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El Halach Uinich se detuvo ante Yusuf y lo examinó, midiendo las aristas de su cara y lo hirsuto de sus barbas con la displicencia de quien se dispone a comprar una bestia en una feria. Ante su mirada, el Sarray bajó rápidamente los ojos, pero el caudillo dio una orden a los guardias y éstos, sujetándolo por las axilas, lo pusieron en pie de un tirón. Permaneció así, humillado, inmóvil, mientras el caudillo giraba a su alrededor observando cada detalle de su ahora desastrado atuendo. Luego se acercó a él, cerró la mano sobre su barba y tiró de ella. Yusuf apretó los dientes y permaneció quieto, una lágrima corrió por su mejilla. Los rostros de aquellos nativos eran lampiños, quizás en aquella acción no había más que curiosidad, pero mesar las barbas de un Banu Sarray era uno de los peores insultos que se le podía infligir.

El Halach Uinich paseó entre el resto de los náufragos arrodillados. Yusuf temblaba de ira, pero aún le quedaron fuerzas para mascullar una rápida orden hacia sus primos:

– Que nadie se mueva. Debemos aguantar todo lo que quieran haceros, porque estos hombres no conocen nuestras costumbres.

Uno de los sacerdotes se acercó seguido de un joven acólito con una vasija de cerámica con la forma de la cabeza de un tigre. Tomó un hisopo, lo introdujo en el recipiente y lo sacó con su extremo embadurnado de blanco. Con él tocó la frente de Yusuf ibn Sarray, de Jamîl y del resto de los turcos y los Sarray, marcándolas una tras otra con aquella tintura. Cuando se acercó a Lisán con el hisopo se detuvo. El chamán le tendió entonces al Halach Uinich el disco dorado arrebatado en la playa. El caudillo lo sopesó, fascinado por los símbolos grabados en el metal, luego hizo un gesto hacia el del hisopo, ordenándole claramente que se retirara. De esta forma, todos quedaron marcados de blanco, excepto Lisán.

Concluida la ceremonia, el caudillo se dio media vuelta y regresó con sus mujeres, mientras los náufragos eran devueltos a su encierro.

En la penumbra de la choza, turcos y andalusíes se miraban los rostros demacrados, reconociendo en la mirada de los otros el miedo propio. Jamîl vomitó en un rincón sin poder contenerse y Yusuf, pasmado, apenas pudo hacer otra cosa que llevarse la mano a la frente y mancharse los dedos de aquella tintura blanca como la cal.

– Hemos sido elegidos para algo -murmuró el Sarray, contemplando la pintura que brillaba burlona entre sus dedos-. Pero no puedo imaginar para qué… Es preciso que aprendamos su lengua. Necesitamos comunicarnos con ellos.

– Ya nos hemos comunicado -dijo Lisán-. La violencia con la que actúan es más elocuente que las palabras…

– Piensan asesinarnos, ¿verdad? -gimió Jamîl, controlando las arcadas y calambres que estaban royéndole el estómago-. Es eso lo que planean hacer…

– Todos hemos sido marcados, menos el faquih… -dijo uno de los Sarray, llamado Farid-. Tú te has salvado gracias a ese amuleto.

– ¿Qué sabemos nosotros de lo que hablaban en su idioma? -replicó Lisán-. Quizás os habéis salvado todos vosotros y soy yo quien está condenado.

– No lo creo -dijo Ismail-. Nos han seleccionado a nosotros para morir, tal y como hicieron con nuestros compañeros. ¿Es justo que tú, que nos has arrastrado hasta aquí, seas el único en salvarte?

Lisán no contestó. Enterró el rostro entre las rodillas y le dio gracias a Allah de que Ahmed hubiera tenido una muerte rápida y no estuviera sufriendo las penalidades que a ellos les había tocado vivir. Deseaba con todo su corazón que todo fuera un mal sueño del que pronto despertaría en la habitación de su casa en Granada. Entonces iría a visitar a su hermano y le narraría con detalle aquella extraordinaria pesadilla que le había resultado tan vívida.

¡Era tan real! , le insistiría, estremeciéndose por el recuerdo…

Pero seguía allí, sentado en el interior de aquella choza, rodeado por hombres con el gesto distorsionado por el miedo, algunos de los cuales lo miraban ahora con odio. Odio hacia él, por haberlos arrastrado hasta su pesadilla. ¿Qué hacían allí? ¿Qué sentido tenía tanto sufrimiento? Su hermano había estado en lo cierto desde el principio: todo eso era una locura. Y, sin embargo, ni siquiera él había logrado escapar de ella. Nada hubiera sucedido de no haberse encontrado con aquel falso mameluco. De no ser por él, quizá su deseo de emprender aquel viaje se hubiera quedado en nada. Sería un sueño más que no se había cumplido. Pero una interminable cadena de sucesos, que debía de tener un sentido en la mente de Dios, los había conducido a aquella costa insólita, como un madero arrastrado por la corriente. Y él tenía que aceptarlo sin más, aunque los remordimientos lo estuvieran trastornando.

– Yo creo que no es justo -decía otro de los Sarray con voz tétrica, como si hubiera leído sus pensamientos-. El faquih es el culpable de que nos veamos así.

– ¡Ya basta! -gritó Yusuf-. ¿De qué sirve especular con todas esas cosas? Rezad a Allah, encomendaos a su Misericordia y no penséis más.

Permanecieron en silencio, sintiendo el escozor de la pintura sobre la cabeza y en los dedos, y el pánico revolviendo sus tripas. Dejando pasar el tiempo…

Como un camello desbocado que se dirigiera hacia un abismo.

15

Un estruendo espantoso de tambores, de voces y cánticos los despertó. Antes incluso de que la puerta de la choza se abriera como una boca hambrienta, los once cautivos supieron que había llegado el momento. Andalusíes y turcos apenas tuvieron tiempo de tocarse las manos unos a otros, para infundirse algo de valor, antes de que un puñado de guerreros los sacara a empujones de su encierro.

Fueron conducidos hasta la choza del Halach Uinich , donde fueron recibidos con un coro de gritos y exclamaciones de júbilo. Allí se habían congregado centenares de nativos.

La marea de cuerpos se abrió para dejar paso al caudillo y al grupo de sacerdotes que lo escoltaban. Éstos eran ahora una decena, hombres y mujeres, y era imposible imaginar criaturas más tétricas que aquéllas. Vestían largas túnicas negras y llevaban el cabello pegoteado de costrones de sangre, las sienes marcadas por una repugnante mancha roja. Los rostros que no habían sido pintados de negro tenían la palidez de la muerte, las mejillas hundidas, los ojos extraviados, como si no les quedara una sola gota de sangre en el cuerpo. Causaban terror con sólo mirarlos. Se habían dejado crecer las uñas de sus manos esqueléticas hasta enredarse unas con otras. Una idea asaltó a Lisán al verlos acercarse: aquellos sacerdotes no parecían criaturas nacidas del vientre de una mujer para habitar este mundo.

El Halach Uinich iba ataviado con una deslumbrante capa de plumas encarnadas y azules, que le daban el aspecto de un pájaro humano. De nuevo se dirigió a los cautivos en su idioma incomprensible, pero ahora lo hizo de forma lenta, ceremoniosa, como parte de un elaborado ritual cuyo significado éstos no podían imaginar:

– Dza a uol tuculnen… Chen-ti a Uymil; maa… A cha za hac il maa… Loob cun bet bil techil…

Después, les dio la espalda y se puso en marcha. La multitud congregada siguió al caudillo y a los prisioneros por la calle que se dirigía hacia la pirámide truncada.

Se detuvieron al pie del monumento, donde aguardaban los guerreros disfrazados con pieles de tigre. Nada más verlos, Lisán comprendió que sus peores temores se confirmaban. Sintió el deseo de gritar a sus compañeros que lucharan, que intentaran por todos los medios escapar de aquel lugar, pero el miedo se había apoderado de su garganta y sus piernas continuaban arrastrándolo, paso tras paso, ajenas a su voluntad.

Todos los náufragos, menos Lisán, fueron despojados de sus harapos por un grupo de sacerdotes. Luego, les pintaron la mitad superior de la cara de negro con círculos blancos, y el cuerpo, con rayas horizontales rojas y negras. Embadurnaron sus cabellos de alguna mixtura pegajosa y los adornaron con bolas de plumón blanco.

– Allah misericordiosísimo, ¿qué es esto? -sollozó Jamîl, mientras parpadeaba y escupía para librarse de la pintura que le había entrado en los ojos y la boca-. ¿Qué es esto?

Lisán se volvió hacia sus compañeros, que contemplaban atónitos el desarrollo de los acontecimientos. Él era el único que no había sido maquillado de esa forma extraña, pero ninguno de ellos podía imaginar lo que le esperaba.

Dos sacerdotes cayeron de improviso sobre el faquih y lo obligaron a tumbarse de espaldas contra el suelo. Él intentó inútilmente debatirse mientras le arrancaban los trapos destrozados con los que se cubría. Se retorció como una anguila entre sus brazos, pero fue inútil y pronto se vio completamente desnudo. Lo sujetaron y le separaron las piernas. Otro sacerdote se arrodilló frente a él, con un cuenco de madera entre las manos, del que extrajo una mixtura pegajosa, de un intenso color verde, con la que le embadurnó las ingles y los sobacos. Luego lo soltaron y se apartaron.

Lisán se puso en pie, abochornado, intentando quitarse aquel mejunje de sus partes.

– ¡Nuestras manos no están atadas! -gritaba Ismail con los dientes castañeteándole de terror-. Debemos pelear, defendernos…

– ¡Vamos a morir! -lloraba Jamîl sin poder contenerse.

Lisán miró a su alrededor, desesperado, comprendiendo que cualquier intento de resistirse era inútil. Centenares de nativos los rodeaban, los miraban con una intensidad demoníaca y los rostros parecían estar distorsionándose hasta convertirse en máscaras horripilantes de cera que se derritieran bajo un potente sol.

El suelo se movía ahora bajo sus pies, como si se encontrara de nuevo a bordo de la Taqwa , y le costaba mantener el equilibrio. Los testículos le ardían. Al principio, aquella sustancia había despertado una sensación de frescor, viscosa pero no del todo desagradable. Pero ahora se estaba calentando rápidamente y le quemaba allí donde se la habían aplicado, a la vez que llegaban a su nariz los amargos vapores que se desprendían de ella. Respingó y se dio secos manotazos en las partes y en los sobacos. Los golpes dolían, pero aquel dolor le ayudó a mitigar la impresión de que un fuego invisible lo estaba abrasando.

¿Qué es esto, acaso esta sustancia me está envenenando la sangre? , pensó.

Poco a poco, la sensación de ardor se fue aliviando y quedó reducida a un intenso comezón, pero la confusión de su mente continuó.

Mientras tanto, uno de los sacerdotes, el más anciano de todos, se acercó a Yusuf y lo invitó con un gesto a que lo siguiera. El Sarray sintió que el corazón se le detenía en el pecho. Asintió, intentando sacar fuerzas de la nada, rebuscando en el fondo de su alma un último atisbo de valor. Se volvió hacia Lisán y le dijo:

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