Los condujeron a través de la selva y desanduvieron el camino que habían hecho, hasta que llegaron de nuevo a la playa. Allí se reencontraron con Dragut, que tenía las muñecas atadas y era custodiado por dos de aquellos seres cubiertos de plumas. En la orilla aguardaban dos estrechas embarcaciones, fabricadas a partir de un único tronco de árbol ahuecado. Fueron empujados hasta ellas.
– ¿Pretenden que subamos en eso? -Piri parecía horrorizado por la perspectiva.
Piri y Baba montaron en una de las piraguas y Dragut y Jabbar en la otra. Los nativos se acomodaron delante y detrás de ellos, tomaron unas largas palas torneadas en madera y empezaron a remar. Poco a poco se alejaron de aquella costa.
Tras aquella noche interminable, en la que el vizcaíno había desaparecido para siempre, Lisán y sus compañeros de desdicha fueron obligados a ponerse en pie y caminar por la playa como bueyes uncidos por un yugo.
Pasaron tres días angustiosos, dirigiéndose siempre hacia el sur, rodeando la selva sin penetrar jamás en ella. En cada crepúsculo, los hombres-tigre arrastraban a uno de ellos hacia la oscuridad de la jungla. El primer día fue Ulug, uno de los turcos. Luego le llegó el turno a Hubal, a quien las heridas que había recibido en el combate casi no lo dejaban andar. La tercera noche se llevaron a otro de los turcos, cuyo nombre Lisán no supo recordar. Los que iban quedando intentaban descansar, cerrando los oídos a los terroríficos gritos de sus compañeros a los que no volverían a ver jamás y rezando para que aquellas noches llenas de horror pasaran rápido. Durante las horas de luz seguían caminando torpemente por la arena mientras el día avanzaba inmutable.
– ¿Adónde nos has conducido, faquih ? -preguntó Yusuf durante una de estas caminatas, con una voz que era como un lamento agotado-. ¿Qué lugar infernal es éste?
– No lo sé. Allah me perdone, pero no lo sé -respondió Lisán.
Se sentía abatido y sin fuerzas. Una puerta se había abierto en su alma y había dejado entrar una fría brisa de miedo. Pero conforme pasaba el tiempo la brisa se estaba transformando rápidamente en un vendaval. Y la muerte de su amigo Ahmed, y todas las desdichas y horrores que sucedieron después, le habían secado el pecho de esperanzas.
Pronto comprendió que no podía permitirse eso.
– ¿Qué va a ser de nosotros, señor? -le preguntó Jamîl, buscando en sus ojos alguna promesa-. ¿Qué son esos hombres vestidos como fieras y qué hacen con nuestros compañeros?
– No dejes que el miedo te domine -le respondió el faquih -, y confía en Allah, muchacho. Él sigue con nosotros, incluso aquí.
– Pero mi amo era un buen hombre y un buen siervo de Allah -dijo el chico-. No merecía morir. No merecía que su cuerpo no fuera enterrado.
– Nadie merece ser humillado y nadie merece ser ensalzado -dijo Lisán-, pero la vida va de un lado para otro y todas las cosas nos enseñan alguna verdad.
– ¿Crees realmente en eso, faquih ? -le preguntó Yusuf con amargura-. El chico tiene razón, hay cosas por las que nadie merece pasar.
– Supera tus propios juicios, Sarray, y piensa: a los ojos de Allah, ¿qué es justo y qué es injusto?
La rabia también se había apoderado de él. Apenas sabía cómo luchar contra ese sentimiento, pero no iba a rendirse. Era precisamente ahora cuando debía acudir a las enseñanzas de sus maestros sufíes. En su bondadosa filosofía estaba el único camino para encontrarle un sentido a todo lo que les sucedía, y debía compartirlo con sus compañeros. Pensó que era afortunado por tener que desempeñar ese cometido en un momento así.
– De acuerdo, todos nos sentimos desdichados. A fe mía que hemos sido golpeados por los acontecimientos… -siguió diciendo. Alzó la voz para que el resto de los cautivos pudieran oírlo-. Es evidente que nuestra situación parece desesperada y nos preguntamos por qué Dios nos envía tantas desgracias… Pero nos equivocamos cuando pretendemos hacer de las señales de Allah una cuestión personal.
– Allah no tiene nada que ver con todo esto, faquih -masculló Yusuf-. Esas criaturas no pueden ser hijas de Él.
– ¡Por supuesto que sí! -exclamó Lisán, cada vez más seguro de sí mismo-. Todo forma parte de Allah. El Mundo y todos sus acontecimientos están ante nosotros para que le demos una serie de respuestas a nuestro Creador. Éstas pueden ser acertadas, en armonía con el Mundo, o no. Si ante la desdicha cortamos nuestro contacto con la vida y nos situamos al margen de Dios, entonces estaremos verdaderamente perdidos… Ésa es la cuestión planteada correctamente. La única actitud, lo único que nos conecta firmemente con la vida, es el agradecimiento a Allah y el deseo de aprender más sobre nosotros mismos.
– ¿Y qué te ha enseñado todo esto, faquih ?
– Que no podemos caer en la desesperación, Yusuf ibn Sarray -dijo Lisán, mirándolo fijamente, sintiéndose fuerte por primera vez en mucho tiempo-. Es demasiado fácil. No es digno de nosotros. Tenemos un orgullo que no podemos traicionar. Pase lo que pase.
El Sarray se volvió y comprobó que sus primos estaban atentos a la conversación. Se irguió levemente, todo lo que le fue posible con aquel cepo que le dificultaba los movimientos, y dijo:
– ¿De qué estás hablando, faquih ? Ningún Banu Sarray ha dado jamás la menor muestra de cobardía. Si tenemos que morir a manos de estos desalmados, lo haremos con una dignidad que no han de olvidar jamás.
Lisán aprobó las palabras del guerrero. Supera tus juicios , era lo que le decía su murshid. Supéralos, pero no dejes de actuar de acuerdo con ellos.
En la mañana del cuarto día, distinguieron a lo lejos una impresionante construcción, semejante a una pirámide levantada sobre un peñasco escarpado. Se dirigieron hacia ella, caminando a lo largo de la orilla del mar. La arena de la playa era tan fina que se hundían en ella hasta las rodillas. Se veían canoas y útiles de pesca, aparentemente abandonados; pero, entre los manglares cercanos a la playa, Lisán distinguió algunas chozas de barro y palma, y a nativos espiándolos desde la penumbra de la jungla.
Se vieron interrumpidos por un alto promontorio rocoso que se extendía hasta dentro del mar y al que se sujetaba un lienzo de muralla. Un parapeto de piedra, que ahora les tapaba la vista de la pirámide que divisaran desde lejos. El grupo rodeó el muro y dejó atrás la playa. Llegaron a una puerta en forma de arco afilado. Frente a ella montaban guardia dos nativos armados con lanzas y macanas, que contemplaron a los extranjeros con asombro y una curiosidad casi infantil, pero se hicieron a un lado para dejarlos pasar.
Penetraron en la ciudad y caminaron entre policromados edificios, que se levantaban sobre bases de piedra, ordenados a lo largo de calles perfectamente trazadas. La ciudad se extendía aproximadamente una legua a lo largo de la costa y los tres lados que miraban a tierra estaban protegidos por la muralla. Los edificios de su interior tenían paredes blancas hechas de adobes recubiertos de estuco coloreado.
– ¡Esto es la civilización! -exclamó Yusuf mientras miraba a un lado y a otro-. Los salvajes no pueden haber construido todo esto.
– No lo han hecho ellos, sino los demonios -exclamó Ismail.
Lisán vio cómo el joven Jamîl se estremecía ante las palabras del Sarray.
– Son hombres, y si queremos sobrevivir en su mundo debemos dejarnos de fantasías. Ya habéis visto esa muralla que rodea la ciudad…
– Sí, faquih -dijo Ismail-. ¿Y qué?
– Significa que tienen enemigos y que tienen guerras… y lo más importante: que conocen el miedo.
Desde todos los rincones asomaban nativos, hombres y mujeres, que contemplaban asombrados el paso de aquellos extraños desarrapados. Algunos se unían a la comitiva o la seguían a cierta distancia.
Templos, adoratorios y casas nobles se alineaban en perfecta perspectiva para conducirlos hasta la monumental pirámide truncada que colgaba sobre el mar, al borde del acantilado. Ahora que podían distinguir sus detalles de cerca, veían un gran edificio de piedra decorada con complejos bajorrelieves. Por su fachada ascendía una escalinata casi vertical de más de sesenta escalones labrados con todo tipo de horrores: cabezas de serpiente con las fauces abiertas y los ojos encolerizados; criaturas deformes de miembros retorcidos y largas narices como probóscides rizadas; seres que eran como una confusión de rasgos humanos y animales, como monstruos surgidos de inimaginables metamorfosis a medio concluir. Los musulmanes miraban todo esto con un espanto indescriptible. Para ellos, cualquier representación de un ser humano era obscena, pero aquellas repugnantes imágenes estaban más allá de las más horrendas pesadillas.
Tres hombres vestidos de blanco aguardaban al pie de la escalera, en la plaza situada frente a la pirámide. Recordando las atrocidades de Talos el Rojo, Lisán estudió su espeluznante aspecto mientras se iban acercando. Llevaban el rostro pintado de negro y su cabello era largo y enmarañado, como crines de caballo. Vestían rígidas túnicas de algodón acolchado y se adornaban con grandes pendientes, brazaletes y un pesado collar de jade con cuentas que representaban cabezas humanas. Y apestaban. Un olor denso y dulzón se desprendía de ellos conforme se les iban acercando. Advirtió entonces que sus cabellos estaban empapados de sangre, y que ésta resbalaba por las blancas espaldas de las túnicas. Contuvo un estremecimiento. Sangre seca y antigua, sangre fresca y reciente, a eso olían aquellos hombres. Uno sujetaba un pequeño incensario de terracota y los roció con el humo que emanaba de él.
– Se diría que son adoradores de algún ídolo pagano -musitó Yusuf-. ¿Qué piensas tú, faquih ?
A Lisán le vino a la mente la palabra «chamán», que usaban las tribus de salvajes turcos, mongoles y manchú-tungus, [14] y que él conocía gracias al famoso rihla de ibn Fadlan. Sabía, por tanto, de su habilidad para realizar sahumerios ponzoñosos, capaces de confundir el espíritu de los hombres, por lo que retrocedió un paso y trató de no respirar aquellos vapores. Observó también que la frente de aquellos «chamanes» era plana, de una forma que no parecía natural, y que sus orejas estaban desgarradas por decenas de pequeños cortes.
– Sí, eso parece -dijo-. El mensaje del Libro no ha podido llegar hasta un lugar tan remoto. Estos hombres siguen viviendo en el Jahiliyya , en la Era de la Ignorancia.