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– Se diría que estamos en las puertas del infierno -dijo Piri-. No hemos encontrado ningún río en esta jungla, ni corriente alguna de agua dulce… y, sin embargo, los árboles crecen tan frondosos que ocultan el sol. Y ahora esas piedras talladas con imágenes hediondas…

Baba se había agachado sobre una de las losas y estudiaba las inscripciones que la cubrían. Pasó los dedos sobre una serie de círculos que habían sido grabados sobre la piedra, con mucha suavidad, como si temiera que pudieran desaparecer.

– ¿Qué significa todo esto? -suplicó Jabbar, más desconcertado que de costumbre-. ¿A qué lugar hemos llegado?

– Al reino de Shaytán -dijo Piri. Se adelantó para señalar a Baba con un dedo acusador. En la otra mano sujetaba el cuchillo de Dragut-. ¡Dínoslo tú, asesino! -gritó-. ¡Tú nos has traído hasta aquí!

– ¿Qué dices? -Baba se volvió, asombrado por la inesperada reacción del muchacho.

– ¡Habla, monstruo! -lo increpó Piri-. ¡Confiesa la verdad, voivoda Kazikli!

Baba alzó las cejas.

– ¿Cómo me has llamado?

– Kazikli. Tu crueldad es legendaria. Se dice que tenías la costumbre de empalar a los prisioneros de guerra junto a sus mujeres e hijos… De organizar comidas a la sombra de los cuerpos mutilados… Tus crímenes son los que te han dado fama, ¡monstruo!

Jabbar miraba a uno y a otro, asombrado por lo que estaba pasando, pero el nombre de aquel odiado enemigo le llegó muy claro.

– ¿Él es el voivoda Kazikli? -preguntó.

Baba miró a su joven capitán a los ojos.

– Hace años que nos conocemos, Piri, y hemos luchado juntos en muchas batallas…

– Siempre pensé que había algo extraño en tu pasado. No le di importancia porque eso es algo habitual entre la gente del mar, pero sabía que mentías sobre tu origen como mameluco. Entonces oí lo que confesabas al faquih tras la tormenta y supe quién eras… Kazikli.

Jabbar reaccionó al fin, y se volvió hacia Piri buscando una explicación:

– ¿Qué estás di…?

Baba aprovechó ese instante. Saltó sobre el corpulento turco y le arrebató el cuchillo antes de que Piri pudiera reaccionar. A continuación, retrocedió unos pasos hasta apoyar su espalda contra una de las columnas de piedra labrada con serpientes y demonios.

– Bueno -dijo-, creo que esto nos iguala un poco.

– ¡Vas a morir, sanguinario! -dijo Piri, y dio un paso hacia él.

– Detente, amigo, porque si te acercas más vas a caer atravesado por este cuchillo. Y te aseguro que puedo vencerte sin dificultad.

Piri apretó con fuerza su arma, pero mantuvo la distancia.

– No me extrañaría nada que intentaras usar trucos mágicos tal y como te vi hacer en la proa de la Taqwa.

– Entonces pretendía salvaros…

– ¡No necesitamos tu ayuda, asesino!

– Pero, no puede ser -dijo Jabbar. Podía recordarlo, pues había sucedido años antes de la batalla de Negroponto-, se dijo que la cabeza de Kazikli fue cortada y exhibida en las murallas del castillo de Topkapi…

– ¡Admite que eres ese sanguinario! -gritó Piri sintiendo que se le revolvía el estómago-. ¡Admite de una vez que eres el voivoda Kazikli!

– Sí -dijo el hombre que tenía enfrente-. Así es como me llamaban los turcos hace años. Pero recuerda que ahora soy Baba ibn Abdullah, tu señor y tu amigo.

– ¡Estás loco!

– No, Piri, no lo estoy. Tú eres el ciego ante el verdadero terror que nos amenaza.

El joven corsario sentía que el suelo se abría bajo sus pies. Había confiado en aquel hombre y, en el mejor de los casos, era un loco. Y en el peor, el mayor asesino que habían conocido los tiempos.

– Nos engañaste a todos durante años -dijo-, pero sabía que había algo muy oscuro en ti. No quise creerlo hasta ahora, pero ya ha quedado muy claro que nos has traído hasta este lugar infernal con engaños.

– Para mí todo esto es tan extraño como para vosotros -dijo Baba-, pero… ¡no des un paso más, Jabbar!

El turco se detuvo. Sus manos estaban extendidas hacia el hombre que le había quitado el cuchillo.

– Escuchad -dijo el voivoda-, vamos a tranquilizarnos todos. Estamos juntos en esto y…

Piri no estaba dispuesto a escucharlo.

– No podrás aguantar así mucho tiempo, Kazikli -dijo-. Tarde o temprano tendrás que dormir.

Baba apoyó un pie contra la columna. Descansó la mano que sujetaba el cuchillo sobre su rodilla. Se sintió más cómodo y siguió hablando:

– Os pido que me dejéis explicarlo todo; luego os devolveré el cuchillo y podréis hacer conmigo lo que os plazca.

– Habla entonces -dijo Piri-, porque me siento impaciente por darte tu merecido.

Baba no se inmutó.

– Sí, soy el voivoda Kazikli. He sido aliado de los otomanos y luego he luchado contra vosotros y he vuelto a ser vuestro aliado… Eso carece de importancia, porque en realidad estoy combatiendo en una guerra mucho más elevada que la que tenéis frente a vuestras narices.

– Sí, eso le contabas al faquih , que luchabas contra los ÿinn… pero fueron turcos a los que torturaste y asesinaste.

– Otomanos, húngaros o la gente de mi país que había sido esclavizada por los ÿinn -dijo el voivoda-. Shaytanes con cuerpos humanos y almas endemoniadas. Pueden cambiar de forma y transformarse en animales, lobos o perros negros preferiblemente, y se alimentan de carne y sangre humana. Vuestro Profeta os advierte sobre ellos, ¿no es así?

– Sí -dijo Piri-, pero eso no significa que toda la gente que tú asesinaste fueran demonios.

– Quizá no toda -admitió-. Pero ellos aprovechan las guerras para confundirse con los combatientes de ambos bandos. ¡Vamos, Piri, seguro que has oído historias sobre esto! Hace doscientos años que vienen atacando vuestra frontera, mezclados con las hordas mongolas.

– Las he oído -admitió el marino-. ¿Por qué nos has conducido hasta este lugar? ¿Qué esperas encontrar aquí? ¿Acaso es éste el reino de los ÿinn ?

Baba alzó brevemente los ojos hacia la jungla. Luego volvió a mirar a los dos turcos.

– Quizá. No estoy seguro de eso. Sé que un ÿinn muy poderoso huyó hacia esta Otra Tierra en un pasado remoto… Probablemente en los tiempos de Moisés…

– ¿Y tú has venido para luchar contra él? -preguntó Piri.

– He venido para destruirlo. Un ÿinn que capturé me dijo que algo tenía que suceder en estas tierras. No sé qué es, no pude arrancárselo antes de que muriera, pero sé que va a pasar muy pronto… y que va a ser terrible para todos los humanos. Os guste o no, estamos juntos en esto.

– ¿Y por qué tendríamos que creerte? -dijo Piri.

– Es cierto -dijo el hombre que se hacía llamar Baba-, quizá no soy Kazikli después de todo, quizá lo que os he contado no sea más que una patraña. Quizá me dio demasiado sol en la cubierta de la Taqwa… En ese caso, ¿por qué preocuparse? No somos más que un puñado de náufragos perdidos en una tierra desconocida.

Le dio la vuelta al cuchillo y, sujetándolo por la hoja, se lo entregó a Jabbar.

– ¿Me devuelves el arma? -preguntó éste con una sonrisa malévola-. No he dicho que no vaya a matarte.

Baba se sentó sobre una de las losas de piedra y recogió una ramita seca del suelo. Con ella señaló hacia la jungla.

– Quizás ese asunto de mi muerte tenga que esperar -dijo.

Mientras narraba su historia, había visto cómo aquellas criaturas iban surgiendo de la floresta y se apostaban a su alrededor, ocultándose tras las columnas labradas. Sabía que fuera cual fuera la decisión de los turcos, matarlo o dejarlo con vida, iban a tener que enfrentarse a ellos de inmediato.

Piri y Jabbar se dieron media vuelta y comprobaron que estaban rodeados por aquellos seres. Algunos salieron de sus escondites y se mostraron abiertamente. Eran una mezcla de hombres y pájaros. Sus cuerpos estaban cubiertos de plumas negras y verdes, y sus cabezas semejaban las de águilas con el pico abierto. En el interior de aquellas bocas, asomaban rostros humanos pintados de rojo.

– Su ejecución tendrá que esperar, Jabbar. Ahora lo necesitamos.

Kazikli se inclinó levemente y dijo:

– Aprecio tu gran sentido práctico, Piri, a pesar de tu juventud. Eso me confirma que acerté al elegirte como capitán.

Poco a poco, los extraños fueron descubriéndose y rodearon a los náufragos. Eran una decena, e iban armados con unas palas en cuyos bordes habían clavado unos afilados trozos de roca. Se fueron acercando a ellos. Sin mediar palabra, Jabbar le lanzó una cuchillada al hombre-águila que iba en cabeza. La hoja resbaló sobre las plumas sin causarle el menor daño, pues bajo éstas llevaba un peto de algún material flexible pero muy duro. Intentó entonces apuñalarlo entre los ojos, pero el nativo interpuso su brazo y detuvo el ataque del turco. Luego lo empujó hacia atrás con el plano de su pala.

– Detente, Jabbar -le aconsejó Piri-. No podemos hacer nada, son demasiados.

Pero éste no le hizo el menor caso a su compañero. De pronto se enfrentaba a una situación que podía entender sin dificultad. Habían hablado de demonios y allí estaban, después de todo. Lanzó un patadón hacia el vientre de la criatura que tenía enfrente y ésta detuvo su pie sin dificultad, sujetándolo entre sus manos emplumadas. Entonces el hombre-águila lo lanzó por el aire, contra los escalones de piedra. El turco rebotó y cayó rodando a los pies de sus compañeros. No estaba herido. Confuso y humillado sí. Piri lo ayudó a levantarse.

– Si uno solo de ellos es capaz de hacerle eso al más fuerte de nosotros, entonces no tenemos escapatoria -declaró Kazikli-. Os propongo que esperemos para ver qué quieren.

– ¿Acaso tú no lo sabes? -le dijo Piri.

– Créeme. Estoy tan desconcertado por todo esto como vosotros dos. No sé quiénes son estas gentes ni qué pretenden.

– ¿Por qué tendría que creerte?

– No me creas. Pero ni tú ni yo tenemos ahora mismo otra opción que obedecer las órdenes de estos sujetos disfrazados de pájaros. Te guste o no, somos sus prisioneros.

Los hombres-águila permanecían silenciosos e inexpresivos, como gárgolas revividas. El que había derrotado a Jabbar parecía el líder, y alzó un brazo señalando hacia el este.

– Quieren que los acompañemos -dijo Piri.

Baba se puso en pie y dijo con gesto cansado:

– Pues decide ahora si quieres pelear u obedecer.

Empezó a caminar en la dirección que el nativo les estaba señalando. Piri y Jabbar dudaron un momento, pero cuando uno de aquellos emplumados guerreros se acercó con su maza en ristre, decidieron seguir los pasos de su antiguo comandante.

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