– ¡Manuel Venegas! ¡Manuel Venegas! ¡Allí viene! ¡Ya cruza las viñas! ¡Pronto llegará aquí!
Un rayo que hubiese caído en medio de la multitud no habría causado tanto pavor. Todo el mundo se puso de pie; cesaron la música y el baile; corrieron gentes al encuentro del temido joven, guiándose por las indicaciones de los que lo veían, pues llegaba por camino desusado; huyeron otras personas en sentido opuesto, como para librarse de la tormenta que se cernía en los aires…, y aun hubo algunas que hablaron de ir a buscar a don Trinidad Muley…
Antonio Arregui era el único que permanecía sentado, o, por mejor decir, que había vuelto a sentarse al oír aquel temeroso anuncio. Estaba lívido, pero resuelto, callado y como indiferente a lo que sucedía. La señá María Josefa le decía llorando:
– ¡Vámonos! ¡Vámonos a casa! ¡Piensa que tienes un hijo!
Otras mujeres y hasta algunos hombres se ofrecían a esconderlo en tal o cual cueva.
Las autoridades procuraban tranquilizarlo, diciéndole que ellas estaban allí .
Antonio no contestaba a nadie.
Soledad, de pie, silenciosa, terrible, parecía aguardar la resolución de su marido.
– ¡Siéntate! -díjole éste con desabrido tono y sin mirarla.
Soledad obedeció con indiferencia.
Y las autoridades y demás mediadores se retiraron de él con frialdad, en vista de que nada les respondía, yendo el alcalde a consultar el caso con el jefe de su partido, o sea con nuestro don Trajano, a quien debía la vara.
El jurisconsulto informó que no podía prenderse a Manuel Venegas mientras no cometiese delito o conato de él, pero que había que vigilarlo mucho, así como a Antonio Arregui.
La forastera, que, aunque algo asustada, estaba en sus glorias, opinó lo mismo.
Entonces rogó el alcalde a todo el mundo que se sentara, y mandó que prosiguiesen la música y el baile, como, en efecto, así se hizo, bien que sin ganas de los actores ni del público.
Entre tanto, ya había asomado Manuel Venegas, no por el camino de la ciudad, sino por lo alto de los cerros, cual si desde la vecina sierra hubiera bajado a campo traviesa para caer más pronto en aquellos parajes.
Venía a caballo, y faltábanle muy pocos obstáculos que vencer para entrar en camino expedito y plantarse en medio de la rifa.
La perplejidad del coro era inmensa, indefinible. ¡Había cambiado tantas veces de papel en aquel drama, que ya no sabía qué actitud tomar, ni discernía acaso sus propios sentimientos!
En esto llegó Manuel a la explanada que servía de teatro a la fiesta. Apeóse del caballo, cuya brida entregó al primer oficioso que se puso a sus órdenes, y, sin mirar ni saludar a nadie, se acercó al sitio en que se bailaba.
Antonio giró un poco sobre la silla, hasta dar la espalda al arrogante joven, como dejando el cuidado de su propia vida a la conciencia pública y a los representantes de la ley.
Manuel, demudado por cuarenta y ocho horas de constante martirio, febril, delirante, enloquecido por la carta de Soledad, miraba a ésta con la terrible audacia de siempre, y también con una especie de amorosa ufanía y declarado triunfo que pregonaban de un modo feroz, por lo ingenuo, la deshonra de Antonio Arregui, llenando de asombro a la concurrencia. ¡Indudablemente, si el esposo hubiera visto aquella mirada, su dignidad le habría hecho abalanzarse al temerario que así le ofendía!… Pero repetimos que Antonio no hacía caso alguno de Venegas, o, por lo menos, no le miraba.
Soledad, por su parte, tenía clavados los ojos en el suelo.
La madre era la única que lo veía todo y que temblaba como la hoja en el árbol.
También temblaban los circunstantes; y no fue uno solo quien murmuró en voz baja:
– ¡Esto es horrible! ¡Se masca la sangre!
Otros decían al mismo tiempo:
– ¿Habéis reparado? ¡Manuel trae dentro de la faja un par de pistolas.
Y, en efecto, todos advertían que su rico ceñidor de seda marcaba en la parte anterior de la cintura dos largos bultos que daban lugar a semejante suposición.
En fin: el caso era de lo más grave y comprometido que pudieron apetecer nunca los aficionados a querellas y desastres. Si Vitriolo hubiese estado allí, se habría bañado en agua de rosas.
Un buen hombre, el buñolero de la plaza, tuvo entonces la feliz idea de llamar hacia otro lado la atención de Manuel y de los espectadores, a fin de conjurar el conflicto.
– ¡Un real -exclamó- por que Manuel baile con la señora marquesa!
Y señalaba a la huéspeda de don Trajano.
El pensamiento fue muy aplaudido y despertó en la gente una deliberada alegría, que más bien era misericordia. La causa del bien acababa de ganar mucho terreno.
Nadie pujó en contra del piadoso anciano, y como la más vulgar cortesía vedaba a Manuel oponerse a bailar con tan noble señora, y, por otra parte, convenía a su propósito que la ley tradicional de la rifa fuese aquel día respetada ciegamente por todo el mundo, cedió al blando impulso con que lo animaban muchas personas y adelantóse hacia la forastera.
Esta no se hizo rogar y ya estaba de pie cuando Manuel llegó a ella sombrero en mano. Dirigió la beldad una amable sonrisa a nuestro héroe por vía de aceptación y saludo; tercióse la mantilla debajo del brazo, como si hubiese nacido en el propio Albaicín, y, tomando puesto entre las demás parejas, que hicieron alto inmediatamente para que la gentil madrileña y el famoso Manuel luciesen mejor su gallardía, rompió ella a bailar un fandango clásico, sobrio de mudanzas, pero voluptuoso como el que más, que arrancó mil aclamaciones.
Manuel apenas se movía. Hubiera podido decirse que únicamente oscilaba, atraído por las alternadas idas y venidas de la bella aristócrata, cuyo traje de seda crujía a cada garbosa contorsión de sus brazos y talle, como las lucientes escamas de elegante culebra que se yergue y enrosca alternativamente, queriendo fascinar a la ansiada víctima.
Pero el infortunado joven, a quien la negra suerte había reservado aquel último escarnio, no levantaba la vista del suelo.
Soledad aprovechaba en tanto la general distracción para devorar a su amante con los ojos… Seguía Antonio casi vuelto de espaldas a su mujer y al público… Y, como si todavía fuese posible que la comedia sustituyese a la tragedia, don Trajano y Pepito sentían unos celos feroces al pensar que no eran ellos idóneos para el personalísimo arte de Terpsícore.
Acabó de bailar la llamada marquesa y quedó, con los brazos medio tendidos, esperando el inexcusable abrazo de ordenanza. Manuel se detuvo cortado…, y ella permaneció también inmóvil, afectando pudor…
– ¡Que la abrace! -gritó el público.
Manuel avanzó tímidamente, y abrazó a la hermosa forastera entre los aplausos del gentío.
Tendió entonces Luisita la mano al joven para que la condujese a su sitio, y díjole a los pocos pasos, deteniéndolo:
– ¿Conque ya no se marcha usted? Vaya usted a visitarme, y hablaremos de América… Yo tengo intereses en Lima.
– Señora… -contestó Manuel lúgubremente-. ¡Lo que tiene usted, o ha tenido, es la crueldad de bailar con un cadáver!
La forastera sintió escalofríos de horror, y, soltando la mano del infeliz, lo saludó ceremoniosamente y corrió a su asiento.
– ¡Es un hombre finísimo!… ¡Un hombre delicioso!… -iba diciendo a izquierda y derecha para ocultar su miedo y su humillación.
En aquel mismo instante sonó una voz terrible, comparable a la trompeta del Juicio Final: la voz de Manuel Venegas, que decía:
– ¡Cien mil reales por que baile conmigo aquella señora!
Y señalaba a Soledad.
Todo el mundo se puso de pie, y Antonio el primero de todos. La gente menuda prorrumpió en vítores y aplausos.
Reinó, pues, una agitación indescriptible.
Manuel Venegas estaba plantado en medio de la explanada, solo, con los brazos cruzados, y fijos los ojos en la Dolorosa .
Esta y su madre contenían a Antonio, mientras que las autoridades, los prebendados, el señor de Mirabel y otras muchas personas de viso le decían que Venegas estaba en su derecho; que la petición era legal; que sólo podía rechazarse haciendo otra oferta mayor, pero que sería temeridad intentarlo, cuando aquel hombre poseía millones y estaba medio loco.
La gente de pelea y toda la chusma de chiquillos y pordioseros gritaban entre tanto:
– ¡Ya está dicho! ¡Cien mil reales! ¡Si el otro no da más, que tenga paciencia! ¡Vamos, señora; salga usted a bailar, que anochece! ¡El Niño Jesús es antes que todo! ¡Señor Arregui, aquí no se lucha más que con dinero! ¡Suelte usted la mosca o la mujer! ¡No hay escapatoria!
Antonio tuvo que desistir de su empeño de ir a concertar con Manuel un desafío a muerte, que era el plan que se deducía de sus medias palabras, y, apremiado por el mayordomo de la Cofradía, que gritaba con voz oficial: ¡Cien mil reales por que baile la señora de Arregui con don Manuel Venegas! , exclamó con irritado acento:
– ¡Todo mi caudal por que no baile!
– ¡Eso no sirve! ¡Esa proposición es nula! ¡Desde lo que pasó aquí hace ocho años, quedó establecido que sólo se admiten pujas de dinero presente! ¡Don Elías no le pagó a la Hermandad aquellos dos mil duros, y los cofrades tuvimos que pechar con las costas del juicio!
Así dijeron a Antonio en varias formas los gritos de la muchedumbre y hasta los discursos de importantes personas.
Manuel seguía impasible, esperando en su puesto.
Soledad había ya dicho a su marido:
– ¡Déjalo! ¡Bailaré! ¿Eso qué importa? ¡También ha bailado la prima del marqués!
– ¡No bailas! -replicó duramente Antonio.
– Dices bien… ¡Que no baile! -exclamó la señá María Josefa-. Vámonos a casa.
– ¡Eso es imposible! -repusieron los hombres graves y la autoridad-. ¡Hay que respetar las costumbres del pueblo! ¡Hay que evitar un motín! El Niño Jesús no puede perder ese dinero…
– ¡Iré a mi casa y a casa de mis amigos por todo el oro que pueda juntar…, y pujaré hasta las nubes!… -contestóles el digno riojano.
– ¡Locura! -arguyeron los otros-. ¡Pronto será de noche! Además, ¿cómo irse usted de aquí sin la señora? Ni ¿cómo llevársela sin baile? ¡Nadie lo consentiría!
En tal situación dejó su asiento la forastera, la dictadora de aquel pueblo, la mujer de todos temida y reverenciada, y, llegándose a Soledad la cogió de la mano, y le dijo políticamente:
– Señora: quisiera tener el honor de llevarla yo del brazo al baile… Y usted, caballero Arregui, reflexione que yo misma he bailado con la persona de que se trata… Vamos, señora… Se lo suplico.