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Obligaron a los náufragos a arrodillarse, a hincar la cabeza contra el suelo. El líder de los hombres-tigre entregó al chamán más viejo el disco de oro que había arrebatado a Lisán. Éste lo sostuvo en la palma de la mano y lo hizo girar ante sus ojos, contemplando cada uno de sus detalles.

– H-uuch-been uinicoob! -exclamó.

Lisán intentó memorizar aquellas palabras. Estaba seguro de que eran las mismas que había empleado el hombre-tigre en la playa. El viejo sacerdote alzó la vista del disco y preguntó algo al guerrero que se lo había entregado, que señaló a Lisán con su macana. Se acercó a él y caminó a su alrededor, estudiándolo. El olor a sangre era insoportable, casi hizo vomitar al faquih.

– Bix a k'aaba'?

Lisán clavó su mirada en el suelo. El viejo volvió a preguntar:

– Bix a kaajal?

Yusuf, que estaba arrodillado junto a Lisán, decidió que había llegado el momento de intervenir para señalar que era él quien estaba al mando. Se incorporó un poco y dijo:

– No podemos comprender tus palabras. ¿Acaso entiendes tú las nuestras?

Un golpe en el costado hizo que el capitán de los Sarray volviera a pegar su rostro contra las losas del suelo.

– Ch'ench'enki! -le gritó el guardia que lo había golpeado.

– ¡Estáis locos! -bramó Yusuf, encogido por el dolor-. ¿Qué queréis de nosotros?

Otro de los nativos se acercó al grupo. Llevaba un fardo de algodón cargado sobre los hombros. Se arrodilló frente al chamán y lo abrió; en su interior brillaron las espadas y cuchillos de los cautivos.

El viejo se olvidó momentáneamente de Lisán, se colgó el disco de oro al cuello y se acercó para contemplar el botín de acero. Los otros sacerdotes también se aproximaron para curiosear durante un rato entre las armas. Las cogieron y sopesaron entre sus manos, contemplaron el brillo del sol reflejarse en ellas. Uno de ellos se cortó al sujetar un cuchillo con demasiada fuerza por el lado equivocado, pero su reacción fue tan extraña como todo lo que estaba sucediendo. No apartó la mano, estudió el filo con fascinación y, apretando el cuchillo por la empuñadura, se practicó varios tajos bastante profundos en el antebrazo.

Los náufragos lo vieron llenos de terror supersticioso. ¿Qué podían esperar de hombres que despreciaban así el dolor? Pero los sacerdotes, aparentemente, se habían olvidado de su presencia y seguían jugando con las armas de metal. Entonces los hombres-tigre los obligaron a incorporarse y los empujaron hacia la calle que los había llevado frente a la pirámide.

Desanduvieron el camino y se dirigieron hacia un grupo de chozas situadas junto a la muralla. Mientras caminaban bajo su atenta escolta, los náufragos vieron aves negras semejantes a gansos de gran tamaño deambulando por el poblado, despreocupadas, como si carecieran de dueño. Y perros pequeños y blancos, muy mansos y silenciosos, que escarbaban la arena buscando algo que llevarse a los dientes. Había mujeres trabajando frente a las chozas, casi todas amasando algo entre sus manos, vestidas con una larga camisola blanca que ocultaba por completo su figura, pero parecían pequeñas y macizas, como los pajes. Los hombres-tigre y los sacerdotes, en cambio, eran más altos y de miembros largos y musculosos. Aunque no era posible ver sus rostros, ocultos por las máscaras, o la pintura en el caso de los sacerdotes, para comprobar si pertenecían o no a la misma raza. Un puñado de chiquillos corrió a rodear a los desdichados cautivos, entre risas y gritos incomprensibles. Pero no hacía falta conocer la lengua de aquella gente para darse cuenta de que las risas y los chillidos iban dirigidos a su situación y a su pobre aspecto. La burla y la extrañeza se leían sin dificultad en sus ojos.

Llegaron al fin hasta una de las chozas. El hombre-tigre que había capitaneado el grupo se volvió hacia los náufragos y pronunció una larga ristra de palabras en su idioma lleno de sonidos chasqueantes.

– Creo que quiere que entremos -dijo Yusuf-. Yo os propongo que le obedezcamos de momento.

Así lo hicieron.

14

Un par de mujeres venían regularmente a atenderlos, para cambiarles los emplastos, lavar sus heridas y aplicarles en ellas el milagroso ungüento de intenso olor sulfúreo. Eran silenciosas pero los trataban con una amabilidad y un cuidado que hizo que todos recobraran las esperanzas. Quizás aquellos salvajes los dejaran con vida después de todo.

– No se preocuparían tanto de nuestro bienestar si pensaran matarnos, ¿verdad? -decía Ismail. Pero nadie se sentía con ánimos de responderle.

Dos veces al día, esas mismas mujeres los alimentaban con tortas planas, que amasaban con sus manos, y un líquido blanco que no era leche, sino algún tipo de grano fresco triturado.

– Como hembras son apetecibles -afirmó Ismail, admirándolas-. Al menos se intuye carne debajo de esas telas.

Las nativas iban vestidas con las largas túnicas de algodón que eran el atuendo habitual de las mujeres de aquel país. Lucían, además, unos complejos adornos de jade que les taladraban la nariz, y de las orejas les colgaban unos zarcillos dorados.

Yusuf recogió su cuenco con aquel jarabe blanco y las tortas, y gateó hasta situarse junto a Lisán.

– ¿Qué opinas tú, faquih ? -le preguntó en tono confidencial-. ¿Crees que esta gente va a respetar nuestras vidas?

– Rezo por ello constantemente a Allah, alabado sea.

El Sarray mojó las tortas en el cuenco, luego se las llevó a la boca y, mientras masticaba pensativamente, dijo:

– No tiene sentido que acaben con nosotros. Como esclavos somos de mayor utilidad… Y mientras hay vida hay esperanza. Ya encontraremos la forma de huir y de regresar a nuestro mundo… -Se detuvo un momento para apurar el líquido bebiéndolo directamente del cuenco. Luego se limpió con el dorso de la mano-. Pero no puedo olvidar lo que les hicieron a nuestros compañeros y a ese vizcaíno… Bueno, no sé qué les hicieron… pero sus gritos…

– Olvida eso. Concéntrate en sobrevivir y en mantener la moral de tus hombres.

– Tú no viste lo que yo vi -susurró Yusuf con voz tétrica-. Mientras peleábamos, alcancé en el pecho a uno de esos guerreros cubiertos con pieles… una herida terrible… cualquier hombre hubiera perdido el sentido, pero él ni se inmutó. No estamos entre hombres, Lisán. Éstos son magos o algo mucho peor…

– Es evidente que poseen una mayor resistencia al dolor que nosotros, fíjate en sus orejas desgarradas por decenas de cortes, y en cómo ese idólatra se ha hecho varios tajos en el brazo sin que eso pareciera importarle. Están acostumbrados al dolor… Pero eso no significa que no sean tan hombres como nosotros. Éste es Otro Mundo, eso es todo.

Una de las mujeres se acercó a Ismail y depositó el cuenco y las tortas frente a él.

– Gracias, mi señora -dijo él con su galante acento andalusí.

En Granada había sido famoso por sus conquistas amorosas y ese talento suyo no tenía por qué dejar de funcionar allí. A fin de cuentas, eran mujeres, ¿no? Quizás esto representara una oportunidad para mejorar su situación. Extendió la mano y acarició su mejilla con suavidad. La nativa alzó los ojos y le sonrió, mostrándole que tenía los dientes limados por los bordes, de forma que su boca se asemejaba a las fauces de un tiburón.

Entre la sorpresa y el espanto, Ismail retiró rápidamente la mano.

Al quinto o sexto día de cautiverio, un grupo de salvajes ataviados con taparrabos de algodón y sandalias de piel vino a sacarlos de la choza. Eran más cortos de estatura que los hombres-tigre y tenían el cráneo más ancho. Llevaban el cabello muy largo, con una especie de tonsura, el cuerpo y la cara pintados de rojo. Esta vez no les ataron una mano al cuello con uno de aquellos yugos, pero era imposible rebelarse o intentar alguna jugarreta contra ellos, porque todos iban armados con macanas.

Caminaron hasta una gran choza que se levantaba sobre una plataforma de piedra y estaba rodeada por una cerca. Sentado en el porche, rodeado de mujeres y niños, los esperaba un nativo gordo y de aspecto pomposo. En su amplio rostro había un gesto altivo, ligeramente despectivo, que se hacía más acusado en el rictus orgulloso de sus labios. Iba adornado con un amplio penacho de plumas rojas y azules, en torno a una diadema de cabezas de serpientes, desprovistas de mandíbulas inferiores, que rodeaba su frente. Sujetaba en su mano derecha un gran bastón, rematado con la talla de una forma humana.

Detrás de él, estaban los tres sacerdotes o chamanes que habían visto en la pirámide. Altos y delgados hasta lo enfermizo, ahora vestían una sencilla camisa blanca de algodón. Pero sus cabellos recogidos a la espalda seguían teniendo un aspecto repugnante, pues la sangre con la que los habían embadurnado se había transformado en una espesa costra al secarse. Lisán descubrió algo más: uno de «ellos» era en realidad una mujer. Con aquella camisa ligera se marcaban perfectamente sus pechos y pezones, aunque el resto de su aspecto era exactamente igual al de los dos hombres: cabellos enmarañados y un rostro pintado de negro que ocultaba sus rasgos, transformando su semblante en una máscara aterradora.

Yusuf se dobló de rodillas cuando sintió en el estómago el golpe de la pala del guardia más cercano. Respiró lentamente, tratando de no mostrar su espanto. El golpe no había sido muy fuerte, apenas una advertencia, pero no deseaba hacer nada que provocara a aquellos salvajes. Sabía que estaban a su merced y lo único que podían intentar ahora era ganar tiempo.

Uno tras otro, los once supervivientes fueron obligados a arrodillarse. Entonces el nativo gordo se puso en pie, extendió las manos y se dirigió a ellos con voz grave, amenazante, usando aquella lengua que les resultaba completamente extraña, como si no aceptara que ellos no podían entenderlo, o no le importara si lo hacían o no. Se señaló a sí mismo y repitió las palabras «Halach Uinich» una y otra vez, por lo que los cautivos supusieron erróneamente que ése era su nombre.

Yusuf se arriesgó a levantar la cabeza y vio que el caudillo descendía majestuosamente del porche y se acercaba a ellos escoltado por los tres sacerdotes.

– Noble señor de estas tierras -logró articular con el tono de voz más humilde que pudo encontrar en su garganta. Algo que no le costó demasiado esfuerzo-. Somos viajeros llegados de un lejano país, allá donde nace el sol. Nuestra nación es sabia y generosa. Yo soy miembro de una familia noble, llena de riqueza, que estará dispuesta a pagar el rescate que tú fijes por nosotros, pero debemos recibir un trato acorde con nuestra posición y dignidad.

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