barrera de coral, por un paso que seguía siendo perfectamente invisible para él, y se encaminaron hacia un litoral rebosante de mangles blancos. Aquellos árboles tendrían más de cuarenta codos de altura y sus raíces asomaban rectas sobre la superficie del agua, como un enrejado que formara una barricada infranqueable para las canoas. Unas cintas de algodón rojo estaban atadas a una de aquellas raíces, y el andalusí comprendió que era una señal dispuesta por los itzá para encontrar el paso a un canal que conducía a tierra firme.
Acamparon sobre una tierra viscosa, rezumante de humedad. El aire estaba repleto de mosquitos, que se abalanzaron de inmediato sobre la tierna piel de Lisán. Éste empezó a darse palmadas y bofetones a sí mismo, mientras los itzá no podían parar de reír al ver la irritación que aquellos seres minúsculos le causaban al hombre de madera.
La cena estuvo compuesta principalmente por frutos de los mangles recién recogidos por los guerreros itzá. Lisán sostuvo uno en su mano durante un buen rato, mirándolo con escepticismo. Era una vaina alargada llena de una pulpa amarillenta. Comió un poco y le pareció que era la cosa más amarga y asquerosa que hubiera probado nunca.
– ¡Esto es repugnante! -exclamó.
– Es bueno -le dijo Koos Ich-. Cómelo, porque no hay otra cosa.